Lecturas
El cine Fedora se hallaba en la esquina de Belascoaín y San Miguel, en Centro Habana. No es precisamente su programación lo que hace interesante y digna de memoria a esta sala cinematográfica. Si ahora la evocamos es porque allí laboró durante un tiempo el gran pianista y compositor Ernesto Lecuona.
Se dice que después de la muerte de su padre, el músico se vio obligado a ganarse la vida tocando en este cine, donde además dirigía la orquesta y entre película y película acometía algún solo de piano. Lo más interesante del asunto es que esto ocurría cuando el artista apenas tenía 12 años de edad.
No solo en el Fedora tocó Lecuona. Lo hizo también en otras salas cinematográficas como Parisién, Norma, Turín Téstar… todas en La Habana. Era la época en que comenzaba a darse a conocer con pequeñas obras escénicas que estrenaba en el teatro Martí.
Pues bien, Hubert de Blanck, que había sido su profesor, empezó a preocuparse por aquellas ocupaciones de Lecuona. Pensaba, con razón, que desperdiciaba su talento. Tenía miedo de que el adolescente, dotado de condiciones extraordinarias para la música y que podía hacer una verdadera carrera pianística, se abaratara y malgastara en aquellos trajines. Hubert de Blanck habló con la madre de Lecuona. Le dijo que era necesario separarlo de aquellas actividades triviales. La madre comprendió la situación y, a costa de grandes sacrificios, aceptó la sugerencia del afamado compositor y pianista.
Dicen que muchos años después, ya en el apogeo de su fama, Lecuona recordaba emocionado aquella fe de su madre e insistía en afirmar que todo lo que era se lo debía a ella.
Lo contó el compositor Gilberto Valdés. Se presentaría un concierto con su música, e invitó a Rita Montaner para que interpretara alguna que otra pieza, pero ella se negó porque en el programa, que ya estaba hecho, había una figura que le molestaba. Le escribió una carta a Valdés en la que expresa su negativa. Trató el compositor de convencerla, pero ella se mantuvo en su no. De manera que no quedó otra alternativa que contratar a otra intérprete.
Quiso Valdés que fuera Hortensia Coalla, pero la Coalla se hizo de rogar porque, pese a ser mulata, le molestaba la pronunciación que exigían ciertos pasajes de la música de Valdés. Decir, por ejemplo: «Lo negro están de fieta…» en lugar de Los negros, etc. La Coalla, recordaba Valdés, quería ser blanca, más blanca que nadie, tenía delirio de eso, pero se convenció y decidió participar en el concierto e interpretar Tambor.
Rita fue al concierto como espectadora. Llegó y se sentó en una butaca próxima al lugar que ocupaban Antonio Beruff Mendieta, alcalde de La Habana, y el musicólogo español Adolfo Salazar, que lo acompañaba. Y aquí viene lo interesante. Tocó el turno a Hortensia Coalla. Salió a escena y la orquesta, bajo la conducción de Gilberto Valdés, acometió los compases iniciales de Tambor. Dijo Rita desde su butaca: «Ahora verán ustedes cómo se canta eso». Se dio esta situación: Valdés con la orquesta por allá, Rita cantando desde el público y la Coalla en el escenario sin poder articular palabra.
Beruff Mendieta dijo a Rita: «Señora, si usted no se comporta, la mando a sacar de la sala». Rita respondió: «Mira, si te atreves, me quito el zapato y les entro a taconazos a ti, a ese —a Salazar— y a María Santísima».
La cosa parecía que quedaría ahí, pero no. La orquesta empezó a insubordinarse y Gilberto Valdés tuvo que ponerse duro y llamar a capítulo a los músicos. Se restableció el orden, pero cuando Rita salió de la sala, los tamboreros se negaron a seguir. Dijeron que Rita les había echado pimienta de Guinea para que se fajaran entre ellos.
Concluía Gilberto Valdés su relato: «Y era verdad que se las había echado».
En los años 40, Orlando Quiroga, que entonces era un niño, pasaba, de la mano de su padre, frente al edificio de la CMQ, en Monte y Prado, cuando vio a dos personas a las que reconoció de inmediato. Ella, con la mirada ausente y verde, el lunar en la frente y un turbante legítimo sujeto con un pasador de perlas. Era Rita Montaner. Él, Carlos Badías, nada más y nada menos que Albertico Limonta, el galán de El derecho de nacer.
Casi 20 años después, Quiroga, ya un periodista reconocido, visitó a Caignet en su casa de Santa María del Mar y recordó aquel encuentro. Allí, en la esquina, dijo, conversaban Rita Montaner y Carlos Badías. Y Caignet, con su «modestia» característica, comentó:
—Seguramente estaban hablando de mí.
Lo cuenta el mismo Félix B. Caignet, su creador.
«En mi infancia santiaguera no había radio, mucho menos televisión y el cine era un invento acabado de inventar.
«Entonces llegaban los cuenteros, como algo mágico, cada niño pagaba un centavo y empezaba el cuentero a hacer un cuento. Cuando habían pasado 20, 30 minutos, en lo mejor de la narración, el cuentero interrumpía su relato hasta el día siguiente, cuando, por supuesto, todos los niños volvían con su centavo para escuchar el desenlace.
«Muchos años después, en la Cadena Oriental de Radio, apliqué esa técnica por primera vez en mis capítulos. En lo más emocionante, en lo más horrible, salía el locutor y decía: “¿Se enterará fulana del engaño de mengano? ¿Qué pasará con la pobre tía inválida? ¿Cuál será la reacción de Alfredo cuando sepa la terrible verdad?”.
«Fui el primero en hacerlo en la radio y pegó, no digo yo si pegó, aunque empecé escribiendo cosas para niños: Las aventuras de Chelín, Bebita y el enanito Coliflor, y después me fui metiendo con esa técnica de los finales de tensión».
La mexicana Dolores del Río era un «animal» del cine. Pero de televisión, nada, ni siquiera en México. Un día la trajeron a La Habana y CMQ le ofreció un dineral por una escena de diez minutos en un programa musical que producía Carballido Rey.
Dolores aceptó. Llegó el día en cuestión. La TV era entonces en vivo y la actriz, muy nerviosa, se paseaba por el estudio perseguida por el lente implacable del fotógrafo Osvaldo Salas. Terminó el número musical que servía de preámbulo a su actuación, vino un comercial y apareció un locutor que dijo maravillas de la artista invitada.
La escena era sencilla. Junto a su sofá forrado de raso, una hija reprochaba a su madre que no aceptara a su novio. Dolores aparecía de pie, sin atinar a decir su parlamento por más que la «hija» trataba de ayudarla dándole el pie.
—Sí, ya sé lo que me vas a decir, que soy una hija desobediente, que soy una sinvergüenza, que sientes odio hacia él y hacia mí…
Nada. Carballido se paseaba tras las cámaras con las manos en la cabeza y Dolores ni por aludida se daba, como si hubiese olvidado lo que debía decir, sin captar la seña siquiera. No reaccionaba hasta que por fin metió un gritico distinguido y mirando de reojo el mueble cayó desmayada en el sofá. El coordinador, por indicación del director, ordenó al ballet que continuara el programa mientras Dolores permanecía desmayada.
Al día siguiente, toda Cuba hablaba del desvanecimiento de la actriz. Carballido Rey y un representante de los patrocinadores fueron a verla al hotel. Los recibió el marido, muy apenado. No faltaba más, la actriz no cobraría por un trabajo que no había hecho.
—Nada de eso —respondió Carballido enarbolando el jugoso cheque—. Acéptelo. El desmayo ha dado que hablar más que si hubiese actuado. ¡Ha sido todo un éxito!
Los que lo conocieron, lo evocan como un personaje fascinante. La lepra, que le deformó las manos, no frenó su ambición de hacerse famoso. Cuando la discapacidad física, acentuada por el paso de los años, se fue haciendo cada vez más evidente, cambió la actuación por la coreografía.
Roderico Neyra, «Rodney», fue coreógrafo del teatro Shanghai, en el barrio chino habanero, una sala famosa por sus espectáculos de desnudos, y organizó las míticas Mulatas de fuego. Trabajó en el cabaré Sans Souci y luego, a partir del 1ro. de junio de 1952, puso a Tropicana a la altura de las mejores salas de fiesta del mundo. Se va a Caracas a comienzos de los años 60. Pasa a Puerto Rico y se hace aplaudir sin reservas en el Waldorf Astoria, de Nueva York. Triunfa en Acapulco y en la Ciudad de México. La muerte lo sorprende, en plena efervescencia creadora, cuando intentaba conquistar Hollywood. En 1957, la revista Show afirmaba en un reportaje que dedicó al artista que Rodney había dado más lustre a Cuba que todos sus diplomáticos juntos.
Era un mulato de baja estatura, piel clara y bigote fino. Tenía una sonrisa pícara. En los años 40 solía viajar por la Isla con una maleta llena de imágenes de santos que desplegaba luego en la habitación del hotel donde se alojaba.
Recordaba hace años Enrique Núñez Rodríguez en esta misma página: Rodney me encargó el guión para un espectáculo de Tropicana. Me asomé por primera vez a aquel mundo fantástico. Cumplí con mi trabajo. Rodney me llevó a la oficina del señor Ardura, que era el administrador del cabaré. En el trayecto me preguntó cuánto iba a cobrar por mi libreto. Le dije que 500 pesos. Al llegar al despacho de Ardura, le explicó que yo era el guionista del show que se estaba ensayando y que venía a cobrar mi trabajo. Ardura preguntó a Rodney cuánto iba a cobrar. Rodney le respondió, sin inmutarse, que 5 000 pesos. Ardura hizo el cheque también sin inmutarse. A la salida, todo nervioso, dije a Rodney que se había equivocado, que yo le había dicho 500. Rezongó:
—El que te equivocaste fuiste tú. Si abaratas tu trabajo van a pensar que yo les cobro demasiado. Guárdate el resto.