Lecturas
En la Quinta, una estancia de mi abuelo paterno, yo pasé parte de mis vacaciones escolares de primaria y secundaria en la década de 1940, y de esa época conservo un recuerdo idílico. Mis visitas coincidían siempre con el verano del hemisferio sur y con las cosechas rotativas de trigo, lino, girasol, o con la esquila de las ovejas.
A la estancia acudían a ofrecerse muchos trabajadores golondrinas, o linyeras a pedir albergue nocturno. Y cuando alguien llegaba ya puesto el sol, desde la tranquera gritaba el santo y seña: «Ave María purísima». A nadie se le negaba la entrada y desde adentro se gritaba: «Sin pecado concebida».
Cuando era época de cosechas o esquila, en el gran potrero de acceso a los galpones y al casco de la vivienda, quince o veinte personas se reunían a tomar en rueda el mate cimarrón y a esperar la carne de capón ovejuno que se asaba ensartada en un pincho sobre el suelo. Por las noches, nunca faltaba algún viejo al que todos le oían sus cuentos en absoluto silencio y con la misma avidez de fantasías que del mate y el cordero asado. El cuentero era por lo general algún gaucho viejo que narraba historias de su vida; y mientras el fuego crepitaba y el viento se enredaba en el ramaje de un ombú añoso, árbol emblemático de las pampas, yo, con mis pocos años, estaba ya más hambriento de relatos bien contados que de carne. Los pocos auténticos gauchos sobrevivientes a mediados del siglo XX, eran ya cincuentenarios o más viejos, y nunca abandonaron su vida errabunda ni aceptaron convertirse en asalariados de nadie. Gorostiza y Ruiz Díaz, por ejemplo, pasaban largas temporadas en la estancia de mi abuelo, pues a su lado habían combatido al mando del caudillo Aparicio Saravia en 1904; y según ellos mismos decían, «cuando se apeligra el cuero juntos queda una amistá más juerte que un yunque». Ambos tenían aquí y allá en distintas regiones del país, amigos estancieros que los hospedaban de buen grado; y ellos les amenizaban sus solitarias noches del campo con relatos de los añorados viejos tiempos.
En general, estos gauchos itinerantes sabían adornar con destellos poéticos sus aventuras juveniles de cuando domaban potros, cazaban con boleadoras el chajá (ave acuática grande) y los avestruces, o se enfrentaban a un puma hambriento en la provincia de Misiones; o se enredaban en desafíos y pendencias por apostar al juego de la taba durante las ferias rurales de la campiña oriental, la Mesopotamia Argentina o el sur del Brasil.
Y yo debo reconocer en estos dos gauchos a los forjadores de mi más ambiciosa vocación, que fue la de narrador oral. Sobre todo Gorostiza, un hombre aindiado como la mayoría de los gauchos montaraces descritos en el Martín Fierro; enteco, sesentón largo cuando lo conocí a mis ocho años, pero todavía fuerte y de buena salud. Su magistral dominio de la narración oral y muchas sutilezas de su técnica aprendida en la vida, como asimismo el agudo sentido de saber cuándo había llegado el momento preciso de enmudecer para una prolongada pausa, son en mis recuerdos de hoy, la evidencia de que el gaucho Gorostiza, rústico y analfabeto, fue un agudo psicólogo natural y hasta un poeta talentoso, de esos que en dos palabras te hacen ver las esencias y colores del mundo; y también fortaleció mi aliento cuentístico Simón Terremoto, un lobo de mar, aventurero, marino varias veces náufrago en los Siete Mares, con un amor apasionado en cada puerto. Y septuagenario ya, Terremoto fumaba en pipa y narraba sus historias.
Este personaje de ficción, difundido por la CX 10 Radio Oriental, tenía enloquecidos a todos los pibes de mi barrio montevideano. Y así consolidé yo a tan tierna edad, mi vocación de vivir intensamente, correr aventuras, ser otro lobo de mar, fumar en pipa, llegar a viejo cuanto antes y en cualquier lugar donde el mate corriera la rueda, yo contaría mis peripecias de juventud en lejanos y exóticos puertos.
En 1571, sir Francis Drake conoció el manatí, un cetáceo que habita en aguas antillanas. Y un esclavo negro prófugo de la isla Dominica, le enseñó a ordeñarlo y a elaborar un queso cuyas ralladuras, disueltas en ron y saliva de tabaco mascado, formaban una crema milagrosa que, friccionada sobre un cráneo pelón, estimulaba el crecimiento del cabello en pocos días.
Sir Francis, vasallo y eventual amante de la muy calva reina Isabel de Inglaterra, ordenó una vasta cacería de manatíes, los hizo ordeñar, puso a varios cautivos españoles a mascar tabaco y regresó a Londres con un abundante stock de la valiosa crema.
Her Majesty vomitó durante un trimestre, y algunas veces hasta el desmayo, sin lograr que le creciera una brizna de pelo. Se consideró burlada y en represalia ordenó quitarle el cabello a Sir Francis, con cabeza y todo. Pero cuando estaba cautivo en la Torre de Londres, él hábil filibustero logró sobornar a un par de guardianes y huir disfrazado a Saint-Malo, en la Bretaña francesa donde tenía amigos que le armaron una fragata para hacerse de nuevo a la mar.
Yo concebí la trama precedente como parte de una novela infantil que se frustró; pero la reviví en la ciudad de Saint-Malo, donde pasaba una semana cada año, invitado para participar en un festival literario permanente.
En aquella ciudad amurallada, gris, con sus edificios de negros tejados, otrora muy visitada por piratas y forajidos, se me acercaron unos alumnos de primaria para preguntarme si yo era marino.
Al ver mi tez bronceada en las Antillas, mi melena y barba blancas, y la gorrita marinera regalo de un amigo bretón, me supusieron un veterano capitán.
Los escolares también asistían al festival Les Étonnants Voyageurs (Viajeros sorprendentes), y sus maestros les habían pedido abordar a algún viejo marinero y obtener de él un relato de viajes, destinado al periódico mural de la escuela.
Yo me senté con ellos en una plazoleta e improvisé una rápida adaptación de Drake y la reina calva para adjudicármela como vivencia en la Cuba de 1950, donde una bella dama inglesa, muy distinguida ella y mayor que yo, se enamoró de mí; y sin que ella se diera cuenta, descubrí que era calva. Por una fortuita casualidad logré espiarla al quitarse su peluca envuelta con mucha firmeza mediante un turbante apretado que jamás se quitaba y hasta dormía con él. Y a los escolares bretones les inventé mi repentino propósito de curarle la calvicie, porque yo creía firmemente lo que me revelara un negro, babalao de la santería cubana; y a la inglesa que también creía en mí, se le ocurrió encomendarme la elaboración del queso de manatí. Me dio una importante suma de libras esterlinas para financiar la pesca de varios manatíes, y pagar a un centenar de mascadores de tabaco que me llenaran una tina de escupitajos. Me dejó asimismo dinero para viajar por avión a Inglaterra y llevarle unos treinta quilos de queso de manatí.
Yo cumplí mi parte, viajé a Londres y le entregué el remedio para su calvicie. Y a ella le pasó lo mismo que a la reina Isabel de Inglaterra. Se le acabó la paciencia y al ver que su bocha seguía tan pelona como siempre, ordenó a sus secuaces matarme, porque sin yo saberlo, la distinguida dama resultó jefa de una pandilla de importadores y traficantes de opio; pero yo alcancé de milagro a evadírmeles y tras mil peripecias llegué a Saint-Malo donde tenía amistades que me ayudaron a esconderme de la furia asesina de la inglesa calva.
En el 2016, a mis actuales 83 años, al hacer un breve balance de mi vida, me complazco en haber logrado metas valiosas; pero reconozco con tristeza haberme frustrado en otras.
En mi inventario de logros, antepongo el de haber llegado a octogenario; también satisfice durante varios años mi infantil deseo de fumar en pipa; también he sido reconocido por mis libros, como un narrador destacado, con muchos y valiosos premios literarios, cubanos e internacionales.
Entre mis frustraciones, no logré ser un narrador oral como ambicioné de niño; ni he vivido intensamente; ni jamás me ha formado rueda un grupo de apasionados oyentes a oír mis peripecias y avatares; pero en verdad, esas son frustraciones leves; mi gran fracaso en la vida es no haber podido ser un lobo de mar, sobreviviente de naufragios, batallas contra piratas y beneficiario de amores pasionales en lejanos puertos. Estuve al borde de un naufragio al salir del puerto de Buenos Aires en 1953, pero no puedo decir que naufragué, como tanto deseara. Tampoco me asaltó un pirata. En cuanto a mis proyectados amores pasionales tuve uno solo pero no en un puerto lejano sino en San Cristóbal de La Habana; y enhorabuena, porque fue con mi actual esposa.
Enhoramala, la vida me llevó por otros rumbos y nunca pude ser el lobo de mar de mis delirios infantiles. Solo alcancé a convertirme en un asiduo lobo de bar, pero nunca eché un cuento a mis compinches borrachones. Prefería oír los de ellos, y algunos eran graciosos e inspirados.