Lecturas
Un sábado del mes de abril de 1819 llegaban a la ciudad de Matanzas Carlos Martínez de la Barrera y su esposa, Susana Quintero de Baeza. Don Carlos, de 38 años de edad, alto, nervioso y delgado, quería reponerse de la enfermedad pulmonar que lo aquejaba. Doña Susana (20 años) dulce, enamorada de su marido y presta a hacer por él cualquier sacrificio, sufría en silencio los celos absurdos del tuberculoso, que se creía despreciado por ella. Se instalarían en la finca El Pocito, propiedad del rico matrimonio, que tenía frente a su portada —de ahí su nombre— un pozo de brocal de piedra y abrevadero para el ganado. Allí don Carlos trataría de ser feliz si la tuberculosis se lo permitía. Poco duraría la tranquilidad en el nuevo hogar que Carlos y Susana habían amueblado con gusto y esmero. Una tarde, sin que nadie lo invitara, ni lo esperaran siquiera, apareció Alfredo, presto a presentar sus respetos y saludos a los nuevos vecinos. Era un hombre joven, bien parecido, carismático. Vivía a menos de dos kilómetros de El Pocito por el camino de Corral Nuevo.
Los días se aceraron de amargura para Carlos. El hombre, aunque no lo aparentaba, enloquecía de celos viendo cómo Alfredo se convertía en visita diaria, mientras Susana, sospechando la tormenta, se encerraba en su habitación en cuanto aparecía el visitante. No siempre, desde luego, podía evitarlo. En ocasiones se hacía inexcusable invitarlo a comer y durante aquellas cenas, Carlos miraba a Susana con una mezcla de amor y de odio viéndola sonreír ante cada uno de los chistes que Alfredo parecía contar solo para ella.
La atención de sus negocios obligaba a Carlos Martínez de la Barrera a frecuentes traslados a la ciudad de Matanzas. Por lo general, no solía distraerse en tertulias y tabernas, sino que iba a lo esencial y permanecía allí solo el tiempo indispensable. Un día demoró el regreso más de lo habitual. Susana decidió esperarlo acostada, pero, sin sueño y desasosegada, saltó de la cama. La Luna teñía la noche de misterios de plata y la carretera de palmas era una invitación abierta a lo desconocido. La cubría solo un ropón azul, ligero que, más que ocultar, ponía en evidencia su espléndida figura. Caminó hasta el pocito de la entrada de la finca. Se sentía prácticamente desnuda, pero ¿quién podría verla a esa hora ni sospecharía de su atrevimiento? En el pocito, sentada en el brocal, esperaría a Carlos… Él sí sabría por qué había salido a esperarlo de esa forma. Ella lo amaba con locura y él parecía ignorarlo.
Ocurrió entonces lo imprevisible. Sin haber escuchado sus pasos ni ningún otro aviso, Susana vio a un hombre de pie, frente a ella. Apenas pudo reprimir el susto. Era Alfredo. Regresaba a su casa y se detuvo al verla. Aunque la noche la protegía, se sintió avergonzada. ¿Qué pensaría aquel hombre de ella luego de haberla visto en aquella facha?
Balbuceó una excusa e intentaba retirarse hacia la casa cuando apareció Carlos, el esposo. Llevaba un puñal en la mano. No hubo ocasión para explicar nada. La muerte entró certera en el corazón de Susana. Alfredo asistió a la escena petrificado. Quiso gritar y no pudo. Parecía estar clavado en el suelo. Su cuerpo no le respondía. Carlos, sin mirarlo apenas, se le encimó. Una, dos, tres puñaladas y Alfredo se desplomaba herido de muerte. Tuvo todavía fuerzas para hablar. Pudo decirle a Carlos que no hubo nada entre él y Susana y que el encuentro de aquella noche había sido del todo casual. Hizo silencio Alfredo. A dos o tres pasos yacía Susana con la ropa desgarrada y más bella que nunca.
Días después, Alfredo, a quien todos buscaban, apareció cadáver lejos de la finca El Pocito. De Susana, nadie volvió a saber. Acerca de su ausencia, don Carlos no dio explicaciones a los esclavos de la casa ni a los amigos. Dejó la finca y en Matanzas esperó la partida del vapor Neptuno con destino a La Habana. Antes, había mandado a cegar el pozo y arrancar el brocal.
Dice Américo Alvarado, en sus Leyendas matanceras, que precisamente en el lugar donde estuvo el pozo se ha visto a una mujer apenas cubierta con un ropón azul que reza de manera incesante. Los guajiros más viejos del valle de Yumurí dicen que la carretera que va de El Pocito a Corral Nuevo está bendecida por esa señora que trae la suerte a quien tiene el privilegio de verla y oírla pedir a Dios el perdón para el hombre que acabó con su vida.
Esta historia ocurrió en el viejo Puerto Príncipe, en 1809, durante el largo mandato del Marqués de Someruelos, y Álvaro de la Iglesia la recogió en sus memorables Tradiciones cubanas. En esa fecha —comienzos del siglo XIX— sostenían un reñido pleito don Diego Betancourt y la familia Varona. Se daban largas al asunto, iban y venían escritos y alegatos, y tanto Betancourt como Varona, ambos ricos, tercos e influyentes, agotaban el arsenal de recursos, tanto lícitos como ilícitos, para conseguir un fallo favorable.
Ese fallo favorable dependía de un magistrado de la audiencia principeña, Ramos de apellido. Tan averiada tenía la reputación dicho juez que Betancourt lo abordó días antes de que el pleito se dirimiera en última instancia y ofreció regalarle un quitrín hermoso y flamante si inclinaba a su favor la balanza de la justicia. Aceptó el tal Ramos el regalo y aseguró, bajo palabra de honor, que complacería al querellante en su pretensión. Betancourt salió satisfecho de la entrevista. ¡Tremendo chasco se llevaría su adversario!
El día de la vista, sin embargo, el sorprendido y el indignado sería Betancourt, porque el juez Ramos, faltando a su palabra, votaba a favor de Varona, pese a tener ya en su poder el magnífico quitrín que le obsequiaran. Echando espumarajos de cólera abandonó el burlado Betancourt la Audiencia; se fue a su casa y, armado de un cuchillo, salió a discutir al venal magistrado que, encerrado a cal y canto, no se atrevía a darle la cara. Puso Betancourt bajo vigilancia la casa de Ramos y pudo al fin echarle el guante. Imaginará el lector la rociada de improperios que cayó sobre aquel magistrado sin decoro. Se apaciguaron al fin los ánimos. Preguntó Diego Betancourt a Ramos si era cierto o falso que el juez le prometió su voto a cambio de un quitrín.
—Sí, señor, lo confieso —respondió el magistrado con la mayor frescura. Es muy cierto.
—¿Quedó usted descontento del regalo? —volvió a preguntar Betancourt.
—De ningún modo… es un regalo magnífico.
—Entonces, ¿por qué faltó usted a su palabra?
El magistrado Ramos, que era un cínico sin remedio, respondió:
—Le seré franco, don Diego. Varona me obsequió con una pareja… Ya usted ve… Un quitrín no anda solo; necesita de las bestias.
Don Diego Betancourt juró cobrárselas al magistrado sin vergüenza de onza a peso, como se decía en las peleas de gallo, pero Ramos se mantuvo atrincherado en su casa. El capitán general Someruelos no tardó en conocer del hecho, y para librar a Ramos del peligro lo llamó a La Habana. No crea el oyente que lo hizo para castigarlo con un arresto en el Morro, como merecía. La toga disfrutaba de cierta inmunidad en la época. Lejos de darle su merecimiento, Someruelos nombró como presidente de la comisión de secuestros al magistrado concusionario y prevaricador. Luego, aquí en La Habana, el tal Ramos se casó con una dama muy rica y el rey de España no tardó en darle título de marqués. Cosas de la colonia.
La Prensa fue de los primeros periódicos, quizá el primero, que circuló de noche en Cuba. Allá por las décadas iniciales del siglo pasado, su redacción y talleres estaban situados en un viejo caserón que se erigía a la entrada del Paseo del Prado.
El espíritu del periódico, sin embargo, poco o nada tenía que ver con el destartalado inmueble que ocupaba, pues su director, Carlos Garrido, que moriría a la postre entre dos ediciones, era un maestro en la técnica del periodismo moderno de entonces y, a diferencia de otros diarios, concedía en el suyo extraordinaria importancia a la información deportiva y al manejo de los titulares.
Era La Prensa un periódico de dos centavos el ejemplar. En él compartían páginas algunas figuras, entonces jóvenes o muy jóvenes, que con el tiempo se barajarían entre los nombres grandes del periodismo cubano. Periodistas como Ramón Vasconcelos, Pepe Conte, Conrado W. Massaguer, Félix Soloni… Es precisamente Soloni, ese memorialista excepcional, quien hace casi ya 80 años contó la historia que retomo ahora.
Todas las tardes, cuando la horda de los canillitas se había esparcido por la ciudad con los ejemplares de la edición de La Prensa y la vieja rotativa había acallado su trepidar rugiente, llegaba hasta la portería del periódico un anciano atildado, con pelo tan blanco como su dril cien, suaves ojos azules y rostro sonrosado. Su sombrero de jipijapa, el perfume caro que impregnaba su pañuelo y sus manos regordetas y cuidadas denotaban a un hombre que disfrutada de una vida cómoda y sin sobresaltos.
A la hora de su visita, los redactores y ejecutivos ya se habían marchado, y Planas, el portero, era el dueño absoluto del periódico. Sonriente, un poco agitado por los escalones que conducían a la portería, el anciano secaba sus sienes con el amplio pañuelo de seda blanca. Apenas hablaba. Enseguida extraía de uno de los bolsillos de su chaqueta un montón de cuartillas de papel de hilo, finas cuartillas que llevaba enrolladas y sujetas por una banda de goma.
—Buenas noches, amigo —decía el anciano a Planas. Y añadía casi sin esperar respuesta a su saludo: —Aquí está el artículo de mañana… El de hoy salió bastante bien, aunque con alguna errata. Pero ¡qué le vamos a hacer! Es natural. Lo explica la precipitación con que se hacen estos periódicos de hoy.
No decía más el anciano y no demoraba en despedirse con un invariable «Que la pase usted bien».
Y aquel viejito vestido de blanco, esclavo de la negra droga del periodismo, descendía los escalones y se perdía con paso trémulo en el Paseo del Prado. Al verle bajar, se pensaba que la calesa lo esperaba en la puerta. Aquel viejo elegante parecía arrancado de una narración de Cirilo Villaverde o del Viaje a La Habana, de la Condesa de Merlin.
Recordaba el cronista Félix Soloni:
«Pero lo emocionante, lo henchido de moralejas y sugerencias, no era el anciano atildado de dril cien, bondadoso y cortés, con sus ojos azules borrachos de ilusión. Lo trascendente eran sus blancas cuartillas de papel de hilo. No había una sola letra escrita en ellas».
Y a diario, por largo tiempo, las llevó a La Prensa, sin que se supiese nunca el nombre del anciano ni de dónde salía. Nadie se atrevió a vigilarlo nunca para saber quién era. Más bien se le veía como un hombre-símbolo, el viejito de las finas cuartillas de papel de hilo que, mordido por la vocación del periodismo, entregaba todos los días al periódico La Prensa el artículo que no había escrito.
Hasta que no volvió más al diario. De seguro escribió una noche el último sueño de su vocación irreductible y por primera vez aparecería su nombre en los periódicos, bajo la viñeta de una cruz y dentro del marco negro de una esquela.