Lecturas
«No es fácil querer al Flaco», me dijo una de las grandes figuras de las letras argentinas, pero yo lo estimé hasta donde era posible en un hombre hosco y ríspido como Jorge Timossi. Conversé con él por última vez en mayo del año pasado, en una de las jornadas del Festival de Poesía que auspicia el Proyecto Sur: Timossi participaba esa tarde en una lectura colectiva de poemas. Le dije, tajante: No insista tanto en la poesía y ocúpese de sus memorias, que es lo que esperan de usted los que lo admiramos. No sé si me hizo caso. Creo que se fue debiéndonos eso.
Jorge Timossi es uno de los grandes periodistas de la América Latina. Sus crónicas y reportajes, su bregar infatigable con la noticia, ponen en evidencia una cada vez más difuminada frontera entre periodismo y literatura. Asombran su capacidad de síntesis, sus descripciones casi fotográficas y sus retratos y caracterizaciones, que lograba de un solo trazo, y, sobre todo, su visión ubicua, su ojo particular que lo llevaba a reparar —cuestionador e irónico— en lo que otros pasaron por alto.
Si, como dice G. K. Chesterton, el periodismo es la profesión de los que se quedaron sin profesión, Timossi fue un buen exponente del aserto. Estudió Química y en un laboratorio, entre microscopios y probetas, ácidos y reactivos, escribió sus textos iniciales hasta que un día, como otros argentinos, se fue con la mochila al hombro: ansiaba conocer cómo era el continente y eso jamás lo conseguiría —se percató— desde aquel Buenos Aires donde había nacido en 1936. Sus amigos de entonces eran Rodolfo Walsh, Paco Urondo, Joaquín Lavado —el famoso Quino, el de Mafalda—. Walsh era amigo de Jorge Ricardo Masetti y fue Rodolfo quien dijo a Timossi que si en Cuba vencía la Revolución habría en La Habana una agencia de noticias que se llamaría Prensa Latina, y que ya en Río de Janeiro existía una oficina de esa agencia a la que podía remitir lo que escribiera.
El caso es que el triunfo del proceso revolucionario cubano sorprende a Jorge Timossi en tránsito hacia Perú por el lago Titicaca. ¿Continuaría la aventura de su viaje o iría hacia el periodismo, que era el centro de su vida? De todas formas, carecía del dinero necesario para llegar a Brasil, pero el poeta Thiago de Melo, cónsul brasileño en La Paz entonces, acudió providencialmente en su ayuda con aquel boleto para un tren de segunda que le permitió arribar a São Paulo.
«Así inicié el viaje más increíble y bello de mi vida», recordaba Timossi años después. Dijo además: «Cuando observas a las amebas a través del microscopio notas que se mueven constantemente. Van buscando no se sabe qué y de pronto se quedan quietas. Es el lugar donde se sienten a gusto».
A partir de ahí no se detuvo. De Río de Janeiro viajó a La Habana y aquí comprendió, como le advirtiera Masetti, que en Cuba había que ser más revolucionario que periodista. Estuvo en Santo Domingo en los días de la invasión norteamericana de 1965, y asistió en Libia al ascenso de Gaddafi al poder. Fue corresponsal en Argelia —y también en México y en Francia— y en Portugal, como enviado especial, «cubrió» la Revolución de los Claveles. Conoció en Nicaragua, donde también sirvió como corresponsal, la alegría del triunfo sandinista y vivió en Chile el día imborrable del golpe de Estado y la muerte del presidente Allende. Por la obra de su vida, y ya con la nacionalidad cubana, recibió el Premio Nacional de Periodismo José Martí que otorga la Unión de Periodistas de Cuba.
Mañoso y audaz, ningún obstáculo parecía resultarle infranqueable a Timossi en la búsqueda de la información, aunque para conseguirla debió valerse a veces de recursos extremos, como cuando, a punto de finalizar la cumbre islámica de Marruecos (1969) quiso conocer la opinión que sobre ella tenía Yasser Arafat y no halló otra forma de preguntársela que la de colarse en su comitiva para penetrar, como parte de ella, en la casa donde se alojaba el presidente de la OLP. No había encontrado aún la ocasión de presentarse cuando fue descubierto por la escolta, y «me vi inmediatamente rodeado por varios palestinos bastante altos, que ya se encargaban de mis piernas, brazos y hombros. Hice lo único que podía hacer: gritar. Y grité… Y menos mal que Arafat escuchó y entendió rápido. Pude pisar tierra otra vez… Tuve una buena entrevista».
Todas las vivencias del reportero están en los libros periodísticos que dio a conocer a partir de 1974 cuando publicó Grandes alamedas: el combate del presidente Allende, título conmovedor y lleno de humanidad que recoge el testimonio de protagonistas y espectadores de la heroica resistencia del mandatario chileno.
Su libro siguiente, Irán no alineado (1979) —escrito en colaboración con Andrés Escobar—, narra la última etapa de la sublevación popular contra el Sha y la instauración de la república islámica; hechos eminentemente políticos que el autor valoró también en su dimensión cultural. Porque bien pronto se percató, en Teherán, adonde llegó en un avión que seguía al del ayatolá Khomeini, que jamás entendería lo que allí pasaba si no se adentraba antes en el mundo persa y estudiaba el Corán. Solo así podría sacar a relucir la nuez del asunto.
De buena fuente, publicado en 1988, tiene un tono íntimo y evocativo, y las crónicas que lo conforman, más allá de la mera recopilación de trabajos dispersos, son, vistas en su conjunto, una suerte de autobiografía fascinante, las memorias de un reportero estrella que, de tanto amarlo, cuando empieza a hablar sobre periodismo termina siempre haciéndolo acerca de sí mismo.
Realidad y ficción se dieron la mano en Crónicas casi reales. Otro libro suyo es Un perfume para Lam: el Caso Óleo. Recrea en sus páginas un hecho real: el robo de ocho cuadros de uno de los pintores mejor cotizados de Cuba, y recoge la investigación y las entrevistas del autor en torno al suceso y las declaraciones y los actos de los protagonistas.
Al respecto dijo Timossi, e ilustró así su método de trabajo: «Los acontecimientos, su concatenación, su desarrollo fueron recreados sin desdeñar el dato más nebuloso o la fantasía más minuciosa. En cambio, los posibles errores, las interrogantes y reflexiones, la ficción que compone esta crónica de un suceso, pertenecen con exclusividad al narrador, ferviente partidario del alboroto que siempre causa la realidad».
Hechos, narración, ficción, recreación, crónica de un suceso… La relación entre periodismo y literatura fue, sin duda, asunto atractivo e inquietante en la obra del hombre que acaba de fallecer en La Habana a los 75 años de edad. No hubo límites entre ellos: son la misma palabra, la forma de ver y decir el mundo, afirmaba Timossi. Lo corroboró una vez más en Palabras sin fronteras (2003), aunque reconoció, con Hemingway, que nos asombraba a veces que existieran contactos tan estrechos entre ambos puntos.
La información sirve por igual al periodismo que a la literatura, dijo Gabriel García Márquez a Timossi, en 1982, en ocasión de merecer, por su narrativa, un Premio Nobel que lo fue además para su periodismo.
Siempre he pensado que Crónica de una muerte anunciada es un gran reportaje, como lo es, y así lo reconoce el mismo autor, El general en su laberinto. «La historia de Simón Bolívar es naturalmente una novela, porque todo aquello que no es documental lo he inventado», precisa García Márquez. Añade: «Pero todo el trabajo de investigación es totalmente periodístico. Es decir, estoy seguro de que si hubiera encontrado la documentación, el libro sería igual».
A quién, ante las novelas de Germán Castro Caycedo, le importará el número exacto de muertos en la Rubiela o en el Karina si el narrador supo dotar a sus libros, como se ha dicho, de una dimensión poética profunda y ofrecer en ellos una reflexión sobre la muerte que los hará perdurables. En opinión de Castro Caycedo, para quien la «gracia» de un escritor radica en escarbar en la vida y contarla, el periodista es un narrador que divulga noticias, y dice no advertir diferencias entre la técnica de una novela y la de un reportaje. Lo mismo sucedía a Miguel Otero Silva, que clasificaba como reportajes a los libros Fiebre y La muerte de Honorio y afirmaba que no era culpable de que la gente insistiera en seguir leyéndolos como novelas. Para escribir sus ficciones, el autor de El cercado ajeno necesitaba primero recorrer el escenario donde se ubicaría su historia, los personajes que allí se movían, qué comían y bebían, su vestuario…
En 1665 la peste ocasionó unos cien mil muertos en Londres. Samuel Pepys, un gran periodista, hizo el inventario de los muertos, uno por uno, y lo dejó escrito en un libro descomunal. En esa fecha, Daniel Defoe tenía cinco años de edad. Cincuenta años después de la tragedia, Defoe escribió El diario del año de la peste. Tenía dos recuerdos espeluznantes de la epidemia: la forma en la que los sepultureros pedían a las familias que sacaran sus muertos a la calle y cómo las autoridades clausuraban las puertas de las casas donde se detectaban enfermos. Pepys hizo el recuento material de la muerte; Defoe describió el Apocalipsis. El libro del primero está olvidado. Defoe, en cambio, escribió para la eternidad.
Cada vez se entremezclan más los géneros, hay entre ellos préstamos e intercambios y resulta cada vez más difícil delimitarlos. García Márquez estaba convencido de que el lector solo creería en las levitaciones de Remedios la bella si ella ingería antes una taza de chocolate —recurso perfectamente periodístico y aun publicitario— y, en cambio, un periodista como Germán Santamaría, valiéndose de las ganancias de la literatura, habla en una crónica de los 600 dientes de Cordobés y evita así el tópico de decir que el gran torero lucía una sonrisa amplia o que reía desde lo más profundo.
La literatura latinoamericana, aseveraba Timossi, tiene fuerte contenido testimonial. Hay en el continente la vocación de rescatar la memoria y de contarla. Alejo Carpentier no establecía distingos entre un periodista, un narrador y un historiador, y Juan Marinello decía que un gran periodista es un gran escritor de dotes específicas. Es por eso que el periodista nos ofrece el sentido recóndito de los hechos en la voz natural y directa —tono y resonancia— de sus protagonistas, y aborda la realidad no solo en su contorno evidente, sino que en su vuelo llega al envés de personas y situaciones, y aun cuando diga lo de todos, lo dice con una voz distinta.
Una voz distinta, una mirada que va al revés de la trama, una realidad que es vista más allá de lo aparente se advierte asimismo en las páginas que nos legó Jorge Timossi, y en las que se reitera como el gran periodista que fue, con su visión ubicua y su ojo particular para regalar al lector, fundidos en una misma línea, periodismo y literatura, realidad y ficción, historia y poesía, lo factual y lo imaginado, vigilias y sueños… Periodismo del mejor, en suma.