Lecturas
La visita de Urbano, un fakir brasileño que, en una urna de cristal expuesta en el vestíbulo del Teatro Martí, pasó 25 días sin comer ni beber para romper su propio récord, y la devolución a sus creadores o propietarios de las obras que Cuba había enviado 20 años antes a la Exposición Iberoamericana de Sevilla y que por desidia y apatía de Gobiernos sucesivos no habían podido volver a la Isla, signaron el acontecer noticioso del verano habanero de 1949.
Hubo asimismo en La Habana de aquellos días el caso insólito y sorprendente de la muchacha que pagó sus funerales y no murió a la postre, y de otra, que sí consumó su suicidio lanzándose al vacío desde el quinto piso de la Manzana de Gómez. Esa joven, de 21 años de edad, belleza extraordinaria y un embarazo incipiente, era la octava persona que en el transcurso de dos años escogía ese edificio para privarse de la vida.
Sobre esos y otros hechos hablaremos enseguida. Este escribidor acaba de revisar una impresionante colección de periódicos correspondiente a esa fecha y en la página de hoy recogerá tal cual algunos de ellos.
Desconocemos, lamentablemente, qué pinturas y esculturas exhibió Cuba en sus dos pabellones de la Exposición Iberoamericana de Sevilla. El catálogo oficial de la muestra, confeccionado por el país anfitrión, se deshace en elogios acerca de dichas construcciones, ejecutadas según el proyecto de los arquitectos Govantes y Cabarrocas con maderas preciosas cubanas y piedras de Capellanía y de Jaimanitas, pero nada dice sobre las obras de arte, salvo el busto del dictador Gerardo Machado, ejecutado por el español Huerta, que presidía el salón de recepciones de la delegación cubana.
El caso es que después de tanto tiempo —20 años— se suponía que Cuba había perdido el derecho a reclamar esas obras. Quedaron allí una vez finalizada la expo y ningún Gobierno cubano se interesó por recuperarlas ni se preocupó siquiera por abonar los gastos correspondientes a su custodia. Sin embargo, el señor Alfredo del Valle, director del Departamento de Cultura de la Cancillería cubana, asumió la tarea y, con instrucciones de los ministros de Estado y Hacienda, viajó a Madrid para abrir la negociación y pagar al Gobierno español lo que pidiera a fin de que las obras retornaran a Cuba. Corría el mes de agosto de 1949. La gestión resultó un éxito. Todas las obras fueron devueltas y el costo de la operación fue inferior a lo que se esperaba.
Cuba llevó más de 300 expositores a Sevilla. En estands de valiosas maderas se exhibieron tabacos, licores, cervezas, esponjas y perfumes. No faltaron el azúcar ni otros rubros de la industria, la agricultura y los servicios. En una vitrina bien proporcionada se expuso el tabaco más grande del mundo hasta entonces. Medía 2,60 metros de largo; tenía un grueso de 40 centímetros y pesaba 55 kilogramos. Una maqueta reproducía el Capitolio; se trataba, al menos en la época, del cuarto monumento de mayor altura en el mundo.
Reposada, serena, sin reflejar en el rostro la trágica decisión que, desquiciada, había tomado, Dalia Fuentes, joven y bella estudiante de Enfermería, penetró en las oficinas de la funeraria La Nacional, en Infanta y Benjumeda.
—Quiero un tendido —dijo al encargado del establecimiento. Y tras las frases consabidas que suelen cruzarse los que tratan sobre asuntos de este tipo, la muchacha pagó 150 pesos por el ataúd que seleccionó y 13 por los derechos de inhumación. ¡Qué ajeno estaba el funerario de que aquella mujer pagaba el servicio fúnebre para ella misma!
Y es que Dalia, de 24 años de edad, pensaba que nada la ataba ya a la vida. Sus padres habían muerto, hacía años que se había divorciado y vivía separada de su hija, internada por el padre en un colegio norteamericano. Creyó haber encontrado la felicidad en su relación con Manuel Alberto y en la perspectiva de su carrera, pero esas ilusiones parecían cada vez más desvanecidas. Su tío, a cuyo amparo vivía, se oponía al enlace con Manuel Alberto y este, indeciso, posponía una y otra vez la fecha de la boda. Corría el mes de agosto de 1949 y Dalia no quiso seguir esperando indefinidamente. Se fijó un plazo e hizo saber al novio que se suicidaría si no se casaban antes del 25 del propio mes.
Llegó esa fecha; ella lo presionó, pero Manuel Alberto pidió un nuevo aplazamiento. Para Dalia, sin embargo, la espera llegaba a su fin. En una carta, explicó al juez de instrucción los motivos de su determinación de suicidarse. Escribió también a su prometido. Le dijo: «No te cases nunca. Te esperaré en el más allá». Enseguida volvió a la funeraria para organizar su sepelio. Llevaba en la cartera una provisión de sedantes como para poner a dormir a un regimiento y también la pistola que sustrajo del escaparate del tío. En una florería cercana a la casa mortuoria ordenó la confección de tres coronas y de un cojín de rosas. Todas las ofrendas llevaban la misma inscripción: «A Dalita. De su Manolo».
Tomó un auto de alquiler. Había ingerido ya una dosis excesiva de barbitúricos y como no quería fallar acercó la boca de la pistola a su sien derecha. El chofer, a quien parecía extraño el comportamiento de su clienta, la observaba por el espejo retrovisor y dio un frenazo violento al percatarse de lo que aquella mujer pretendía. La pistola se encasquilló y Dalia, sacudida por las convulsiones, fue trasladada al hospital Calixto García. Tal era su deseo de morir que llegó a manifestar que los médicos no podrían salvarle la vida, y con insistencia pedía a Manuel Alberto, desplomado en un rincón de la enfermería y con más necesidad de asistencia médica que ella misma, que la besara. «Dame un beso, Manolo, el último beso».
Dalia salvó la vida. Desconoce el escribidor qué pasó con ella.
Aidé no tendría esa suerte. Intentó suicidarse y se mató de verdad. Cuando se lanzó desde el quinto piso de la Manzana de Gómez, de milagro su cuerpo no cayó sobre un hombre que caminaba por el pasillo del edificio. Los gritos de la muchacha, ya en el aire, alertaron al transeúnte que corrió y se puso a buen recaudo. Un suicida anterior rozó al caer a un caminante y le ocasionó lesiones de gravedad.
Era una muchacha cariñosa y un tanto ingenua, criada al calor de la familia. Su madre dijo a la Policía que un hombre sin conciencia se había cruzado en su camino. Ángel Verde la perseguía y le hacía promesas de matrimonio pese a estar casado. El comandante Cornelio Rojas y el capitán Hernando Hernández, jefe de la Tercera Estación, decidieron detener a Ángel. Ante el juez de instrucción Arturo Hevia, la madre de la muchacha volvió a arremeter contra el galán y lo responsabilizó otra vez con el suicidio de su hija. El juez decidió ponerlo en libertad. No vio en la conducta de Ángel Verde indicios racionales de culpabilidad.
Ambos oficiales alcanzarían con el tiempo triste celebridad. Rojas, con grados de coronel, sería jefe de la Policía de la ciudad de Santa Clara. A la caída de la dictadura batistiana, lo apresaron cuando intentaba alquilar una lancha para huir por Caibarién y, juzgado, lo fusilaron por sus crímenes. Hernández, en 1956, a la muerte de Salas Cañizares, asumiría la jefatura de la Policía Nacional con grados de brigadier general. Guardó prisión por su complicidad con el batistato.
No fue tranquilo aquel verano de 1949, hace 63 años. Por entonces, el presidente Prío maniobraba para hacer pasar un empréstito por 200 millones de dólares que endeudaría más a la nación. Había congelamiento de salarios y cesantías masivas; miles de empleados públicos quedaban sin empleo en un solo día, el 3 de julio. Se decía que el carro de la basura de la ciudad de Caibarién caminaba con leche porque eran los lecheros, y no el municipio, los que pagaban la gasolina que consumía. En Varadero, la casa de socorros no tenía personal y si lo tenía, no se notaba, y en Regla, los bomberos protestaban por la carencia de agua, lo que los hacía inoperantes en caso de incendio. Un médico, vecino de San Nicolás No. 103, en La Habana, con equipo de Rayos X moderno y laboratorio clínico completo, que trabajaba personalmente ambas especialidades y también la de medicina general, ponía un anuncio en los periódicos con la esperanza de conseguir una plaza de médico en un central azucarero. Disminuyeron sensiblemente los divorcios a causa, se decía, del sello por valor de 50 pesos que exigía el Colegio de Abogados para el documento notarial. Mientras, la renombrada «Diosa del Misterio», con domicilio en la calle K No. 102, una casa de esquina situada a dos cuadras de Línea, se ofrecía para hacer predicciones sorprendentes a los políticos, y el cabaret Montmartre, donde se presentaban en ese momento Los Churumbeles, de España, avisaba que a partir del 15 de agosto dispondría de aire acondicionado en su local de la calle P, en el Vedado.
Es en ese ambiente cuando, el 21 de julio de 1949, arriba a La Habana el fakir Urbano. Se le define como el ayunador más grande del mundo, lo llaman el astro del hambre y quiere en la capital cubana permanecer dentro de una urna de cristal durante 25 días sin comer ni beber. Hasta entonces, en Santiago de Chile y en Buenos Aires, en Lima, Caracas y Bogotá había resistido solo 24. Había cosechado éxitos además en Río de Janeiro y Montevideo, y esperaba repetir triunfos en Ciudad de México y Nueva York tras su salida de La Habana.
Urbano se tomó un descanso largo en la capital cubana. El comienzo de su demostración se anunció para el 4 de agosto, a las siete de la noche, cuando en el vestíbulo del Teatro Martí, exponentes de la prensa escrita y radial y una representación del público asistente sellarían la urna en la que se encerraría y que contaría con un acondicionador de aire marca Frigidaire, uno de los patrocinadores, aunque no se dijo abiertamente, del espectáculo.
Antes, a las seis, se ofreció en el Martí un coctel que estuvo a cargo del restaurante Miami, de Prado y Neptuno. La emisora Unión Radio, que monopolizaría la transmisión que se hiciera sobre el fakir, nombró a Urbano artista exclusivo.
El doctor Francisco Alonso, el llamado «Médico de los artistas» y que asumió la asistencia de Urbano, declaró a la prensa: «Estamos en presencia de un espectáculo pocas veces visto en nuestro medio y que cuenta con todas las garantías de seriedad. Así lo constatarán todos los que aquí vengan, tanto de día como de noche…». De inmediato, Alonso dio a conocer el parte médico: Temperatura: 36 grados. Presión arterial: 118/80. Pulso: 80 por minuto…
El acceso a la urna se mantendría durante las 24 horas del día y la entrada costaría 30 centavos. De más está decir que Urbano el fakir, que dejaba de comer para ganarse la vida, superó su propia marca.