Lecturas
A principios de los años 90, yo estuve hospedado durante varios días en una casa de campo al sur de Barcelona, propiedad de viejos amigos catalanes, cuyo primogénito, un muchachón de 26 años, ingeniero industrial, fue mi única compañía en aquel paraje, durante un fin de semana muy coloquial. Yo había visto crecer a Diego, y él me trataba con la cariñosa confianza de un pariente.
Yo me había encerrado allí para pulir algunos cuentos que me pidieran mis editores; y el muchacho necesitaba alejarse de la mundanal Barcelona, con sus compromisos juveniles y frecuentes trasnochadas, para recuperar horas de sueño. Y había llevado unos videos para ver partidos del Barça en sus pausas de vigilia.
Ese domingo cayó la fiesta de Santiago Apóstol, y a media mañana me atrapó la televisión catalana que retransmitía un ritual celebrado en la catedral de Santiago de Compostela, en el momento en que se columpiaba el botafumeiro.
Así llaman en lengua gallega a un gran incensario que debe tener metro y medio de altura; y mediante una soga muy larga, lo cuelgan del techo en el punto donde se cruzan las dos naves de la iglesia.
Hoy en día aquel espectáculo obedece, sobre todo, al interés de los clérigos por mantener una tradición jacobea1 secular.
Para dispersar el incienso en todo el templo, los religiosos halan de la soga y la balancean desde la arcada derecha hasta la izquierda, en un recorrido de quizá 30 metros.
Siglos atrás, aquel humo blanco desinfectaba a los fieles, en su mayoría hediondos y portadores de plagas contagiosas. Las romerías traían todos los días del año, pero sobre todo en verano, una caterva de enfermos menesterosos con sus liendres, piojos, pulgas, chinches, niguas, garrapatas y un surtido de peligrosos contagios. Traían también la luminosa esperanza de su curación por obra del milagroso San Tiago.
Yo, extasiado ante el televisor, ni siquiera advertí la llegada de Diego, que se proponía ver un video futbolístico; y al preguntarme si podía cambiar de canal, le rogué dejarme ver aquella maravilla, a ver en qué terminaba.
Él me respondió burlón:
—Joder, tío, eso termina siempre en una misa de los cojones.
Y se encaminó a ver su video en la habitación vacía de sus padres. Diego no sentía ningún respeto por la Iglesia y estaba harto de las dominicales misas televisadas. ¿Qué podía esperarse de un hijo de ateos que, en la sala de su casa en Barcelona, ostentaban con orgullo un cuadro enorme del legendario anarquista catalán Buenaventura Durruti?
Esa noche yo cociné y cenamos juntos. Él se hallaba todavía eufórico porque dos semanas antes, el Barça había goleado a un equipo inglés. Cuando se puso a elogiar su club como el mejor del mundo, yo me burlé de que la mitad no fueran catalanes, y ni siquiera españoles. Consecuente con mis criterios, le expresé el rechazo a ese fútbol mercenario, metalizado, sin patria ni honor. Lo único que servía en la Liga Española era el Atlético de Bilbao, donde solo admitían jugadores vascos. Y en revancha, él se burló de mi entretenimiento con el botafumeiro.
—No sé qué le ves a eso, coño— me dijo.
Y yo, con cierta altanería, le respondí que aquel péndulo humeante me proporcionaba cine; y era lógico que él no viera nada más que el balanceo de un trasto, porque nadie entiende lo que ignora.
El muchacho, ya entonces un graduado de ingeniería industrial, adujo que él solo veía un puñetero metal meciéndose y formando aquel follón de humo en la iglesia.
—Claro, Dieguito, porque uno solo puede entender el cine de lo que conoce.
—Explícate, tío, me estás hablando en chino.
Yo le insistí en que uno solo ve lo que sabe.
—Coño, ahora entiendo menos; pero vale, cuéntame entonces la película esa, a ver si a mí también me gusta.
Él siguió con su jarana de lo buena que debía estar mi película; pero yo decidí ponerlo en su lugar.
—Deja ese pitorreo, Diego. Ya que lo pides, sí, vaya, te cuento la película que vi; pero debes regalarme un poco de paciencia y quedarte callado un cuarto de hora.
Él se encogió de hombros, miró su reloj persuadido de que le esperaba un rato de soberana lata, y me hizo una mueca de escepticismo y resignación.
Yo comencé por hablarle de Alejo Carpentier y de su obra El camino de Santiago, que leí varias veces y siempre consideré un paradigma de excelente narrativa.
El botafumeiro en acción fue para mí como una cámara rápida que me mostrara de pronto a Juan el Soldado, el protagonista de Carpentier, en tierras de Flandes, junto a las riberas del Escalda. Iba como tambor de tropa entre la soldadesca invasora del duque de Alba. Y como por esa época campeaba en el norte de Europa la asesina peste bubónica, Juan se palpaba las bubas de sus ganglios hinchados, temeroso de que ya fuese demasiado tarde.
Al llegar al puerto de Amberes le arrojó una pedrada a una rata que desembarcaba, clandestina ella, por una gúmena amarrada a una bita; y enseguida se puso a delirar y a implorar la misericordia divina, hasta ver a Dios ordenándole emprender el camino de Santiago. Sí, que fuera a pie hasta Galicia, y se presentase en Compostela para reverenciar al Apóstol San Tiago: solo él lo libraría de tan letal epidemia.
Carpentier me hizo oír el cántico gregoriano de unos romeros mendicantes en dolorosa marcha. Resumirle el cuento a Diego me ocupó un buen rato; pero aquella visión de los maltrechos apestados que suplicaban su cura con aquella letanía, ahora no sé si se prolongó medio minuto, minutos o tres segundos.
Más tarde vi a Juan el Soldado, ya en París, durmiendo a la intemperie; y en Tours, cuando se unía a dos penitentes alemanes; y en Poitiers se les sumaron otros.
La romera cuadrilla siguió creciendo por las Landas; pero al llegar a Bayona descansaron junto a un río y tras pedir y obtener alimentos en un monasterio de San Francisco, los frailes los proveyeron además de ungüentos contra las llagas y de una pasta matapiojos para el pelo.
Luego en un robledal de montaña remiendan sus ropas astrosas y refuerzan las sandalias para atravesar los Pirineos.
En Burgos admiran la más bella catedral gótica de España, pero no pueden entrar porque ya son multitud. Muchos ciegos forman largas filas y avanzan cogidos de sus hábitos astrosos.
A la cola van los que padecen lepra, y oh, milagro, Juan el Soldado se ha curado de sus llagas y hasta piensa en abandonar la peregrinación; pero temeroso de la represalia divina, sigue adelante. Cumplirá su promesa de besar la cadena del Apóstol Mayor, la misma joya de cuando sufría prisiones en Jerusalén.
Y por fin, al llegar a Compostela, no digo yo si hacía falta un botafumeiro en aquella iglesia atiborrada día y noche por una muchedumbre de espantajos con sus deformidades, entre ellos los que se arrastraban de rodillas, o gateaban como los niños, o los que faltos de una pierna y un brazo caminaban retorcidos y aferrados de un palo, cantando y gimiendo su fe en los milagros del Santo.
El humo purificador que yo viera en televisión me abrió una ventana hacia la Galicia medieval. Vi sus calles repletas de vendedores y vivanderos ofreciendo frutas de sartén, carnes asadas, mondongos, ajimójeles; y bulas para salvar el alma; y pomadas milagrosas para los cuerpos moribundos.
Al terminar, Diego miró su reloj: 12 minutos.
Y con una sinceridad muy juvenil y catalana, me dijo que la película no le había gustado, porque a él le daba un bledo lo ocurrido siglos atrás en media Europa; pero reconoció haber entendido de qué manera el botafumeiro me desencadenó los recuerdos de aquella lectura.
De todos modos, él prefería las hazañas futbolísticas de sus ídolos en el Camp Nou, que eran una verdad absoluta, ocurrida pocos días antes.
Yo le dije entonces que respetaba sus gustos, y si me escuchaba durante unos pocos minutos más, le leería un cuento mío de solo cuatro páginas, con la absoluta certeza de que lo iba a disfrutar.
A él pareció interesarle mi propuesta, y por el gesto que hizo, me indicó que la aceptaba a modo de desafío.
Y de mi laptop le leí Los 180 000 «japoneses» del Maracanazo, un relato en elogio al verdadero gestor del triunfo uruguayo durante la final del Campeonato Mundial de Fútbol, celebrada en Río de Janeiro, en 1950. Me refería a Obdulio Varela, capitán de la escuadra uruguaya.
Se trataba de un negro brujo, magnetizador natural y eximio actor, cuya hazaña de aquella tarde silenció a la multitud allí congregada para vivar la segura goleada de la escuadra brasileña.
Obdulio siempre llamaba «japoneses» a los contrarios; y en aquella ocasión hipnotizó a sus capitaneados con la consigna de que los 180 000 «japoneses» de las tribunas no jugaban, solo jugaban los 11 que estaban sobre el terreno.
—Joder, tío, que me has emocionao.
—¿Vos nunca habías oído hablar de Obdulio Varela, verdad?
—No, nunca.
Para Diego, nacido en el 67, era un nombre desconocido.
—Pues yo creo que si volvés a oír su nombre, ante los ojos de tu imaginación, con la cámara del recuerdo, vas a ver el Maracaná colmado y estruendoso, a Obdulio con la pelota en alto descalificando a los «japoneses» y llenando de coraje a sus tímidos compañeros.
—Sí, sí, eso puedes tenerlo por seguro, macho.
Después de aquel ejemplo, me bastó un par de charlas provocadas por el propio Diego, para explicarle la función «apelativa» de la literatura, en el sentido de «que te llama» a meterte en la trama por vía de la emoción.
Él era un muchacho inteligente y enseguida captó que a toda persona normal, la naturaleza lo condiciona para interesarse por los avatares del destino humano, ya se trate de Espartaco, un esclavo de hace 2 000 años, o de esquimales, gauchos de las pampas, bolivianos rebeldes del siglo XVI, boteros del Volga, mineros asturianos, o de un presidiario francés del XIX, como el que inspiró a Victor Hugo la creación de Jean Valjean, el personaje de Los miserables, película que a Diego le encantara.
Hasta el 92, Diego jamás había leído un libro que no fuera de estudio. Hoy, a principios del 2000, es un lector que ya ha vivido una cincuentena de novelas y colecciones de relatos. Y ha tenido la honestidad de reconocer esa enorme ampliación de su ámbito vital, gracias al botafumeiro.
Y se enteró también de que aquel incensario meneado en recuerdo de la saga jacobea, a él, Diego Villareal, debía recordarle que Santiago Apóstol era su tocayo.
1 Jacobeo es lo referido al Apóstol Santiago, cuyo nombre deriva del original hebreo Jacob, que debe pronunciaerse «Yácob» y cuya evolución onomástica es Yaco, Yago etc.; y así, el canonizado original San Jacob pasa a ser San Yago, que deriva en Sandiago, Santiago, etc. De modo que los actuales Santiago, Tiago, Diego y muchos otros nombres de pila en lenguas europeas como Jacques, Jack, Giácomo, etc., son vástagos del original «Yácob».