Lecturas
Desde hace 40 años no he podido tener relaciones sexuales, declaró Joe Stassi, uno de los barones de la mafia norteamericana en la capital cubana, en una entrevista que concedió al cineasta Richard Stratton en 1999, a su salida de la cárcel, donde estuvo recluido por tráfico de drogas. Durante su larga vida de gánster, Stassi rehusó siempre negociar con narcóticos, pero ya fuera de Cuba su situación económica se hizo tan desesperada que no tuvo alternativa. Lo pillaron en un tráfico de heroína y pasó entre rejas una larga temporada. La última vez que pudo estar con una mujer fue en La Habana, confesó a Stratton, más o menos en la misma fecha en la que salió a la precipitada de la Isla.
El caso de Stassi es quizá extremo, pero ilustra como pocos la conmoción que provocó en los mafiosos norteamericanos el derrumbe, tras el triunfo de la Revolución, de lo que el escritor cubano Enrique Cirules llama el imperio de La Habana.
Dispersos, todos trataron de rehacer su vida, vinculados, por lo general, a casinos de juego en Bahamas, Reno, Europa y ¡Las Vegas! Pero ya nada fue como había sido en Cuba hasta 1959. Meyer Lansky, el llamado financiero de la mafia, ofreció, a través de Charles White, gerente del casino del hotel Capri, un millón de dólares a quien atentara contra la vida de Fidel Castro. De la Operación Mangosta y el Proyecto Cuba nació la asociación entre la CIA y la mafia, y Santo Trafficante, propietario del casino del cabaret Sans Souci, asumió un papel preponderante en el complot contra el líder de la Revolución.
Con el tiempo Trafficante tendría, se dice, un lugar clave en la conspiración para asesinar al presidente Kennedy, acontecimiento en el que estuvo mezclado el cubano Higinio Díaz, jefe de la seguridad del hotel Havana Riviera, a quien Trafficante había sacado de Cuba. Trafficante, al igual que Lansky, dejó de participar directamente en los planes contra Fidel luego de la Crisis de Octubre de 1962. Muchos mafiosos, de mayor o menor cuantía, sin embargo, siguieron en estos a través del contrabando de armas, tentativas de atentados y, en general, golpes contra la Revolución.
Asegura un refrán que mientras mayor es la altura, más espectacular y violenta resulta la caída. El sueño de la mafia de que La Habana fuera una fiesta eterna —expresa un periodista norteamericano—, terminó en una resaca enorme. En Tampa era vox populi que Trafficante estaba completamente arruinado. Murió el 17 de marzo de 1987 tras verse envuelto, poco antes, en dos sonados procesos judiciales, uno por un intento de estafa de millones de dólares del fondo de asistencia sanitaria y pensiones de un sindicato obrero, y otra por acusaciones de extorsión y asociación delictiva que se presentaron en su contra.
Lansky sufrió asimismo muchos contratiempos. Salió de Cuba en los primeros días de enero de 1959 y regresó en marzo a fin de llevarse consigo a Carmen, su amante cubana. No la encontró en el apartamento que montó para ella en el Paseo del Prado ni en ninguna parte; se esfumaría para siempre, sin paradero conocido. El empeño de Lansky de reproducir en Santo Domingo el imperio perdido en La Habana se precipitó en el fracaso en 1961, cuando el cadáver del sátrapa dominicano Rafael Leónidas Trujillo apareció embutido en el maletero de su vehículo preferido, un Chevrolet 57, donde solía pasear por las tardes con la única compañía de su chofer.
Abrió después dos grandes casinos en Bahamas e Inglaterra, pero fiel a los dictados de Lucky Luciano, Lansky vivió en el silencio y en el anonimato gran parte de su vida. Lo perdería la notoriedad que, en contra de sus deseos, le otorgó un diario norteamericano cuando en 1969 le calculó una fortuna de 300 millones de dólares y recordó que del conglomerado de hampones que en los años 30 formaron el crimen organizado, solo Lansky seguía vivo y con poder. Luego El padrino, la película de Francis Ford Coppola, lo convirtió en un ícono cultural: Lansky era el mago judío al que se atribuía haber transformado el crimen organizado en una empresa.
Ahí mismo comenzaron sus desgracias. Washington lo declaró «enemigo público número 1». Inspectores de impuestos empezaron a examinarle hasta los calzoncillos y complicó su vida una falsa acusación de tráfico de narcóticos cuando al revisarle el equipaje en un aeropuerto, los aduaneros, con intención o por error, calificaron como drogas prohibidas medicamentos que solía consumir para sus padecimientos cardiacos. Quiso establecerse en Inglaterra, pero no se lo permitieron ni tampoco en la República Dominicana, en virtud de sus antecedentes penales. Tampoco lo aceptó Israel cuando pretendió ampararse en la Ley del Retorno.
Sus últimos años los pasó en Miami Beach en medio de una lucha feroz contra el cáncer. Paseaba a su perro por Collins Avenue y dos agentes del FBI seguían sus pasos de cerca, sin disimulo alguno, no para que ignorara su presencia, sino para que supiera que ellos lo vigilaban. Falleció el 15 de enero de 1983.
En las historias que solía contar sobre La Habana, Lansky aludía por lo general a los 17 millones de dólares en efectivo que, «por un pelito» no pudo sacar de Cuba. Decía que había sufrido aquí pérdidas enormes, mucho mayores, desde luego, que aquellos 17 millones que tuvo que dejar. Los que lo escuchaban acogían en este punto sus palabras con una sonrisa sardónica. Lansky era, como le llamaron en su tiempo, «el chico más listo de la Combinación», el financiero, el más astuto de los mafiosos. ¿Moriría en una situación económica desfavorable?
Cincuenta y siete mil dólares fue todo lo que legó a los suyos. Así consta en el testamento que en presencia de su nieta y otros familiares se leyó en el despacho de un juez del condado de Dade. ¿Solo eso? El escribidor lo duda. Cree más bien que el viejo zorro pasó dinero por debajo de la mesa.
Tropicana presentaba Ritmo y color, una producción de Rodney (Roderico Neyra) y en el segundo show, otra creación del mismo coreógrafo, Rumbo al Waldorf, con la cantante Bertha Dupuy, la revelación de 1958. Había música en vivo también en el casino del cabaré y la animación bailable corría a cargo de la orquesta Riverside y su cantante Tito Gómez, la de Fajardo y sus Estrellas y la orquesta propia del centro nocturno. En el Salón Rojo, del Capri, estaban Los Chavales de España, y en el Parisién, del Hotel Nacional, una producción de Sándor con Gina Román y la vedette peruana Ima Sumac. Martha Jean Claude se hacía aplaudir en Sans Souci, y el cabaré Caribe, del Hilton, ofrecía un espectáculo español concebido expresamente para la inauguración del lugar. En el Ali Bar, de Lawton, estaban, entre otros, Fernando Álvarez, Celeste Mendoza y Reynaldo Hierrezuelo; y en el Sierra, de Luyanó, el Conjunto Casino, la Orquesta Melodías del 40, la Orquesta Típica Sierra y Moralitos y su combo amenizaban la noche, mientras que en la pista Rolando Laserie y Ramón Veloz se disputaban los aplausos.
Aquel 31 de diciembre de 1958 fue para Meyer Lansky un día de trabajo como otro cualquiera. La larga reunión que presidió en la casa de Joe Stassi concluyó a las nueve de la noche. Pese a que su esposa estaba en La Habana y lo aguardaba en el hotel Riviera, el jefe mafioso prefirió pasar el año con su amante y decidió hacerlo en el hotel Plaza, un establecimiento que no tenía el brillo de otras instalaciones habaneras, pero que le permitiría cierta tranquilidad, lejos de las aglomeraciones propias de la fecha y del encuentro con gente conocida. A Teddy, la esposa, no se le ocurriría, ciertamente, buscarlo en ese lugar. Lansky indicó a su chofer y guardaespaldas Armando Jaime Casielles que invitara a su novia a sumarse a la velada.
Fue una cena estupenda. Sonaron las 12 campanadas; se comieron las uvas y hubo el tradicional chinchín de copas. Jaime bailaba con su prometida cuando Charles White, del casino del Capri, entró en el salón y lo recorrió con la vista. Localizó a Lansky en su mesa, se le acercó y se inclinó para hablarle al oído. Lansky escuchó el mensaje con absoluta tranquilidad. Enseguida los dos hombres salieron a la calle Neptuno y Casielles los siguió, pero Lansky le indicó con un gesto que se mantuviera a distancia. Fue un diálogo breve. White se marchó deprisa y Lansky volvió sobre sus pasos. «Se ha ido. Los barbudos ganaron la guerra», dijo, despacio, a Casielles, que no necesitó que le dijera que quien se había ido era Batista.
A Lansky le pareció demasiado llamativo el convertible que usaban esa noche y pidió un taxi para llevar a las mujeres al apartamento de Carmen. Después de asegurarse de que ambas entraban en la casa, Lansky y Casielles volvieron andando al hotel. «No hay tiempo que perder», dijo Lansky al encargado del casino y le ordenó que tomara todo el dinero en existencia en el establecimiento, incluso el de las cajas de seguridad y las reservas en efectivo, separara los dólares de la moneda nacional y llevara ambos bultos a casa de Joe Stassi, en Miramar, con vistas al río Almendares. Al rato hacía la misma recomendación a Santo Trafficante, en Sans Souci. «Lo mejor que podemos hacer ahora es volvernos invisibles. Cierra los casinos… porque en cuanto amanezca la gente se echará a la calle y no habrá Dios que la pare». Después dio las mismas instrucciones en los casinos de los hoteles Nacional y Riviera. El gerente del Plaza y Trafficante llevaron el dinero a la casa de Stassi, pero demoraron en cerrar sus respectivos establecimientos. A la vuelta de pocas horas, ambos casinos estaban destrozados. Sufrirían también daños los casinos de los hoteles Sevilla y Deauville. No quedó un garito en pie ni máquina tragaperras sobre su base. En el Capri, el actor norteamericano George Raft, que entretenía a los clientes con su conversación, impidió el asalto al casino.
Los mafiosos fueron dándose cita en la residencia de Stassi. A las nueve de la noche había armas en las habitaciones principales de la morada y montañas de dinero en la sala de estar. Stassi sudaba pese al aire acondicionado. Lansky, calmado, muy calmado y con el rostro impenetrable, llegó con una maleta y metió en ella todo el dinero posible. Lo hizo al bulto, sin contarlo. Vio la entrada de Fidel en La Habana y salió de la Isla de manera legal, por el aeropuerto de Boyeros. Los cabarés reabrieron sus puertas el 9 de enero, pero los casinos debieron esperar un poco más. Trafficante permaneció aquí tras la salida de Lansky. Un buen día, sin que nadie supiera de dónde salió la orden, lo internaron en la Estación Cuarentenaria de Triscornia, y otro buen día quedó en libertad sin que tampoco se supiera quién lo determinaba. Se fue a vivir entonces al hotel Riviera y contrató a Higinio Díaz como ayudante, que antes quiso serlo de Lansky. Pero esa vez lo convocaron al Departamento de Investigaciones del Ejército Rebelde y le dieron 72 horas para que saliera de Cuba. «Soy un jugador y un jugador pierde y gana. A mí ahora me ha tocado perder», dijo al comandante Manuel Piñeiro y le aseguró que ordenaría sus asuntos y se iría en paz. Sería Pastorita Núñez, presidenta del Instituto Nacional de Ahorro y Vivienda quien, por orden de Fidel, acabaría con los casinos de juego en Cuba, en septiembre de 1959. Se permitían en estos juegos inocuos de salón, pero para los juegos duros —ruleta, seven-eleven, razzle-dazzle…— debía pagarse un tributo de 50 000 pesos. La mafia, aunque intentó con el tiempo recuperar su posición, no aguantó el cañonazo. ¿Por qué? Años después, Lansky respondería a un periodista esa pregunta. Le dijo:
—Porque me apenqué.