Lecturas
En marzo de 1970 el argentino Luis Irigoyen, exiliado en Cuba, empezó a trabajar en el Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA) como profesor de francés. Sus alumnos, hembras y varones, eran en su mayoría agrónomos universitarios y técnicos de nivel medio destinados, por un convenio con Francia, a capacitarse en Córcega, donde radicaba un centro de vanguardia mundial en virología vegetal.
Desde el inicio, Luis tropezó con una grave dificultad: casi todos sus alumnos eran de origen campesino y muchos fonemas franceses no figuraban en su habla muy deslabializada y de una excesiva laxitud articulatoria. Luis advirtió de inmediato que sus guajiritos se expondrían al grave peligro de confundir un poisson, «pescado», donde el sonido de la doble ese es sordo, con un poison «veneno» de ese sonora. Abundan ejemplos mucho más complejos: lo que al oído cubano suena «ban», puede significar «vino», «viento», «baño», «vano» o «banco», según se pronuncien vocales abiertas o cerradas, y consonantes sordas, sonoras o nasales.
Para entrenarlos en no confundirse con la gran polifonía del francés, Irigoyen decidió impartirles nociones básicas de fonética francesa. Optó por ese recurso porque dada la muy insuficiente capacidad fonatoria de sus discípulos, todos habían demostrado poseer una buena inteligencia, al graduarse en agronomía universitaria o como técnicos en institutos tecnológicos; y sobre esa base se propuso enseñarles el alfabeto fonético de la lengua francesa. Así podrían saber con absoluta precisión cuáles eran los movimientos que debían hacer con los labios, la lengua, la glotis, laringe etc…, para pronunciar correctamente cualquier palabra. Esa primera tarea la cumplió al cabo de semana y media al ritmo de seis horas diarias.
El INRA lo había dotado de una grabadora Telefunken con las cintas de un curso muy moderno, producido en Vichy por especialistas en la docencia de francés para extranjeros. Luis aceptó trabajar con ese material para que los alumnos pudieran ejercitarse en las sutilezas de la pronunciación, clave de un buen entendimiento oral. Pero desechó los innumerables folletos de ejercicios incluidos en cada lección, que propiciaban conversaciones y escritos sobre la vida cotidiana en Francia; y al no disponer de las cabinas, ni de la intercomunicación por circuito eléctrico aparejada para que el profesor pudiera oír lo pronunciado por los alumnos, Luis se valió de una manguera de cinco metros. Con ella lograba oír lo que un alumno pronunciaba por un extremo, sin interferencia de la grabadora a alto volumen que difundía para todo el grupo lo dicho por los locutores franceses. Luis podía captar así por el otro extremo de la manguera la respiración, el chasquido y cloqueo de la lengua, y saber si cada alumno en turno de repetir los textos grabados, colocaba la punta en posición alveolar, palatal o gutural; o si abrían o cerraban demasiado los labios. Asimismo percibía a la perfección las consonantes sonoras o nasales y la variable apertura de las vocales. A falta de cabina y sin la manguera, las voces francesas le habrían impedido controlar las repeticiones del alumno en turno.
Como tarea domiciliaria, los estudiantes debían, con la ayuda del texto fonético que Luis les preparaba para cada lección, aprender a pronunciarlo completo y a la mayor velocidad posible.
Durante las clases, quien entrara al aula oía una letanía de fondo, como el rezo de los monjes en sus vísperas y maitines; pero Luis, gracias a su manguera, iba anotando las deficiencias del estudiante repetidor, para luego ayudarlo a corregirlas; y como todo el grupo rotaba en la manguera, las repeticiones del texto se convertían en un provechoso ejercicio colectivo.
Al principio, los alumnos pasaron trabajo para aprenderse las lecciones en sus casas. Luis era muy exigente y los llevaba al galope; porque los seis meses del curso eran muy escasos para lo que se pretendía de ellos. Pero todos tenían gran interés y los resultados del primer trimestre fueron excelentes. El profesor estaba muy satisfecho de lo logrado hasta ese punto.
La manguera, color arena y del grosor de un palo de escoba, resultó al principio algo muy cómico, y hasta obsceno para las muchachas cuando arrimaban su extremo a los labios. Los varones no perdían ocasión de bromear ante el evidente sonrojo de algunas; y en particular, de una bella mulata clara a quien llamaremos Carmita. Pero ninguna se retiró ofendida ni desertó del curso; y al cabo de la primera semana todos comprendieron que la manguera era una herramienta indispensable, sustitutiva de las cabinas de alta tecnología. Pero como los alumnos formaran bonche con ella desde el primer día, la cosa llegó a oídos de los organizadores, y el jefe directo de Luis lo llamó para preguntarle qué relajito se traía él con el tubo de plástico aquel.
Para peor, la esposa de otro dirigente del INRA, profesora universitaria de idiomas, fue a visitarle una clase y se fue hablando pestes de la manguera. Según ella, aquella fonética era locura y el argentino un chiflado antipedagógico que desaprovechaba el excelente material de ejercicios preparado en Vichy por los mayores especialistas en impartir francés a extranjeros con programas audiovisuales. Por fin redactó un informe demoledor y se le entregó una copia a Luis, con una citación para reunirse con ella y un grupito de dirigentes.
Durante esa reunión, Irigoyen se batió como una fiera. Él no tenía la formación de un docente de idiomas, pero como lingüista experimentado hablaba cinco idiomas con fluidez y podía leer una docena. Además, estaba persuadido de tener razón. A la reunión se llevó el cuerpo del delito, y un par de dirigentes aceptaron ponerse un extremo de la manguera al oído, mientras él, a varios metros de distancia, les susurraba palabras inaudibles para el resto. Así logró demostrar que la denostada manguera cumplía muy bien su cometido de aislar el ruido ambiente y permitirle oír lo que cada alumno pronunciaba en simultaneidad con las voces de los franceses.
Luego les explicó que en Vichy, los cursos iban dirigidos a alumnos de todo el planeta. Y aprender francés para un chino que quiera acceder a la gran literatura francesa del siglo XIX, podría requerir cinco o seis años; pero para un hispanófono, nativo de una lengua románica, hermana carnal de la francesa, leer a Víctor Hugo y Balzac se reduce a la tarea de aprender 3 000 palabras. Las restantes 27 000, de vocabulario pasivo en su mayoría, que debe poseer un lector de novelas contemporáneas, se adquieren con facilidad gracias al gran paralelismo existente entre dos idiomas tan emparentados. Y cuando ese vocabulario, en el caso de sus alumnos, se reducía al de la ciencia, leer francés técnico resultaba un juego de niños.
Hablarlo y entenderlo por vía oral, era otra cosa; y de ahí su énfasis por apoyarse en la fonética.
En cuanto a su decisión de desechar la ejercitación del curso audiovisual sobre el vocabulario de la cotidianidad francesa, con el elogio de París, la culinaria, o los quesos, vinos y el arte de la France Éternelle, Luis prefería que sus alumnos fueran capaces de aprovechar al máximo la estancia en Córcega para oír y entender sin confundirse, las clases de los expertos franceses sobre materia agronómica, virológica y todo lo relativo a su trabajo científico.
Total, que la mujer se dio cuenta de que el excombatiente montonero Luis Irigoyen no era ningún exiliado improvisador de pamplinas y ella había metido la pata hasta la cadera al sobreestimar un curso concebido para ensalzar la cultura y civilización francesas, y no para desarrollar la ciencia del Tercer Mundo. No le pidió disculpas, pero dio marcha atrás; y Luis regresó al aula con la manguera reivindicada y su fonética en ristre.
El local donde daba sus clases se hallaba en una casona antigua de Miramar. El curso incluía una lección que transcurre en un supermercado. Una señora escoge alimentos, se acerca a la caja y al flexionarse un poco para pagar, un huevo se le cae al piso. Con su voz de soprano y una civilizada alarma la dama comenta: Oh, j’ai cassé un œuf: «Ay, se me ha roto un huevo». Pero en el aula de Luis, la frasecita dio pie para que algunos graciosos remedaran a la señora con caídas de ojo y vocecitas feminoides. Hubo también algún comentario zafado sobre la naturaleza del huevo que se le rompiera al alumno Fulano o Mengano; y pasados unos pocos días, cuando ya estaban en otra lección, se les quemó el único tubo de luz fría que los alumbraba desde un techo de alto puntal. Minutos después, un electricista encaramado a horcajadas sobre una escalerilla de tijera, hizo un mal movimiento y se fue de lado. Y la hermosa mulata Carmita que lo estaba observando, al verlo en su irremediable caída, solo atinó a taparse la boca, abrir muy grandes los ojos, y antes de oírse el estruendo del porrazo, gritó alarmada: Oh, j’ai cassé un oeuf.
Años después, el exiliado Irigoyen llegó a oficiar como profesor del Departamento de Lingüística y Letras Clásicas de la Facultad de Filología en la Universidad de La Habana, y en una ocasión se valió del exabrupto de Carmita ante el inminente porrazo del electricista, como un ejemplo de los estudios de Noam Chomsky sobre las estructuras profundas del lenguaje y en particular de la poesía; y en otra, para amenizar un seminario sobre lo que mucho antes, Ferdinand de Saussure llamara «la arbitrariedad del signo lingüístico».