Lecturas
Varios eran los políticos del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) que ansiaban su nominación a la Presidencia de la República con vistas a las elecciones generales de 1948.
Junto al doctor Carlos Prío Socarrás, que a la postre fue el elegido, se creían presidenciales el doctor Luis Pérez Espinó y el ingeniero José San Martín. El primero, autor de libros para la enseñanza primaria, había sido ministro de Educación del presidente Grau e impulsó desde ese cargo una positiva campaña a favor de la niñez cubana que sintetizó en la frase, sin duda feliz, de Todo por el Niño. El segundo fue un buen ministro de Obras Públicas en el gabinete de su primo. Fue durante su gestión que se inició la construcción de la Vía Blanca y se trazó la avenida 26 desde la Calzada de Boyeros hasta 23; se inauguraron el Parque Zoológico y el Jardín Botánico, se edificó el Barrio Obrero y entre otras muchas otras obras se construyó el edificio del Instituto de Segunda Enseñanza de la Víbora. Sin embargo, sus adversarios, para ningunearlo, lo apodaron «Pepe Plazoleta», por las muchas que acometió, entre esas la de Agua Dulce.
Aspiraban asimismo a la nominación presidencial por el Partido Auténtico, Miguel Suárez Fernández, entonces presidente del Senado. Le llamaban el zar de la provincia de Las Villas y se calculaba que disfrutaba de unas 5 000 botellas, esto es, puestos estatales o municipales en los que se cobraba sin trabajar; dinero que engrosaba sus entradas mensuales y con el que beneficiaba a correligionarios y amigos y sobornaba a sus contrarios.
Otro personaje aparecía en la lista. José Manuel Alemán, a quien apodaban «el Bicho». Ocupó la cartera de Educación y a partir de ahí amasó una fortuna que nunca se pudo calcular del todo: 200 millones de dólares, según unos; 600, según otros. Dinero que robó al Tesoro de la nación sin que aparezca un solo papel que lo incrimine. Todo lo que se robó, se lo llevó en efectivo y en efectivo hizo todas sus transacciones. Llevaba siempre encima entre 30 y 40 mil pesos. Solía decir: Para mí, dar ahora una limosna de mil pesos es como antes dar diez centavos. Y daba los mil pesos, realmente.
Los círculos de poder dentro del Autenticismo pasaban por alto a Pérez Espinó: no lo tomaban en cuenta. Suárez Fernández, pese a su influencia, no gozaba del favor del Presidente ni de la Primera Dama, Paulina Alsina, cuñada de Grau, que era un factor de peso en las decisiones del Gobierno. Tampoco beneficiaba Paulina al ingeniero San Martín, que sería, por cierto, el creador del reparto Altahabana. Alemán, en cambio, tenía el apoyo del Presidente y contaba con las simpatías de Paulina.
Así, hubo momentos en que pareció que Alemán resultaría el candidato, aunque las fuerzas auténticas hicieron al final la elección mejor y se decidieron por Prío Socarrás, un hombre curtido en la lucha política —senador, ministro, delegado a la Convención Constituyente de 1940— desde los días de la Revolución del 30 de la que fue participante activo.
Por mucho que fuera su valimiento e influencia, las aspiraciones de un político quedaban truncas si no lo nominaba la asamblea municipal de su partido. Es decir, debía ser propuesto y elegido como candidato en la asamblea del municipio donde se había hecho su afiliación política. Si no, no había dinero ni palanca que consiguieran nominarlo.
En ese sentido Alemán requería del apoyo de Nicolás Castellanos, alcalde de La Habana desde 1946 cuando le tocó sustituir, tras su suicidio, a Manuel Fernández Supervielle. Castellanos era además el presidente de la Asamblea del Partido Auténtico en ese término municipal, y podía controlar, pensaba Alemán, la asamblea a su favor.
Por eso invitó a Castellanos a su residencia a la entrada del reparto Kohly. Quería, en privado, recabar su concurso. Abordó el asunto de manera directa, sin rodeos.
—Sabes que soy hombre de pocas palabras —dijo y en verdad lo era; más aún, el miedo escénico le impedía articular más de cuatro palabras en público. Era un temor raro, patológico casi.
—Te mandé buscar porque, como sabes, quiero ser presidente, y para eso necesito que controles y manipules la asamblea a mi favor. Tendrás, por supuesto, tu recompensa. Dime tú el número inicial que yo le pongo seis ceros detrás.
Es imposible precisar a estas alturas si Nicolás Castellanos esperaba una propuesta como esa. Esperándola o no, no demoró en contestar.
—Yo no puedo hacer eso —respondió—. No cuentes conmigo para semejante cosa.
—Si es así, nada más tenemos que conversar —dijo Alemán y dio por terminada la entrevista.
En 1960, ya en Funchal, el ex dictador Fulgencio Batista determinó deshacerse de su escolta cubana. Uno de esos hombres, el capitán Joaquín Sadulé, jefe de la escolta, lo acompañaba desde 1934, cuando asumió la jefatura de la custodia de la residencia del jefe del Ejército —luego residencia del jefe de Estado— en la Ciudad Militar de Columbia. Otros, como el mismo Sadulé, estuvieron a su lado el 10 de marzo de 1952, y todos lo acompañaron en su salida de Cuba en la madrugada del 1ro. de enero de 1959.
Tocaba la hora de la despedida. Batista los reunió y les dijo:
—Me resulta totalmente imposible continuar manteniéndolos a mi lado. Créanme que lo siento, pero mi situación económica se ha deteriorado en el transcurso del último año. Soy un hombre pobre… vivo ahora de los ahorritos de Martha, mi esposa.
En un restaurante de Miami conversa el escribidor con el ex capitán Alfredo J. Sadulé, hijo de Joaquín, que fue escolta de Batista, jefe de la seguridad de la Primera Dama y ayudante presidencial. Con 82 años de edad, es el único ayudante vivo del ex mandatario. Comenta:
—El problema era bien sencillo. Batista pagaba 250 dólares mensuales a sus escoltas cubanos cuando consiguió a una serie de ex agentes de la policía portuguesa que le hacían el trabajo por 60.
Nada, que como decía hace muchos años, en esta misma página, el periodista Mario Kuchilán, al General lo que más le dolía era el bolsillo.
En su residencia de Quinta Avenida esquina a 14, en Miramar, hay un espacio que el propietario del inmueble, Ramón Grau San Martín, bautizó como El Patio de la Cubanidad. El hombre que ocupó la primera magistratura de la nación en dos ocasiones y que pese a la edad y los quebrantos de salud se empeñaba en volver a ocuparla, se reunía periódicamente allí con antiguos colaboradores, periodistas y simpatizantes.
Un día, a través del abogado Ricardo Linares, una especie de encargado de relaciones públicas del anciano ex presidente, pide audiencia a Grau un grupo de jóvenes con el pretexto de que son sus admiradores y quieren oír sus consejos y orientaciones. Grau accede al encuentro, pero antes de la hora de la visita se entera de que aquellos jóvenes iban por la «picada»: querían sacarle algunos pesos. No encuentra forma de dar marcha atrás, pues no tiene forma de comunicarse con ellos ni tampoco puede fingir una indisposición repentina, pues otras personas acudirían esa tarde al Patio de la Cubanidad.
Llegan los jóvenes y Grau no les da chance. Llama a Quevedo, su secretario particular, y le pide que traiga el aparato de insecticida. Cuando Quevedo lo hace, toma el aparato en sus manos y lo acciona en dirección a los pedigüeños porque, aseguró, hay aquí mosquitos que quieren mortificarnos con sus picadas.
Los jóvenes, con caras de Yo-no-fui, dijeron cuantas banalidades vinieron a sus mentes y ninguno se atrevió a hablar de dinero, que era, en realidad, el móvil de su visita.
Blas Roca, secretario general de Partido Socialista Popular (Comunista) y Representante a la Cámara, visita en Palacio al presidente Grau.
—Doctor —le dice— lo del ministro Alemán es ya intolerable.
—¿Qué hizo ahora José Manuel? —inquiere el mandatario.
—Que en su afán de robar—responde Blas— se roba ahora los dineros del desayuno escolar.
—¿Qué pruebas tiene usted para hacer una acusación como esa?
—Suspendió el desayuno escolar en todas nuestras escuelas públicas… ¿Quiere usted prueba mayor?
—Déjeme explicarle. José Manuel suspendió el desayuno escolar porque está preparando un magnífico plan dietético para la niñez cubana.
Blas advirtió el chispazo malicioso en los ojos de Grau y comprendió que, como solía hacer, se le iría por la tangente. Lo atajó:
—Mire, Doctor, mientras el plan dietético llega, por lo menos podía repartir pan con guayaba.
—Es que, amigo, el pan con guayaba no tiene proteínas… Se lo aseguro yo, que soy médico —afirmó Grau y dio por concluida la entrevista.
Ha fracasado la llamada Revolución de la Chambelona —febrero de 1917— y el general José Miguel Gómez, caudillo de los liberales y jefe de la revuelta, cae prisionero. Lo traen a La Habana, en tren, y la camarilla que rodea al presidente Menocal quiere ensañarse con el caído. Por eso proponen al mandatario hacerlo caminar esposado a lo largo del Paseo del Prado desde Neptuno hasta La Punta y obligarlo luego a volver sobre sus pasos para, en Neptuno, montarlo en el carro-jaula que lo conduciría a la prisión del Príncipe. Felices con su iniciativa, corrieron a comentarla con Menocal. El Presidente los escuchó sin mirarlos y limpiando las gafas con un pequeño lienzo, comentó:
—Ustedes olvidan que ese hombre que viene preso y que hoy es mi enemigo, fue mi amigo. Olvidan que fue mi compañero en la guerra, un General de la Independencia que se cubrió de gloria en el combate. Ustedes olvidan que ese hombre, que fue presidente de este país, tiene su casa en el Paseo del Prado y yo no puedo permitir que su esposa Doña América, una gran cubana, contemple un espectáculo como ese.
Todo estaba dicho. La camarilla áulica abandonó el despacho presidencial con el rabo entre las piernas.