Lecturas
Cuentan los más viejos que el estallido se sintió en toda la ciudad y, para no pocos, fue la oleada definitiva del tan temido Armagedón. Varios quedaron congelados ante la gigantesca voluta de humo y llamas que se extendió hacia el cielo, como un grito en medio del silencio. El estremecimiento vino desde los adoquines y colonizó los cuerpos. La lluvia caía en lanzadas frías mientras los gritos iban incrementándose, como si salieran poco a poco de la cueva del terror. Era increíble, pero el sonido de la calma no auguraba solo el sobresalto de la pesadilla en fuga: reservaba un montón de escombros, restos humanos esparcidos a medio quemar y el rostro, humeante y putrefacto, de la codicia.
Una compañía de zarzuelas vencía ya su segunda semana en la cartelera del teatro Tacón. Algunos jóvenes se reunían en la acera y las mesas del café El Louvre para fumar un cigarrillo o discutir los últimos acontecimientos de la política metropolitana. Se respiraba una calma llena de ansiedad. A pesar de la paz, la guerra por la independencia no era una utopía y cada día amanecía con esa cargada sensación de haber dormido sobre un barril de pólvora... cuya mecha se empeñaba en no languidecer. Mayo iba apagándose y las lluvias primaverales sacaban sinfonías nocturnas al caer sobre el empedrado. Los serenos, enfundados en capas impermeables, levantaban con envidia sus sombreros alones hacia las ventanas de las casas señoriales por las que salía un tentador aroma a chocolate.
Uno de ellos iba pregonando las diez de la noche de aquel sábado 17. Cuando enfiló hacia Lamparilla para dejar Mercaderes le pareció ver humo saliendo por debajo de unas puertas. Adentro estaba todo oscuro y en la fachada de un solo piso se leía: Almacén de Ferretería. Isasi y Cía. Después todo fue muy rápido. La alarma se extendió como pólvora, pues se sabía que el dueño del establecimiento había comprado todo un carretón en el polvorín de La Fuerza. Las sirenas comenzaron a sonar. Los teléfonos conectados a las estaciones de bomberos empezaron a timbrar. No faltó mucho para que los jóvenes de El Louvre callaran como por ensalmo y se dirigieran al cuartel contiguo al teatro Tacón, donde el estupor hizo suspender la función. El código morse señalaba la agrupación en la que se había detectado el incendio.
Los Bomberos del Comercio No. 1 y los Bomberos Municipales se desplegaron a rebato. Los exploradores escogieron las puertas a batir con las hachas. Parecía que se habían puesto de acuerdo, porque no hubo peleas más allá de alguna que otra mirada de recelo. Desde todos los puntos acudían bomberos a medio vestir, buscando órdenes de sus superiores, apostados en la calle Lamparilla, justo frente a la pared lateral de la casa siniestrada. Las llamaradas terminaron de abrir las puertas y ondearon procelosas. El humo negro enlutaba el aire y las bombas empezaron a resoplar de tanta presión. Entre voces y arengas, los curiosos se agolparon sobre el perímetro que trazó el Orden Público. Uno de ellos alquiló un coche y se dirigió hasta el Vedado. Tocó la puerta hasta que un cincuentón desaliñado le abrió todavía en batín. «El almacén de su ferretería está en llamas, señor Isasi... ¡pronto..!».
Intentó confundirse con la muchedumbre, pero una serie de empellones cercanos atrajeron la atención del celador de barrio. Lo reconoció enseguida. Una pareja lo sacó de entre la gente. Todavía vestía batín y miraba azorado a todas partes. Mientras el celador le interrogaba, uno de los policías extrajo un pasaje para el barco que zarparía hacia España dos días después. El fuego se intensificó y la gente se agitó. La confusión no dejaba oír nada. Un bombero del Comercio se acercó corriendo. «¿Usted es el dueño?», preguntó. «Tenemos que entrar… ¿hay peligro?». No tuvo que pensar la respuesta. Casi que esperaba la pregunta. Un frío de pavor le recorrió la espalda. «No..., balbuceó, no hay peligro». Al poco rato, una monstruosa bola de fuego lanzó el mundo hacia arriba.
La prensa de la época, especialmente el periódico La Discusión, no se limitó para reseñar las características de la hecatombe, como ya le llamaba la gente. Con veracidad resaltó que los cristales de varias casas a la redonda se despedazaron tras la explosión. Los días posteriores fueron angustiosos. Los bomberos sobrevivientes se enfrentaron a una montaña de escombros con la esperanza de rescatar con vida a sus compañeros sepultados. El almacén se derrumbó totalmente y una de sus paredes aniquiló instantáneamente a toda la plana mayor de los dos cuerpos de bomberos que dirigían la extinción. La confusión se adueñó de todo, bajo una pertinaz llovizna. Ante el peligro de herir a alguien, los rescatistas escarbaban a mano limpia, remarcando la escena de profundos tintes de impotencia. Algunos, como el periodista Ricardo Mora, de La Discusión, después de 20 minutos bajo los escombros, emergió solo con algunas heridas. Bajo su cuerpo expiró el capitán de Bomberos del Comercio, Francisco Ordóñez.
Siempre se mantuvo la teoría de que había sido la ferretería de Juan J. Isasi la que se había incendiado y que la explosión se debió a la dinamita que atesoraba. Ambas afirmaciones son inexactas. Gracias a un croquis de la policía, publicado por La Discusión el 26 de mayo, se puede constatar que el No. 24 de la calle Mercaderes estaba asignado a un inmueble arrendado a Juan J. Isasi, quien lo usaba como almacén de los productos que vendía en su ferretería, que radicaba en la acera de enfrente. Asimismo, el diario habanero destacó la colaboración de cuatro peritos extranjeros —dos franceses y dos ingleses— convocados por las instancias gubernamentales para investigar el hecho. Los dos informes, también resumidos por el rotativo, coincidieron en que el estallido había sido provocado por dinamita y no por la pólvora.
Junto con los cadáveres de las víctimas, que muchas veces aparecían brutalmente mutilados, empezaron a emerger de los escombros las pruebas de una mentira y lo que podría ser el perjurio de un propietario negligente. Las investigaciones policiales, seguidas por la prensa, arrojaron evidencias de que Isasi traficaba con dinamita, violando la ley colonial, y que la cantidad de pólvora que compró días antes era desproporcionada con relación con la que compraba normalmente. También se supo que su esposa e hijos habían llegado a España desde hacía una semana y él pensaba reunirse con ellos. Además, coincidentemente, el mismo sábado 17 Isasi renovó la cuantía del seguro contra incendios que estaba por expirar, lo que despertó las suspicacias de los investigadores, pues el contrabando de dinamita podría responder a una situación hipotecaria o una carrera contra la bancarrota.
Isasi no confesó nunca. De hecho, tuvo la oportunidad de evitar la muerte de los bomberos, los agentes de Orden Público, los marinos y los civiles, pero prefirió afirmar que no había peligro, cuando estaba consciente de lo contrario. ¿Nerviosismo? ¿Miedo al peso de la ley? ¿Desesperación? La literatura de la época, especialmente el costumbrismo y la obra Don Aniceto, el tendero, de Ramón Meza, demuestran que provocar un incendio para evitar la ruina era una práctica usual. Muchos son los ejemplos de casos semejantes. Algunos salían a la luz y otros no. El caso de Isasi quedó en las sospechas, pues, después de un dilatado juicio, salió indemne pagando 25 000 pesos fuertes de su incólume peculio y escapando con impunidad por la rada habanera hacia la Península. Para borrar todas las huellas desapareció el legajo del proceso judicial...ni el Archivo Nacional de Cuba cuenta con una copia ni noticias de este.
La ciudad se llenó de luto. Los periódicos publicaron las historias de los fallecidos: el que convalecía enfermo y dejó su lecho para enfrentar el incendio, el que desoyó las súplicas de su familia y salió a toda carrera, el que momentos antes jugaba con su bebé recién nacido para dejarlo con su madre y partir a dirigir a sus hombres, el aspirante a Bombero del Comercio que solo debía comprar un par de herramientas para ingresar oficialmente, el cónsul de Venezuela que acompañó a su amigo habanero a extinguir las llamas, el marino que estaba de paso por la urbe, el Teniente Coronel que estaba próximo al retiro y se expuso demasiado. Ya se sabía que Isasi había viajado a España sin castigo, ya se sospechaba que había provocado el incendio y que el único en ir a la cárcel fue un infeliz empleado inmigrado.
La tristeza cayó sobre las calles junto a la lluvia como un llanto incontenible. Los dependientes de la cafetería Habana, la que pervive aún, repartían meriendas y refrigerios gratuitos a los rescatistas. Los dispensarios despachaban medicinas e instrumental sin costo alguno. Los vecinos atendían a sus valientes y lloraban a los que brotaban de los cascajos sin vida. Se organizaron misas, funciones artísticas de beneficencia, homenajes, colectas públicas para ayudar a las familias afectadas por la pérdida de su principal proveedor de recursos. Hasta los presos comunes de la Cárcel de La Habana acudieron al lugar del siniestro. Incluso se recibió un mensaje de condolencias y ánimo de la mismísima Reina de España. Las contradicciones entre cubanos y españoles se aplazaron momentáneamente y la política dio paso a aliviar el dolor y restañar las heridas.
Los periódicos realizaron cuantiosas donaciones. Sus ventas se habían disparado gracias a la amplia cobertura de los hechos. El fotorreportaje logrado por José Gómez de la Carrera, Higinio Martínez y Juan Francisco Steegers pasaría a la historia como el primero del periodismo latinoamericano. El entierro salió del Palacio de Gobierno, hoy Palacio de los Capitanes Generales, con toda la pompa de un gran acontecimiento. La procesión iba integrada por las principales autoridades políticas, militares, económicas, religiosas y sociales de La Habana. Hasta desde provincias como Matanzas acudieron bomberos para despedir a sus hermanos. A lo largo del trayecto, los pobladores se alineaban en las aceras para despedir con un silencio respetuoso a los cuerpos de los bomberos llevados sobre sus bombas de vapor hacia el cementerio.
Las donaciones continuaron fluyendo de todas partes. Tamaña cantidad permitió sufragar la construcción de un conjunto monumental que sirviera de panteón para los cuerpos de las víctimas. Las obras comenzaron en 1892 y en 1897 fue inaugurado el que todavía se erige como el más alto de todo el camposanto. Ni el mismísimo Capitán General, Valeriano Weyler y Nicolau, a pesar de su proverbial desprecio por los cubanos, pudo abstraerse de asistir a esa conmemoración. Allí colocaron los osarios en sus nichos y todos los años los herederos de aquellos héroes, héroes ellos mismos, acuden a la esquina de Lamparilla y Mercaderes, así como al panteón para rendirle tributo de eterna recordación.
Según un proverbio africano, de un montón de excrementos sobre la tierra puede salir una planta maravillosa y de la traición de Isasi brotó uno de los hechos más altruistas de los bomberos cubanos, quienes ganaron así un lugar insustituible en la conciencia de sus conciudadanos, los mismos que los ven hoy marchar en silencio en pos de salvar vidas humanas y recursos materiales, sin más escudo que su valor, su honor y su disciplina. Fue hace 120 años, pero se repite constantemente, hoy y siempre.