Lecturas
Con relación a la página de la semana pasada —Paseo en la Colina— me refiere Max Lesnik, presidente en su momento de la Juventud Ortodoxa y actual director de Radio Miami, un encuentro —encontronazo más bien— entre el brigadier general Rafael Salas Cañizares, jefe de la Policía Nacional, y Miguel Ángel Quevedo, director-propietario de la revista Bohemia.
El hecho tuvo lugar en los días posteriores al sábado 21 de abril de 1956, cuando fuerzas policiales, al mando de su jefe, que portaba una carabina M-1, ocuparon, en flagrante violación de la autonomía universitaria, la Universidad de La Habana y causaron destrozos sin cuento en el Rectorado y otras dependencias docentes. Las autoridades de la casa de altos estudios valoraron los daños en unos 20 000 pesos; el perjuicio moral, sin embargo, se hizo incalculable.
«La Universidad de La Habana es jurisdicción de la Oncena Estación de Policía», declaraba Salas Cañizares a la prensa mientras las cámaras de los noticieros captaban una escena de espanto: las puertas del Rectorado se veían violentadas y el birrete, la toga y demás atributos del Rector y otras solemnidades académicas aparecían hollados en el piso. Ametralladoras de trípode fueron instaladas en la Escalinata. Y al Rector y a los decanos que lo acompañaban se les negó, de primer intento, la posibilidad de acceder al recinto.
Miguel Ángel Quevedo, dice Max Lesnik, echó en cara a Salas Cañizares el cuadro de ultraje y desolación dejado en la Universidad por las fuerzas a su cargo y la vejación a la que había sido sometido el rector Clemente Inclán.
El ventrudo y bien vitaminado militar restó importancia a las palabras del director de Bohemia. Respondió como en una ráfaga:
—Debí haberlo matado… —exclamó Salas Cañizares.
—¿Sabe usted, General, la mancha que hubiera caído sobre su uniforme de haber hecho eso?
—Mire, Quevedo, desde que se inventó el detergente no hay mancha que no se quite —repuso el jefe de la Policía Nacional.
Así andaban las cosas en Cuba en los años 50 del sigo pasado.
El ex mayor general Genovevo Pérez Dámera, jefe del Ejército cubano entre 1945 y 1949, se ganaba la vida en Miami, en 1971, trabajando como sereno, con la gorra azul y el revólver reglamentario del guardia jurado. En una entrevista que le hizo entonces la revista Réplica, de esa ciudad, declaró que no había pedido nada al Gobierno de Washington porque prefería morirse de hambre antes de humillarse, y que tampoco había aceptado la propuesta de los Somoza para que administrara una finca enorme en Nicaragua.
«Estoy viejo y cansado», comentó. Y añadió enseguida: «Mi vieja y yo somos felices, muy felices, rodeados del calor de nuestros hijos y nietos. Nuestra familia y nuestras amistades no nos han abandonado». Después, volvió la cara abruptamente y salió de manera precipitada de la habitación en la que atendía al periodista: estaba llorando.
Entre tantas confesiones de índole personal, Genovevo hizo una revelación sensacional, pero carente de todo fundamento. Afirmó que Segundo Curti, ministro de Gobernación (Interior) en el gabinete de Prío, y Paco y Antonio, hermanos del mandatario, habían ido a verlo en sus días de jefe del Ejército para que depusiera al Presidente y lo enviara al exterior.
Esa declaración provocó la contestación inmediata de Antonio Prío. «Genovevo debería estar en Mazorra; únicamente un loco puede decir algo así», comentó antes de adjudicarse un poco probable papel protagónico en la destitución del General como jefe del Ejército en 1949. Dijo que fue él quien pidió a su hermano que lo removiera.
No hace Antonio Prío, sin embargo, leña del árbol caído:
«El pobre, me da pena… ¿Verdad que está de sereno? Pero ¿qué hizo con su dinero? Él tenía dinero aquí (en EE.UU.). Yo lo recuerdo. No comprendo qué le puede haber pasado… Debe ser duro quedarse con una mano delante y otra detrás. Y en el caso de él, peor, por lo gordo que ha sido siempre».
Como dato curioso debe añadirse que a fines de 1954 o comienzos de 1955 Genovevo Pérez Dámera, senador de la República entonces por el Partido Auténtico, vendió su finca La Larga, en Camagüey, en 2 728 000 pesos.
Otro que terminó sus días en Miami con un empleo de sereno fue Francisco Batista Zaldívar (Panchín), hermano del dictador y ex alcalde de Marianao y ex gobernador de La Habana.
Hace algunas semanas desmentimos en esta página la versión que circuló en Internet acerca del cocinero cubano, y pinareño por añadidura, de la reina Isabel. El hombre, decía la información, preparaba unos chatinos rellenos con camarones que hacían las delicias de la familia real británica.
Pues bien, el presidente norteamericano Richard Nixon, en cambio, sí tuvo cocinera y valet cubanos.
«Yo tengo a mi cuidado toda la atención personal del Presidente. Lo despierto. Le sirvo el desayuno. Le escojo su comida, al igual que al resto de la familia. Debo atender a la familia presidencial. Nadie más está autorizado para ello. Estoy pendiente de sus movimientos constantemente», decía Manolo G. Sánchez en sus días de inquilino de la Casa Blanca.
Sánchez salió de Cuba en las navidades de 1961 luego de haber servido durante años a la familia de Amadeo Barletta, representante en la Isla de la General Motors y propietario del periódico El Mundo y del Canal 2 de la TV cubana.
Fina, la esposa de Sánchez, se desempeñaba entonces como doncella de la Primera Dama de Estados Unidos. Había sido la cocinera de la familia hasta que, ya en la Casa Blanca, asumió los fogones un cocinero filipino a quien ella enseñó a elaborar los platos cubanos que gustaban al mandatario.
Comentaba Sánchez que Nixon era un fanático del arroz blanco y los frijoles negros, platos que ligaba y hacía acompañar con una ensalada de aguacate y una buena ración de ropa vieja o de picadillo a la habanera; menú que había que servirle no menos de cuatro veces al mes.
Concluía Manolo G. Sánchez su relato: «Al Señor Nixon le encanta la comida cubana. La adora. Hay que ver con qué gusto la devora».
Los delegados a la Convención Constituyente de 1940 firmaron, en la localidad camagüeyana de Guáimaro, el original del texto constitucional con una pluma de oro. Solo el santiaguero Antonio Bravo Correoso no utilizó dicho adminículo, sino que se valió de la misma pluma con que suscribió la Constitución de 1901. De todos los constituyentes del 40, Bravo Correoso era el único que había fungido como delegado de la Convención anterior.
La iniciativa de valerse de una pluma de oro para rubricar la Constitución de 1940 fue iniciativa de María Josefa Michelena de Torres, directora de la escuela pública número 51. Se haría una cuestación en todas las escuelas públicas y privadas de la Isla y, a ese fin, se creó una comisión que encabezó Nicolás Pérez Reventós, presidente de la Junta de Educación de La Habana, y de la que la señora Michelena de Torres formó parte. Para operar, esa comisión tuvo el consentimiento, por resolución ministerial, del doctor Cleto A. Guzmán, secretario (ministro) de Educación.
Con los 3 160 pesos recaudados se confió al grabador Vicente Santos la confección de una pluma de oro macizo, con una placa del mismo metal que llevaría, esmaltado, el escudo de la República, con dos brillantes a cada lado.
Se dispuso asimismo que, una vez firmada la Constitución de 1940, la pluma en cuestión pasara a formar parte de los fondos del Museo Nacional.
Fue a propuesta de Juan Cabrera Hernández, delegado a la Convención por la provincia de Camagüey, que la Asamblea acordó que la Constitución de 1940 fuera firmada en Guáimaro, como homenaje a los constituyentes de 1869 y al profundo simbolismo que representaba la labor que allí rindieron ellos para las libertades patrias.
La firma tuvo lugar en la escuela Salvador Cisneros Betancourt, a las 12 meridiano del 1ro. de junio de 1940. El tren especial, con los convencionales a bordo, salió de La Habana a las siete de la tarde del día anterior y arribó a la localidad camagüeyana de Martí a las diez de la mañana. Desde allí, en automóviles, siguieron rumbo a Guáimaro, donde el Gobierno municipal con el apoyo de la provincia había organizado el acto.
Abierta la sesión, la última de la Constituyente, Carlos Márquez Sterling, presidente de la Asamblea, hizo el pase de lista y los delegados firmaron por orden alfabético. Junto a Márquez Sterling ocupaban asiento en la presidencia el secretario Emilio Núñez Portuondo y Bravo Correoso, el delegado de más edad. También, el Presidente de la Cámara de Representantes. Sobre la mesa estaba una copia en bronce de la campana de La Demajagua. El pueblo colmaba los salones del centro escolar así como las calles aledañas.
La ceremonia comenzó, como es de suponer, con las notas del Himno Nacional y se cerró, 30 minutos más tarde, con un desfile militar. Luego se brindó a los convencionales un suculento almuerzo.
No fue posible hacer una emisión especial de sellos de correo para conmemorar hecho tan trascendente, pero el Negociado de Servicio Internacional y Asuntos Generales de la Secretaría de Comunicaciones autorizó al jefe de correo de Guáimaro el uso de un cuño gomígrafo que el 1ro. de junio se impondría a la correspondencia que desde esa localidad se remitiera a toda la nación y al exterior. Gomígrafo que también debía pasar al Museo Nacional.
Escribe el periodista Luis Ortega en sus memorias todavía inéditas, que en la madrugada del 10 de marzo de 1952 se extrañó de no ver en la Ciudad Militar de Columbia a Martha Fernández Miranda, la esposa de Batista. Inquirió por ella y le respondieron que el General le había administrado un sedante para que durmiera durante toda la noche.
«Todavía debe estar durmiendo», sentenció el informante. Y añadió que de no haberse procedido de ese modo no se hubiera dado el golpe de Estado, porque ella no hubiese permitido que Batista saliera solo de madrugada.