Lecturas
1
Al Café Sorocabana de la Plaza Cagancha acudía desde los años 40 la intelligenzia montevideana, incluido el lumpen cultural; y con ellos se mezcló también un inopinado espectro de personajes que nada tenían de intelectuales.
Sentados en torno a la misma mesa uno podía encontrar militantes de izquierda y de derecha; anarcos, católicos y comunistas; trotskistas y burgueses; poetas y negociantes; prostitutas y teósofos, astrólogos y rufianes.
Llegaba con frecuencia Cabrerita, esquizofrénico agresivo, pintor autodidacta, criado en orfanatos o a la intemperie. Solía saludar al que fuera, con algún insulto: «¿Cómo te va, cagatintas?» o «¿Qué es de tu vida, burgués de mierda?». Otras veces llegaba con hambre y sonrisas; extendía una mano mugrienta que al estrecharla resultaba pegajosa como su voz, y ofrecía, al precio de un café con leche, un dibujo suyo que hoy valdría 500 dólares. Una poetisa chiflada, muy pálida y flaca, solía entrar oronda tironeando a su langosta Enriqueta, amarrada a una cadenita de cascabeles y emperifollada con moños de colores. La noble mascota, según su dueña, no ladraba ni aullaba, ni juntaba pulgas, y conocía todos los secretos del mar.
Llegaba el Homociclo en su silla de ruedas, y anunciaba que ese día había comido y estaba dispuesto a discutir de lo que fuera con el más pintado.
Un amplio rincón al fondo, lo ocupaban los exiliados de la Guerra Civil Española, anarquistas y bolches, peleados a muerte entre sí, que solían protagonizar discusiones y broncas de piñazos y patadas. El incidente más sonado ocurrió al reventar uno de ellos una bolsa con excrementos sobre la cara de otro que, asqueado y groggy, solo atinó a lavarse en una pila de cristal donde nadaba un pececito muerto al otro día, intoxicado el pobre. Poetas del café le compusieron himnos y epitafios, y un exclérigo expulsado de la Compañía de Jesús por simoníaco y sodomita, le cantó un réquiem en latín.
Aquel antro era sobre todo pródigo en la canalla de los buscadores de la verdad absoluta, que con una Biblia o El Capital bajo el brazo te acosaban a preguntas.
2
El Nacho se atascaba siempre en una efe. Cuando empezaba a tartajear y decía por ejemplo: «Mi f…, f…, f…», a la gente que no lo conocía le daba pena y para ayudarlo a destrabarse, según el contexto, le sugerían «filosofía», «fe», «familia»; pero el Nacho con el dedo decía que no y al final soltaba un inesperado «mi novia» o «mi ropa». Aquel hombre de 24 años, tan bien parecido, siempre muy atildado, sutil filósofo y politólogo, contrastaba con el gago Álex, que siempre se atascaba en una vocal y su modo de desatascarse era subir el tono musical; de modo que si repetía cinco veces «a…», el primer intento era un do, el segundo un re sostenido, el otro un fa y por fin en un grito muy agudo reventaba la vocal renuente en un sol, o un la que perforaba el estruendo compacto del café.
Lo muy curioso de estos dos insignes gagos era que ambos seducían mujeres. El caso del Nacho era comprensible, porque solía estar varios días sin tartamudear. Sin duda alguna, las mujeres se rendían a su inteligencia y apostura viril; pero Álex, en extremo flaco, con granos en la cara, lleno de tics eléctricos y torsiones del cuello, parecía un debilucho, aunque ninguno de los forzudos del Soro le ganaba a pulsear. Y lo más sorprendente era que su dramática tartamudez no le generase complejos ni inhibiciones. Perseguía a las mujeres, y le gustaba alardear de sus conquistas. A cada rato se aparecía con alguna. Solían ser mujeres agraciadas y las cambiaba con frecuencia. Él explicaba por ejemplo, que para iniciar una relación le venía bien cualquier sitio. Podía ser en una fiesta, en la calle, en un parque, en una playa, en un velorio; y cuando una hembra atractiva montaba en su mismo ómnibus, Álex la atacaba de inmediato y de frente.
Yo supuse que era un mitómano. Me era inconcebible que un hombre sin ningún atractivo físico, con sus anomalías de tics y gaguera, pudiera seducir a nadie; pero ganaba mucho dinero por ser un cotizado engarzador y burilador de joyas; y yo di por seguro que más bien sus billetes seducían a las meretrices caras que exhibía en el café. Sin embargo, un día se apareció con una morocha hermosa que, sin duda, no era una buscona ligera de cascos y me alborotó la curiosidad. ¿Cómo habría hecho aquel tronco de gago, con sus muecas y su fealdad, para levantar una mujer así? Y en la primera ocasión a solas, me puse a tirarle de la lengua para indagar si empleaba alguna técnica particular de abordaje.
Él me explicó que su única técnica era la na... a... a... aaaaaaturalidá. Nadie podría figurarse que semejante recurso, en un autobús repleto, tuviera nada de natural; pero él insistía en que así procedía y con todo respeto les preguntaba si ellas sabían cuá... a... a... aaaaaántas paradas faltaban para la plaza I... i... iiiiindependencia.
3
Una noche acompañé a una hermana mía y a nuestra prima Livia, ambas veinteañeras y buenas mozas, a un cine cercano al Sorocabana. Y como ambas me habían oído comentarios sobre la fauna de aquel antro, se antojaron de conocerlo y yo las invité a tomar un helado.
A esa hora de la noche el Soro estaba siempre repleto, pero me hizo señas un amigo con varias sillas disponibles en su mesa. Ahí nos sentamos, y a los dos minutos llegó el Nacho, que pidió permiso para sumarse, y casi de inmediato apareció Álex.
«Uy, qué lío» —pensé al verlos juntos.
Más que por falta de sillas, yo creo que los atrajeron las muchachas. Mi prima, muy segura de sí misma y muy ecuánime, quedó entre los dos gagos. Y por supuesto, Álex fue el primero en abrir fuego con su naturalidad, que esa noche la tenía desaforada; y al cabo de dos minutos, mi primita, al verlo arrimársele a un palmo de distancia y soltar aquellos gritos, me miró angustiada. Era la alarma de un náufrago que imploraba socorro. Y no era para menos.
Mi hermana tuvo más suerte, porque el Nacho andaba por esos días muy controlado y al conversar con ella no soltó ninguna efe. Pero aquella noche salí de dudas sobre el caso de Álex y sus estruendosas conquistas: era cierto que las emprendía como acababa de demostrarlo. Y si todos los días enfilaba sus cañones contra muchas mujeres, era posible que dentro de los grandes números, ligara un cinco u ocho por ciento. Algunas cederían bajo el efecto de un terror hipnótico, o por masoquismo, o por una malsana curiosidad, o por puro aventurerismo. Vaya uno a saber…
La pobre Livia, al tenerlo tan arrebatado y cercano, se orinó del susto. Su mirada angustiosa reflejaba la urgencia por huir de aquel gritón eléctrico; pero sufría al mismo tiempo la enorme y anticipada vergüenza de saber que sus orines de un momento a otro caerían sobre el piso. La salvó entonces la extrema perspicacia del Nacho, quien por hallarse muy pegado a ella, sintió sobre sus zapatos el goteo; y al verle a Livia su cara de espanto y atar cabos, captó al vuelo lo que ocurría; y tras fingir un descuido, le empujó un vaso de agua sobre la falda. De inmediato la ayudó a levantarse, y mientras le pedía disculpas, retiró la silla empapada, al parecer por agua, y con su pañuelo se puso a secarla. Ella, salida de su estupor y angustia, se valió del pretexto para ir al baño con mi hermana y luego justificar su partida sin siquiera despedirse.
4
Solo un observador muy penetrante como el Nacho pudo captar, en segundos, el horror reflejado en los ojos de mi prima ante los gritos en La sostenido de Álex. Y el vuelco inmediato de aquel vaso demostró también su osada rapidez para concebir y ejecutar ideas salvadoras, como ya lo habían demostrado sus precoces publicaciones y aportes integracionistas para convertir a América Latina en la Patria Grande que soñara Bolívar.