Lecturas
Además de las rivalidades existentes entre los grupos gangsteriles o de acción, varios antecedentes directos tuvieron los sucesos del Orfila. Uno de ellos fue el atentado que Orlando León Lemus, «el Colorado», sufriera en la Calzada de Ayestarán, el lunes 25 de mayo de 1947 y que, se sospechó, lo había perpetrado Emilio Tro o, al menos, gente de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) que dirigía. El 5 de septiembre del propio año, el automóvil de Emilio Tro fue baleado por hombres del Colorado, pero el líder de la UIR no se hallaba a bordo. En respuesta a esa agresión, una semana después, Tro ultimó a balazos, en la bodega de 21 y D, en el Vedado, al capitán Rafael Ávila, jefe de la Policía del Ministerio de Salubridad, involucrado —según se dijo— en el atentado del día 5.
Los que lo conocieron recuerdan a Orlando León Lemus como un hombre pelirrojo, enjuto, intranquilo, afable. Acumulaba en plena juventud un largo historial subversivo, primero en la Escuela de Artes y Oficios, donde ganó el apodo del Colorado, y luego en el Instituto No. 1 de Segunda Enseñanza de La Habana, lugar en que comenzó su oposición a Batista. Figuró en el grupo inicial de Acción Revolucionaria Guiteras (ARG) y ganó celebridad, en 1939, al resultar herido en el ya desaparecido Teatro Principal de la Comedia, de la calle Ánimas, cuando militantes de esa organización cerraron a tiros un acto que allí celebraban los comunistas. El Colorado, que tenía entonces 22 años de edad, salió del Principal con cuatro tiros metidos en la caja del cuerpo y una acusación policial que lo llevó a comparecer ante el Tribunal de Urgencia que, en definitiva, lo absolvió.
No demoró en verse envuelto en otros hechos de sangre, y el general Manuel Benítez, jefe de la Policía Nacional en el Gobierno constitucional de Batista, le ofreció, por orden del Presidente, una gruesa suma de dinero si se marchaba al extranjero. No aceptó el Colorado la oferta. Tampoco otros miembros de ARG, como el Extraño y Rogelio Hernández Vega. Igual propuesta hizo a Tro el general Benítez, pero rechazó el dinero, aunque sí accedió a salir del país.
Pasó el tiempo. Un día de 1943 viajaba el Colorado en un ómnibus por la Calzada de Belascoaín cuando fue reconocido por la policía. Intentaron detenerlo los agentes, pero se dio a la fuga después de abatir a uno de ellos.
Llegó así la mañana del 25 de mayo. Conducía el Colorado un automóvil en que viajaban además Tomás Bretón, de la Renta Nacional de Lotería, y Francisco Villanueva, cuando otro vehículo lo rebasó, a toda velocidad y por su izquierda, para cubrirlo con una lluvia de perdigonazos y balas de ametralladora. El Colorado y Bretón, quienes viajaban junto a su compañero en el asiento delantero, salieron del auto milagrosamente ilesos y se perdieron por la primera bocacalle que encontraron en su carrera, mientras que Villanueva, herido, cubría su fuga hasta que el auto agresor se perdió en dirección hacia El Cerro.
Minutos después llegaba el herido al Hospital de Emergencias. Lo acompañaba el Colorado. Cuando este se dispuso a abandonar el centro médico, advirtió un movimiento extraño y reparó en un grupo que le pareció sospechoso. Temiendo ser objeto de otro atentado, pidió ayuda a la Policía Secreta, que desde su cuartel de Reina y Escobar envió un nutrido grupo de agentes para protegerlo. Rodeado de policías, el Colorado abandonó Emergencias disfrazado de médico. Esa misma noche paseó por La Habana una caravana de tres automóviles erizados de ametralladoras. En el segundo de ellos viajaba el Colorado, que no demoró en responsabilizar a Batista y a Benítez, ya fuera del poder, con lo sucedido. Comentó: «Responderé al plomo con el plomo… Seguiré en mi lucha revolucionaria».
La verdad, sin embargo, parece ser otra. Un grupo rival había querido eliminarlo. El siempre bien informado Mario Kuchilán decía en su columna del periódico Prensa Libre que «un conocido revolucionario» estaba a punto de ser sometido al juicio de un tribunal privado. En efecto, cinco grupos de acción habían puesto precio a su cabeza y así lo reveló un documento que suscribían Jesús Diéguez, de la Unión Insurreccional Revolucionaria; Luis Pérez, de Alianza Nacional Revolucionaria; Lauro Blanco, de Joven Cuba; Vicente Alea, de Asociación Libertaria de Cuba; y José Canto del Campo, de los Combatientes Antifascistas.
Decía el documento en cuestión: «La justicia revolucionaria trató de sancionar a Orlando León Lemus. Como este acontecimiento puede dar lugar a confusiones en la opinión pública, nos interesa aclarar que no se trata de pugnas entre organismos revolucionarios ni mucho menos un acto de tipo gangsteril pagado por elementos de la reacción de pasados regímenes que tiranizaron el país. El acto realizado contra León Lemus, por el contrario, respondió al más puro sentimiento revolucionario perpetrado por una organización que tiene una limpia y fecunda historia».
Proseguía:
«Aquellos que militaron en el campo de la revolución y al amparo del martirologio de los que cayeron en la gesta libertadora contra todas las tiranías no tienen derecho a comerciar con el hambre del pueblo y amasar fortunas por medios reprobables, amparando la especulación y la bolsa negra, como lo ha hecho León Lemus».
Emilio Tro respondió con plomo al atentado del día 5 de septiembre de 1947. Esa noche su automóvil fue acribillado a balazos. Si la intención era eliminarlo, sus enemigos escogieron mal el lugar y el momento. Tro no se hallaba en el interior del vehículo, y ninguno de sus ocupantes resultó muerto, pese a que más de 60 plomazos impactaron su carrocería. Es de suponer, dado el volumen de fuego, que hubiera heridos, pero nadie acudió en busca de ayuda a los centros de socorro. El estilo de la agresión y el interés por no formalizar la denuncia hicieron pensar a muchos que la venganza no demoraría en hacerse presente. En efecto, pronto declaraba Jesús Diéguez, secretario general de la UIR: «Sabemos quiénes fueron los autores y vengaremos el atentado. Serenos y responsables, con la confianza del movimiento revolucionario de Cuba y sin descender a la venganza rastrera de intereses mezquinos, ni temores insultantes, a todos los traidores de la revolución le recordamos: “La justicia tarda, pero llega”».
Se rumoró que los agresores pertenecían al grupo del Colorado y con posterioridad se conoció que uno de los que en la noche del día 5 estaba en el interior del vehículo agredido identificó al capitán Ávila como uno de los agresores. Ávila, hombre del Colorado, fungía como jefe de la Policía del Ministerio de Salubridad. Una semana después era cadáver. Bebía una gaseosa en la bodega de 21 y D, en el Vedado, cuando tres hombres, que habían descendido de un Buick negro, hicieron funcionar sus pistolas calibre 45. Herido, Ávila cayó de rodillas. Se incorporó con dificultad y trató de ganar el interior del establecimiento en un vano intento de escapar de sus agresores. Lo remataron.
Decía Enrique de la Osa en la nota que dio a conocer en la sección En Cuba, de la revista Bohemia, que la opinión pública acogió el incidente como uno más. Leyó con escepticismo que el capitán Francisco Loredo, jefe de la Novena Estación de Policía, había interrogado a los testigos presenciales de la muerte de Ávila y levantado acta del suceso.
Una noticia de más ancho alcance se incubaba entre bastidores. Se aseguraba que el coronel Fabio Ruiz Rojas, jefe de la Policía Nacional, había designado al comandante Mario Salabarría para que actuase como oficial investigador del crimen. Salabarría sometió a los testigos a un interrogatorio riguroso y les mostró diversas fotografías, entre las cuales fue identificada la de Emilio Tro como uno de los victimarios de Ávila.
Valiéndose de las facultades que le confería el Servicio Militar de Reserva, el presidente Grau otorgó a Tro grados de comandante y lo designó jefe de la Academia de la Policía. Una decena de sus compañeros obtuvieron cargos de cadetes. Tro tenía vasta experiencia militar ganada en el Ejército de Estados Unidos, en el que se alistó en 1942. Un largo entrenamiento lo convirtió en un experto en el manejo de las principales armas. Eso le permitió ingresar en las fuerzas del general Patton, con las que combatió en Normandía y Alemania. Con el mismo procedimiento, dio entrada a Salabarría y a otros hombres de acción en el cuerpo policial.
Tro disgustaba a los otros jefes de grupo; lucía independiente en medio del complejo tablero de las organizaciones. Su designación en la Policía disgustó aun más a sus contrarios. Para remate, no era del agrado del coronel Fabio Ruiz, lo que provocó un improcedente estado de indisciplina en la institución. Ruiz no asistió a la toma de posesión de Tro como director de la Academia. A decir verdad, el único «alto» oficial que se hizo presente en dicha ocasión fue Morín Dopico. No pierda de vista el lector que en ese tiempo la jefatura de la Policía Nacional estaba en manos de un comandante o un teniente coronel al que, por comodidad, se daba trato de coronel.
Con la declaración de los testigos, Benito Herrera, jefe de la Policía Secreta, y el comandante Mario Salabarría se personaron ante el doctor Riera Medida, juez de instrucción de la Sección Cuarta, y, con las pruebas a la vista, el funcionario judicial dictó orden de detención contra Emilio Tro Rivero. Sería Salabarría, por disposición del juez, el encargado de detenerlo.
Era el sábado 13 de septiembre. Cuarenta y ocho horas después se desencadenaban los sucesos del reparto Orfila. (Continuará)