Lecturas
En el Hurón Azul de la Uneac, para libar a bajo costo, yo me reunía con un grupito de escribas borrachones. El talentoso dramaturgo José Ramón Brene, hombre humilde, bondadoso, muy lúcido y de frases oportunas, mencionó una vez ciertas desventuras suyas que lo llevaran a convertirse en un alcohólico impenitente, y se declaró el mayor comemierda de Cuba. Y yo, con ánimo de aliviarlo un poco y compartir su tristeza del momento, aduje que ese título lo merecía yo; y para demostrárselo le conté la siguiente historia.
En los años 80 Armando Hart, entonces ministro de Cultura, solía invitar a escritores a apreciar de cerca ciertos logros económicos e industriales de la Revolución, con idea de inspirarnos a escribir sobre ellos. En una ocasión se programaron tres días en los alrededores de Cienfuegos. En la lista de invitados figuraban Pablo Armando Fernández, el vasco Eguren, Manuel Cofiño, Rafael Alcides, Marilyn Bobes, Osvaldo Navarro, Miguel Mejides, Sergio Chaple, y una decena de jóvenes literatos con sus novias. Se nos anunció que visitaríamos una central termoeléctrica de tecnología soviética en construcción, una enorme planta productora de fertilizantes, obras portuarias, fincas agrícolas, escuelas, hospitales. En todas partes, nuestro compromiso ante el MINCULT era asistir a coloquios con miembros de la dirigencia y el sindicato. Luego se nos ofrecería algún refrigerio.
Ya en Cienfuegos, durante la segunda mañana nos anunciaron la visita a una quesería de Cumanayagua y Rafael Alcides me comentó que esa debía ser la fábrica que produjo el famoso queso de la Reina.
––¿Y cuál queso es ese? ––le pregunté yo.
––Coño, Chava: no puedo creer que un escritor de novelas de espionaje no conozca esa historia.
Y me explicó que el municipio de Cumanayagua mantenía viejas relaciones con la corte británica, consumidora de uno de sus quesos de excelencia. Yo me pregunté qué excelencia podría ofrecer Cumanayagua a los paladares de Buckingham Palace, tan cercanos a las 500 variedades de exquisitos quesos franceses, holandeses, españoles e italianos. Pero como soy una persona ingenua, muchas veces rechazo las advertencias del sentido común contra posibles falsedades que me gustaría fuesen ciertas.
Por la noche, un historiador cienfueguero, a pedido de Alcides, me informó que Winston Churchill, antes de hacerse famoso visitó Cuba y se aficionó al tabaco de Pinar del Río y al queso de Cumanayagua; y durante el reinado de Eduardo Séptimo, su hijo, el futuro Jorge Quinto, probó el queso en casa de Churchill y lo recomendó a su familia que lo aceptó en pleno; pero a principios de los años 60, la hostilidad de los EE.UU. contra la Isla los indujo a interceptar el anual envío de 200 kilos del Queso de la Reina con idea de envenenarlo para luego divulgar que en Cuba habían enloquecido y decidido liquidar a la dinastía real británica. Patrañas de este tipo eran creídas y divulgadas por los anticomunistas de entonces. Se llegó a decir que la Revolución planeaba quitar la patria potestad a los padres y enviar a sus hijos a la URSS para ser convertidos en corned beef y embutidos varios.
El siniestro plan de la CIA no llegó a consumarse gracias a la contrainteligencia cubana que impidió el arribo del tósigo a Londres; pero cuando quedaron los hechos al desnudo, la CIA salió ganando porque sus sempiternos aliados creyeron, o fingieron creerse, la versión gringa y desestimaron la cubana.
Como es lógico, aquí se optó por no magnificar la infamia y echarle cuanto antes tierra al asunto. Y muy poca gente conoció en Cuba los detalles del macabro intento.
Al día siguiente de informárseme todo aquello, unas 20 personas visitábamos la quesería, y en una nave, un técnico nos estaba explicando cierto procedimiento para la elaboración de un queso verdoso presentado en horma octaédricas. Para catar su sabor, una empleada pasó con una bandeja y nos lo dio a probar en generosas cuñas. A todos nos gustó mucho. Yo lo encontré muy parecido al Gouda y pensé que no solo merecía hallarse en las despensas de Buckingham Palace, sino en todas las cortes reales y casas de gobierno en países del Primer Mundo.
En determinado momento, Alcides interrumpió al expositor para preguntarle si ese era el...
––¿Usted se refiere al Queso de la Reina? ––lo interrumpió el técnico.
Y tras un gesto de contrariedad, con evidente irritación, el hombre le dijo:
––Sí, es este; pero eso es todo lo que puedo decirle.
––Es que yo quería saber...
––Por favor, compañero, olvídese de eso y déjeme seguir explicando su elaboración.
Cuando montamos en el autobús de regreso al hotel, oí que el vasco Eguren, sentado detrás de mí, llamaba a Alcides y se ponía a regañarlo:
––Coño ¿tú eres bobo, chico? ¿No ves que esa preguntica tuya va a provocar que ahora vuelvan a decir que los escritores somos una partida de conflictivos?
––¿Y acaso está prohibido hablar de eso?
––Yo no sé si está prohibido, pero al técnico lo encabronó tu pregunta y por algo sería. Pero como tú eres un indiscreto, querías seguir...
––Ese tipo es un comemierda, y tú un comunista Neanderthal. Y yo no estoy aquí para aguantar ahora tus teques de comisario político estalinista.
Mientras seguía la discusión, Mejides, sentado a mi lado me daba codazos y me decía en voz baja:
––¿Ves? Ya empezaron con la mariconá.
En ese momento, yo sentí angustia y al intervenir para aplacar los ánimos, propuse que en vez de alterarnos, debíamos escribir una novela colectiva.
Pablo Armando y Cofiño me apoyaron, y otro sugirió que yo, como escritor de aventuras políticas, debía concebir una trama, definir los respectivos contenidos y luego distribuirlos entre los participantes.
Yo me lo tomé muy en serio y pregunté si en el Ministerio del Interior estarían dispuestos a suministrarnos información; y en una especie de colectivo autoral improvisado, se aprobó que yo me dirigiera a la Dirección Política del Minint e hiciera la consulta en persona.
A esas alturas yo mismo me había entusiasmado tanto que concebí una trama en dos momentos: meteríamos un romance de Churchill con una lugareña; y en tiempos modernos una intriga de la CIA para desacreditar a Cuba y forzarla a incumplir sus compromisos, al tiempo que por la vía diplomática se presionaría al gobierno de Her Majesty para abandonar toda relación comercial con la isla comunista.
Aprobados con aplausos los dos períodos de mi trama, llegamos a nuestro hotel de Pasacaballos donde yo seguí dándole vueltas a la idea.
Después de la cena me interceptó un cincuentón que se presentó como capitán del Ministerio del Interior y jefe de la seguridad del hotel. De paso me informó que cuando el caso del queso envenenado, él fue uno de los investigadores enviados a la planta de Cumanayagua para interrogar al personal; y yo aproveché para preguntarle si él creía que el Ministerio aprobaría una novela que tratara el asunto del sabotaje.
Él se encogió de hombros, me dijo que no podría afirmarlo, pero estimaba que nada perdería yo con intentar.
Durante la tarde del regreso a La Habana, cuando los supuestos coautores vieron los crecientes bríos con que yo me metía en aquel laberinto y ante mi decisión de presentarme al Minint para indagar sobre el inexistente affaire del Queso de la Reina, se apiadaron de mí, y de paso por Guanabo me llamaron al fondo de la guagua y me confesaron que todo el asunto del queso de Cumanayagua era una engañifa del grupo para ver hasta dónde llegaban mis impulsos creativos.
Me explicaron que el historiador, el técnico de la quesería, y el jefe de la seguridad del hotel, se habían complotado para contribuir al verismo de la historia: en realidad no habría novela colectiva ni yo necesitaba para nada ir al Minint: gracias a mi pasión narrativa y fertilidad, ellos le habían dado el empujoncito inicial a una excelente trama en la que debía continuar yo solo.
En realidad eso me alegró, porque entusiasmado con el proyecto que ahora sería de mi exclusiva incumbencia, avizoraba buenas posibilidades para una novela muy original y divertida.
Esta fue mi narración a José Ramón Brene aquella noche en el Hurón Azul, y él insistió en ser un gran comemierda pero no tanto como yo. Y desde entonces cuando me lo encontraba acodado al mostrador de una taberna cercana al Icaic, o sentado en un murito de la calle 12, tomando guarfarina casera junto a otras esponjas del barrio, de acera a acera me gritaba:
—Chava, tienes el uno en la cola.