Lecturas
A Félix Sarasola, eximio cocinero vasco, tan inspirado como el Olavarría de esta historia.
Al Matungo Flores le cortaban la luz con mucha frecuencia por falta de pago. En una ocasión, durante unos diez días, debió alumbrarse con velas, privarse de su cocina eléctrica y pintar por las noches con un farol chino de mantillas. Pero para calentar el agua del mate, algo tan vital en su existencia como el oxígeno, apeló al recurso extremo de picotear una silla vieja y convertirla en leña.
El braserito aquel, pese a ser muy económico, se comió la silla y un taburete en dos días. Y como la crisis se prolongara, algunos amigos le hicimos una colecta; pero el Matungo prefirió destinar ese dinero a asegurar la leche de las niñas y otros alimentos para su familia, y no pudo pagar la luz hasta muchos días después. Al agravarse su crisis energética, acabó con los pocos muebles desvencijados de la casa.
Sin otra madera disponible, el Matungo le echó el ojo a la escalera hacia el altillo y la azotea, y le serruchó un peldaño. Por cierto, resultó de una madera muy dura, que según él, las llamas ardían parejito y las brasas duraban muchísimo. Y una madrugada, mientras pintaba un retrato por encargo, le cayó un hambre que le cortaba toda inspiración y fue a ver si podía inventar algo en la cocina. Halló unas cuantas papas, tres cebollas, huevos, un fondito de aceite y decidió freírse una tortilla en el brasero con un trozo de escalón. Y aquella ocurrencia resultó el mayor éxito culinario que jamás lograra. Al probar el primer bocado comprendió que el exquisito sabor de su tortilla de papas, se debía al revoloteo de un humo verdoso por encima de la sartén; y su mezcla con los ingredientes resultaba un manjar delicadísimo. No ocurría lo mismo cuando calentaba agua.
Cuando el Matungo nos contó detalles de su descubrimiento, y nos dio a probar una tortilla al grupito de los que solíamos matear con él, el ruso Maidánik comentó:
—Vaya uno a saber qué milagro bioquímico opera este humo de escalones pisoteados con polvo y mierda de la calle.
La escabrosa amalgama de tan innoble leña con aceite de girasol, papas, ajo y cebolla dio pie para una filosófica chacota; y el Tito Irigoyen aventuró que el indudable talento artístico del pintor y su espíritu de búsqueda, eran dos ingredientes importantes de aquella tortilla triunfal.
Unos días después, ya restablecida la corriente eléctrica, el Matungo prescindió de la tecnología y volvió a freír «tortilla escalonada», como dio en llamarla. Y al lograr otra vez aquel sabor tan singular, decidió darle a probar un pedazo a su vecina Amanda, que con frecuencia le traía pizzas caseras, croquetas, pan con chorizo o dulce de leche.
Al poco rato, Amanda le tocó a la puerta para devolverle los platos; y de paso, so pretexto de no creer que semejante delicia fuera obra del Matungo, le preguntó quién se la había cocinado. Y él le contó lo sucedido con amplios detalles. Aquella obra maestra era de su propia inventiva y sin ayuda de nadie. Amanda no supo si admirar la fantasía del Matungo o rezongarlo por su barbarie de convertir los escalones en leña.
Cuando sus amigos degustamos la tortilla escalonada, por unanimidad la declaramos un producto de alta cocina.
Poco después, un ingeniero forestal que le comprara un par de cuadros, picado de curiosidad al ver en su vivienda la escalera despojada de sus peldaños impares, se interesó por la razón de aquellos faltantes.
El hombre se divirtió al conocer la depredadora iniciativa del Matungo; y como profesional y conocedor, tras oler y examinar la madera, comentó que procedía de un árbol abundante en las riberas del río Santa Lucía. Por cierto, el Matungo nunca se aprendió el nombre, pero comenzó a llamarlo «salamandro», porque así le sonó lo dicho por el ingeniero.
Después, un pariente suyo propietario de un camioncito lo había ayudado a traer un cargamento de ramas gruesas, que le aseguró como tres meses de tortillas, porque según decía, cuando uno le agarraba la vuelta a la fogata en el brasero, con cuatro o cinco rajas del grosor de un pincel del número tres, se podía asar raciones para seis personas.
En su caso, él prefería cocinarlas de noche, porque después de comerse la suya de un grandor que desbordaba el plato, le crecían las ganas de pintar hasta sorprenderlo el rosado de la aurora.
Pese a nuestra aceptación de la singular fritanga, la considerábamos otra insania del Matungo. Ninguno habría aceptado pasar tanto trabajo para elaborarlas. Él, en cambio, se declaraba dispuesto a cualquier sacrificio. Y verlo comer su tortilla era un espectáculo. Se transformaba. Se llevaba a la boca pequeños trozos con la unción de quien recibe la Santa Hostia; y luego cerraba los ojos para degustarla con movimientos lentos; y al abrirlos, su mirada reflejaba la gratitud de un hambriento de muchos días, cuando vuelven a alimentarlo.
Llegó a divulgar que aquel humo mágico de los salamandros le hacía el efecto de una pichicata#1 más fuerte que la Santa Marta Golden#2, un lujo incosteable para su modesto bolsillo.
—Y además, sin ningún perjuicio para la salud —y lo repetía a cada rato con un dedo en alto, como para subrayar la agudeza de su observación.
Sí, señor; el humo verde de los salamandros era un don de Dios, una bendición que lo dotaba de una ávida creatividad.
No obstante, para desconsuelo del ahora inspiradísimo pintor, muy pronto se vio que la ceniza dispersa desde el braserito ensuciaba la casa, y el tufillo persistía en los muebles y las ropas. Para colmo, en la escuela de las niñas una maestra se quejó a la madre de que los guardapolvos de Hermelinda olían a tortilla. Y Carmencita convenció al Matungo de cocinarlas en la azotea; una petición difícil de satisfacer durante el gélido agosto montevideano.
Él, con su mansedumbre y delicadeza de siempre, e incapaz de perjudicar a las niñas ni de contrariar un deseo de su esposa, aceptó complacerla; pero a su azotea, debido a la gran altura de los muros, apenas llegaba la luz del alumbrado callejero, insuficiente para su culinaria nocturna.
Muchos considerábamos locura la magia atribuida por el Matungo a las tortillas, y su exigencia de consumirlas a diario y con tan obstinada nocturnidad tampoco le iba en zaga como disparate. Sobre todo cuando la ciudad se veía azotada por lluvias casi horizontales que impulsaban el viento Pampero y la Sudestada.
Durante los primeros fríos, tras su pacto con Carmencita, el Matungo instaló una luz potente para ver bien el entrevero de los ingredientes sobre la sartén. Pero muchas veces tenía que renunciar a su manjar por culpa de las inclemencias. Un día se le ocurrió acudir a la ayuda de su primo el Pepe Olavarría, venido a Montevideo junto con él, desde su natal Cerro Largo.
El Pepe ingresó en los Talleres de don Bosco, donde se formó como albañil y capataz de obras. Luego abrió su propia empresita y gracias a su dinamismo y buenos cumplimientos, nunca le faltó trabajo. Vivía con un relativo decoro en una casa que él mismo se levantara en Malvín, y siempre dio muestras de querer mucho a su primo. En más de una ocasión le hizo favores y préstamos de dinero que luego no quería cobrarle.
Y al Matungo se le ocurrió pedirle esta vez que le construyera un cubo de ladrillos, de medio metro de lado, con una abertura al frente para poder encender el fuego, manipular la leña y la sartén. Y el Pepe, servicial como siempre, tras enterarse del procedimiento culinario y la importancia del humo, le fabricó el horno en una tarde. Dos días después, al probar la tortilla, dijo ser la más deliciosa que jamás comiera. Su mujer y su hijo también, y los tres repitieron con voracidad.
Además del cubo, como aporte suyo, Olavarría construyó una mampara y un techito para que el cocinero se protegiera de la lluvia y los vientos.
Tan deslumbrado quedó el primo con aquel sabor, que se ofreció para acompañar al Matungo en su camión y recoger madera de salamandro a orillas del Santa Lucía. Cuando volvieron con la leña, el Pepe se llevó un poco a su casa, donde había construido un horno para pan y pizza en su patio trasero, y comenzó a experimentar por su cuenta. Así descubrió que si freía las tortillas en su cómoda cocina de gas y luego las ahumaba en el horno, lograba el mismo sabor que mediante la técnica del Matungo; pero nunca le comunicó su descubrimiento, seguro de que lo informaría al mundo entero. Y eso no le convenía al Pepe, que ya había vislumbrado la forma de sacarle un gran partido a la novedad culinaria.
Poco después, un ricachón argentino al que Olavarría le hiciera unos trabajos en su palacete de Punta del Este, se lo llevó a Buenos Aires, donde terminó por radicarse; y como a los dos años le escribió al Matungo que ahora era dueño de un negocio gastronómico con buenos resultados, y había abandonado la construcción.
Por esa época, asuntos personales me obligaban a viajar todas las semanas a la Argentina, y un día me topé al Pepe Olavarría al timón de una camioneta rural, mientras yo esperaba un taxi en la calle Corrientes. Me hizo montar, me llevó a mi hotel, y yo lo invité a un trago en el bar, donde me contó una historia interesantísima.
Había perfeccionado su técnica de ahumar, sin renunciar a la cómoda cocina de gas, y producía tortillas al por mayor en dos locales distintos.
Yo quise saber si había encontrado en la Argentina otra madera. Y él me dijo que los mismos salamandros del Santa Lucía abundaban también en las riberas bonaerenses del Tigre.
Su negocio lo había montado en Almagro. Allí, una tropa de 20 trabajadores confeccionaba una media de 500 tortillas diarias, que a cierta hora Pepe trasladaba en un camión sin acompañante, hasta una casa donde él vivía con su familia, en el barrio de Caballitos. Allí disponía de un salón grande y de una chimenea donde preparaba un fuego que duraba dos horas. Luego tapaba la salida de la chimenea, el cuarto se llenaba de humo, y las tortillas permanecían unas 12 horas en aquella habitación hermética.
El sabor logrado tras aquella prolongada espera, superaba al del Matungo. Luego las llevaba a un local de la céntrica calle Esmeralda, donde dos empleadas las vendían desde un mostrador, a los numerosos clientes que les formaban cola en un pasillo, o se enviaban a domicilio en moto, como las pizzas, a quienes las encargaran por teléfono. En total, trabajaban para él 44 personas en los tres locales, y al segundo año de iniciarse, sus ganancias eran del orden de los 200 000 dólares.
Cuando nos encontramos, llevaba un decenio vendiendo tortillas marca «El Matungo», y todos los meses le enviaba una generosa pensión al primo, invalidado como pintor por un agudo glaucoma.
Olavarría había hecho una fortuna que le aseguraba su vejez y el futuro de sus hijos; y me refirió hallarse, desde hacía tres años, asociado con el millonario que lo llevó a Buenos Aires, para criar y entrenar caballos de carrera, y así satisfacer una vieja vocación de niño campesino en Cerro Largo, donde su padre y un hermano mayor domaban potros y organizaban carreras en un hipódromo cercano.
Pero lo más increíble de su historia fue lo que logró con el Salamandro, un potro de su cuadra que sorprendiera al mundillo del turf bonaerense, al batir varios récords hípicos.
Convencido como el Matungo de la magia del humo, Olavarría se atribuyó en este caso otro descubrimiento: dos días antes de una carrera, alimentaba al potro recordista con pienso remojado en aceite vegetal y ahumado con leña de salamandros.
1 Pichicata: Vulgarismo del Río de la Plata por «droga».
2 Santa Marta Golden: Así llamada en el Uruguay de los años 50, una marihuana muy cotizada procedente de la homónima ciudad colombiana.