Lecturas
A la edad de 81 años, me soñé remando en un bote por el río Hudson, mientras un nutrido bombardeo destruía la ciudad de Nueva York; pero los estallidos y derrumbes se oían en sordina, acallados por una ubicua voz de mujer joven que cantaba himnos anunciadores del Juicio Final y el advenimiento del prometido Reino de los Cielos. Aquella música solemne y su apocalíptico texto contrastaban con la sencilla diafanidad del habla popular cubana y me penetraban como un fogonazo de luz alentadora.
Los bombazos reventaban acá y allá. Por acullá alzábanse llamaradas variopintas; y allende del fuego se desplomaban rascacielos, iglesias, monumentos.
Pocas semanas después, un idéntico timbre femenino y la misma sonora nasalidad me despertaron con un ansioso sobresalto de la duermevela que me impusiera un aburrido programa musical de la televisión habanera. Sin ninguna impostación, desentendida de toda preceptiva, una trigueña cantaba al fondo de la pantalla con la habitual laxación deslabializada del habla antillana. Y al aparecer, en un primer plano del rostro reconocí a la bella Tanmy, una violinista y cantante, amiga de mis hijos, cuyas dotes musicales ellos admiraban y yo nunca había oído.
Le pedí enseguida a Mario, mi cuartogénito, que fuera a buscarla con urgencia porque algo rarísimo me había ocurrido al oírla por TV. Él me la trajo, con su violín, tarde en la noche. Y al oírla en vivo, me sobrecogió una emoción como jamás sintiera con los cantantes de mi adoración: Carlos Gardel, Marian Anderson, Manolo el Caracol, Ella Fitzgerald, Edith Piaf y Cecilia Bártoli.
Tiempo después, un psiquiatra me explicó que soñar en colores es propio de neuróticos, y la intensa policromía de mi delirio en el Hudson parecía indicar un caso muy agudo. Y mi desmedida emoción al oír a Tanmy en vivo apuntaba a una reminiscencia del timbre de mi madre a sus 22 años, poco antes de darme a luz, o de otro ser querido cuya cercanía me resultaba muy reconfortante.
—Misterios del alma humana que por ahora no sabemos explicar —dijo el psiquiatra.
Según él, ese timbre que nunca olvidé, debió aplacar mis angustias de hace 81 años, durante mi acuática vida fetal; y ahora, exactamente el mismo timbre, el de Tanmy, me aplacaba otras angustias sobre las aguas bombardeadas del Hudson.