Lecturas
Vino al mundo en fecha incierta. Se desconoce con exactitud el día exacto de su nacimiento. Ocurrió en Baní, «rústica aldea dominicana de casitas blancas en un claro del bosque del valle de Peravia, circundado por lomas verdiazules y el inquieto mar». El acta donde se asentó su bautizo desapareció sin dejar rastro. El propio Máximo Gómez la buscó y no pudo dar con ella. «Eso quiere decir que desde la cuna empecé a resentirme del descuido de otros, con que somos víctimas los hombres a nuestro paso por este planeta», escribió. ¿Entonces? «Pero por la edad precisada en la fecha de nacimiento de contemporáneos míos, y por la tradición conservada en la memoria de mis buenos padres, pude averiguar… que nacía allá por el año 36». De manera que este 18 de noviembre se cumplieron 180 años de su natalicio.
Es el octavo vástago y el primer varón del matrimonio conformado por doña Clemencia Báez y don Andrés Gómez. La madre tiene una avanzada edad para la maternidad: 45 años. Su padre, longevo a sus 53, en un medio donde pocos sobrepasan la media centuria, rebosa de orgullo. ¡Un varón! Temprano aprende el niño a cultivar la tierra y pasea por Baní entre carretas y recuas de mulos. Un día su progenitor, en premio a su quehacer en el conuco, «me hizo el gran regalo de un caballito». Lo monta con seguridad y desenfado. «Cabalga, trota, se desliza veloz por la pradera, ejercitándose en insospechada marcha hacia la Historia», escriben Minerva Isa y Eunice Lluberes, sus biógrafas, en Máximo Gómez, hijo del destino (Santo Domingo, 2009). Su maestro y padrino, Andrés Rosón —que es además el cura del pueblo y que propulsa desde el púlpito las ideas libertarias de Juan Pablo Duarte— le enseña a «buscar el grano entre la paja». Mientras en su hogar, que es fragua de valores éticos, los padres, «con disciplina y ternura modelan su carácter, le inculcan un alto sentido del deber y del honor, austeridad y templanza, honestidad y espíritu de abnegación».
A fines de febrero de 1844 se proclama la República Dominicana. Haití no se resigna e invade el país en marzo del propio año. Sigue un decenio en que la violencia se derrama a raudales. Devastadoras revueltas consumen las energías de los dominicanos, quienes derrochan heroísmo en la batalla de La Estrelleta (1845) y soportan la embestida haitiana de 1849, que derivará en las batallas de El Número y Las Carreras. Hay hambre y desolación. El Ejército invasor se apodera de cuanto encuentra a su paso.
En ese ambiente transcurre la adolescencia de Máximo Gómez. Era, se dice, un joven apuesto, con un temperamento entre severo y sensible, con una rudeza entreverada con la ternura. Quiere doña Clemencia que el hijo abrace la carrera eclesiástica. El muchacho la quiere tanto, que no se atreve a contradecirla. Pero su destino, ciertamente, sería otro, y él ya lo vislumbraba.
Resulta imposible en una página seguir paso a paso la vida de un hombre que desafió la muerte en más de 235 combates sin sufrir más que dos heridas y que, a la postre, murió en su cama fulminado por una septicemia, a los 69 años de edad. Es el mayor general Máximo Gómez, General en Jefe del Ejército Libertador. El Generalísimo. El héroe de Palo Seco y Las Guásimas, Mal Tiempo y La Reforma, aquel hombre que jamás «el sol de Cuba calentó un día fuera del campamento o del campo de batalla», según escribió él mismo, a lo largo de toda la Guerra Grande, primero, y luego durante la Guerra del 95, y que terminaría confesando que nada odiaba tanto en el mundo como la guerra.
No tiene, a partir de 1895, cuando desembarcó junto con Martí, un solo minuto de reposo hasta que finaliza la contienda, en 1898. Tres años de duras privaciones, a la intemperie, encima del caballo, durmiendo poco y mal alimentado.
El cuerpo, que llegó a parecer de acero, empieza a resentirse. Escribe: «Hace muchos días que con el pretexto del frío, mi cama es el duro suelo, suavizado con pajas del potrero donde pastan los ganados. La hamaca no me es ya cómoda, como era antes. Y es que la tierra quizás me llame a su seno. Por eso, sin duda, no siento en mi corazón el tormento, sino una ambición, la de ayudar a concluir pronto esta obra de redención, y retirarme a descansar, lejos, si es posible, del bullicio de los hombres, para no ser más víctima de sus veleidades».
Pese a su alto grado, en la manigua su porción es la exigua del soldado. Viste una guerrera oscura que luce el escudo de la República y una estrella de cinco puntas. Su tienda de campaña es una lona y cuando recibe una de seda, que le manda un admirador desde Francia, la corta en pedazos y los reparte entre la tropa. Atadas a la montura lleva sus únicas propiedades: un costurero con hilo y agujas, el álbum con las fotos de sus hijos y un jarrito para el agua y el café. Porta también un atado de cañas que, por las noches, coloca debajo de la hamaca. Con su zumo mitiga el hambre y la fatiga.
Una anécdota lo retrata, como pocas, de cuerpo entero. Vigente ya el Pacto del Zanjón, Gómez se entrevista con el general Arsenio Martínez Campos «El Pacificador», para que, en virtud de lo acordado, le facilite un barco para salir de la Isla. El jefe enemigo le pide que reconsidere su determinación; le dice que hombres como él son necesarios en la etapa de reconstrucción que se avecina y que con tal de que permanezca aquí, menos la mitra de un obispo, está dispuesto a concederle lo que pida. Como Gómez se mantiene inalterable en su posición, Martínez Campos le ofrece entonces medio millón de pesos para que rehaga su vida en el exterior.
Imaginemos la escena. De una parte Martínez Campos con sus insignias de Capitán General y diez o 12 condecoraciones sobre el lado izquierdo de la guerrera impoluta. De la otra, Máximo Gómez casi en harapos que, indignado, riposta de inmediato:
—Recuerde, general, que si usted tiene entorchados, yo también los tengo, y está usted obligado a respetarme. Estos andrajos con los que me ve cubierto valen más que todo cuanto España pueda ofrecerme... Yo no puedo admitir a usted ese dinero.
Avergonzado, pide Martínez Campos a Gómez que le deje algún recuerdo. Saca Gómez de su bolsillo un pañuelo hecho jirones y se lo entrega. Dice:
—Le parecerá poco, pero para mí es mucho, pues es el único que tengo.
Dice Benigno Souza en su biografía de Máximo Gómez que los días que el General pasa en Jamaica son los más crueles y humillantes de su vida. Cubanos radicados en esa colonia británica y que se habían mantenido bien al margen de la guerra, mal informados por las noticias que les llegaban desde Nueva York, acusaban a Gómez de ser el responsable del Pacto del Zanjón y de haberse vendido al oro español; las mismas imputaciones que no demorarían en hacer a Maceo.
No fue Gómez quien propició el Pacto ni lo aconsejó ni lo llevó a cabo. Y se sabe que llegó a Jamaica con una onza de oro en el bolsillo, la que le quedaba de las seis que le prestó su primo, el coronel dominicano Tejada y que el General había compartido con sus ayudantes.
En los alrededores de Kingston, para vivir —tiene mujer y tres hijos— se ve obligado a trabajar como jornalero en una finca. El comandante Manuel Calas, su compañero de armas desde el 68, observa al Generalísimo doblarse sobre la tierra con su azadón y, al recordar al héroe tantas veces vitoreado por sus hombres entre el humo y el olor de la pólvora, no puede contenerse y se echa a llorar.
Uno de los primeros cubanos que acuden en ayuda de Gómez es el general Julio Sanguily. Antes de salir de Cuba, Sanguily entregó su machete, con empuñadura de plata, al que fuera su jefe en los combates victoriosos de La Sacra y El Naranjo, El Jíbaro y el Cafetal González. Ahora, al escribirle desde Nueva York para remitirle 20 libras esterlinas, le ruega la devolución del arma, que quiere conservar como reliquia.
Respuesta de Máximo Gómez: «En cuanto al machete que me pide, solo me queda la hoja. Un día, en que mis hijos no tenían pan, para darles de comer vendí la plata del puño».
El día 16 de diciembre, nueve días después del combate de San Pedro, llega al Cuartel General del Ejército Libertador, en San Faustino, Camagüey, la noticia de la muerte del mayor general Antonio Maceo y su ayudante, el capitán Francisco Gómez Toro, «Panchito». El oficial de guardia despierta al Generalísimo con la breve esquela. «¡Maceo y mi hijo muertos!». Tan conturbado ven al «Viejo» sus subalternos, que tratan de consolarlo recordándole las mentiras que suelen difundir los españoles. Gómez no se llama a engaño. «Algunos de mis compañeros abrigan la esperanza de que pueda ser falsa, pero yo siento la verdad de ella en la tristeza de mi corazón...», escribe. Dos días más tarde se confirma la noticia. Los detalles de la muerte de su hijo lo trastornan.
En el Cuartel General los mambises andan taciturnos, sombríos, en expresión de duelo. Truena la voz del Generalísimo una mañana: «¿Qué silencio es ese? ¿Es acaso porque han caído el general Maceo y mi hijo, su ayudante? ¡Han muerto cumpliendo con su deber y ahora nos toca a nosotros! ¡Aquí debe haber alegría, conformidad y decisión cada vez que cae uno abrazado a la bandera!».
Escribe a María Cabrales, la viuda de Maceo:
«Usted que es mujer, usted que puede —sin sonrojarse ni sonrojar a nadie— entregarse a los inefables desbordes del dolor, llore, llore, María, por ambos, por usted y por mí, ya que a este viejo infeliz no le es dable el privilegio de desahogar sus tristezas íntimas, desatándose en un reguero de llanto».
En verdad está destrozado. Puede aceptar la muerte de Panchito, pero él, que dio tanto machetazo, no cesa de pensar en el golpe del machete que le cercenó la vida. Acongojado, maltrecho, se traslada a Santa Teresa, en Sancti Spíritus, y busca en La Reforma el rancho donde nació su hijo 20 años antes. Ve solo monte.
Escribe a su esposa: «No quise tocar nada, y todo quedó respetado y tranquilo en aquel lugar solitario… Dios me dé tiempo y medios para ir también a derramar una lágrima sobre su tumba».