Lecturas
¿Fue una explosión intencional o fortuita? ¿Sabotaje, accidente o negligencia? ¿A quién culpar de la catástrofe? Las preguntas se acumulan una tras otra, pero 113 años después del hundimiento del acorazado norteamericano Maine en el puerto habanero no hay respuesta concluyente para ninguna. Lo único cierto es que el Gobierno de Estados Unidos utilizó el suceso como pretexto para declarar la guerra a España e inmiscuirse en la contienda que Cuba libraba contra el régimen colonial. En cuanto al desastre en sí, no puede precisarse si la tragedia fue motivada por una mina o un estallido interno accidental o provocado. En opinión del historiador Gustavo Placer Cervera, la causa del estampido es aún un enigma y quizá lo sea para siempre.
La duda pareció desvanecerse hace 35 años, cuando el almirante Hyman G. Rickover, asesor del presidente James Carter, publicó su libro Cómo fue destruido el acorazado Maine. Rickover sometió a análisis toda la información disponible. No tenía otra alternativa para su pesquisa, ya que el 16 de marzo de 1912 los restos del barco siniestrado habían sido hundidos ceremoniosamente, con la presencia de unidades de la armada norteamericana y cañoneros cubanos, a unas cuatro millas al norte del Morro de La Habana y a cien brazas de profundidad.
«No hemos encontrado ninguna certeza técnica en la documentación examinada de que una explosión externa iniciara la destrucción del Maine. Las pruebas disponibles están en consonancia únicamente con la explosión interna. Por tanto, llegamos a la conclusión de que fue una fuente interna la causa de la explosión», afirma el almirante Rickover en su libro.
Añade: «Lo más probable fue el calor de un incendio en la carbonera contigua al pañol de reserva de cargas de seis pulgadas. No obstante, como no hay modo de probarlo, no pueden eliminarse como probabilidades otras causas internas». Rickover señala que la explosión pudo ser originada por un sabotaje perpetrado por algún miembro de la dotación del buque, un accidente con arma de fuego portátil, la bomba colocada por algún visitante… y precisa como la más probable la del incendio de alguna de las carboneras, aunque expresa que no hay forma de descartar por completo las otras.
«Con la publicación en 1976 del libro de Rickover por parte de la Marina, Estados Unidos reconocía oficialmente, aunque con 78 años de retraso, que la causa del hundimiento del Maine era interna y que por lo tanto ni España y mucho menos los cubanos habían tenido que ver con ello», escribe Placer Cervera en su libro La explosión del Maine; el pretexto.
La verdad parecía definitivamente saldada. Pero no fue así. En 1995, un nuevo libro, Recordando al Maine, de Harold y Peggy Samuels, publicado por el Instituto Smithsoniano, salía a la luz para intentar probar justamente lo contrario. Luego de una reconstrucción histórica pormenorizada de la tragedia, los autores resucitan la versión de que el hundimiento fue consecuencia de una mina.
En febrero de 1998, el National Geographic Magazine publicaba un artículo que daba a conocer los resultados de la investigación llevada a cabo por la Advanced Marine Enterprises, entidad que acomete estudios de diseño de los buques de guerra norteamericanos. Las averías sufridas por el Maine pudieron haber sido provocadas por una explosión interna o externa, concluyó la investigación. Eso hizo que el autor del artículo tomara partido por la causa externa y minimizara la posibilidad, también reconocida en el estudio, de la causa interna.
Un mes después de la publicación de ese material, el vicepresidente de la Advanced Marine Enterprises salía a la palestra para puntualizar que la destrucción del acorazado fue fruto de un accidente fortuito. Exponía que la investigación estableció que la causa del accidente no estaba clara y que podía obedecer a una mina o a un accidente casual. Manifestaba que los datos recogidos apuntaban a la tesis del accidente más que a la acción de una mina.
El periódico El País, de Madrid, daba cuenta de una investigación de la Universidad de Valencia. «Si el hundimiento del Maine fue causa de un sabotaje o no sigue siendo un dilema histórico». Más adelante consignaban los investigadores que la quilla extrañamente retorcida del buque explica la causa de la catástrofe a partir de la combustión espontánea provocada por el calor acumulado en una carbonera adyacente al pañol de municiones de reserva y no como consecuencia de la explosión de una mina submarina.
En el transcurso de los años, esa explosión interna ha sido atribuida asimismo a una falla eléctrica y a la enfermedad psiquiátrica de uno de los tripulantes del navío que, coincidentemente, era el oficial de guardia el día de la tragedia. En el Maine, por otra parte, se fumaba en lugares donde estaba estrictamente prohibido hacerlo. Si el hecho se debió a una negligencia es probable que el culpable muriera en el acto o que, de haber quedado vivo, callara para siempre.
Poco importa ya, a la vuelta de 113 años, si el siniestro fue intencional o fortuito, si fue externa o interna la explosión. Lo que da trascendencia histórica a la destrucción del Maine, escribe Placer Cervera, «fue la manipulación que del hecho se hizo para preparar emocionalmente a la opinión pública norteamericana para la guerra. El hundimiento del Maine fue convertido así en un pretexto para la intervención en el conflicto cubano-español».
La idea de una Cuba independiente no encajaba en los planes de los sectores más conservadores de la Administración norteamericana. En esos círculos se veía con preocupación la guerra de Cuba contra España, en la que los cubanos parecían llevar la iniciativa militar. La Isla era para ellos una pieza clave en el dominio del Caribe. El presidente McKinley era partidario de comprarle Cuba a España. Otros, como Teddy Roosevelt, secretario auxiliar de Marina entonces y futuro presidente de la nación, se pronunciaban por una acción más enérgica. La explosión del Maine le vino como anillo al dedo a la fracción más agresiva. Mientras Roosevelt llamaba al envío inmediato de una escuadra a La Habana, la prensa agitaba el fantasma de la guerra y sectores populares pedían al Gobierno una rápida decisión.
Dos periódicos rivales, el de William R. Hearst y el de Joseph Pulitzer, coincidían en el mismo objetivo. El Journal triplicó su tirada diaria y alcanzó, por primera vez en la historia de un diario, la cifra de más de un millón de ejemplares. Fue en ese diario donde se acuñó la frase «¡Recuerden al Maine!», que propició un clima de franco histerismo. Los adolescentes preguntaban cuándo podrían alistarse. Búfalo Bill daba a conocer en un artículo cómo expulsaría a España de Cuba con el empleo de 30 000 indios bravos. Se hacía la proposición de organizar una unidad militar compuesta únicamente por atletas famosos y una señora subía la parada al proponer la creación de un batallón de caballería conformado solo por mujeres.
El Maine tenía mala sombra. El Arsenal de Nueva York colocó su quilla el 17 de octubre de 1888 y no fue sino hasta casi siete años después —17 de septiembre de 1895— cuando se le consideró apto para el servicio. Esa demora dio como resultado un barco desfasado, al que no quedó otro remedio que clasificar como acorazado de segunda clase.
Sufrió un incendio durante su construcción; a partir de su botadura tendría una vida accidentada y el mes de febrero siempre le resultó fatal. Quedó varado en febrero de 1896; en febrero del año siguiente, frente a Cabo Hatteras, un golpe de mar se llevó a cinco de sus tripulantes, y dos días después, esto es, el 8 de febrero, dos de sus hombres resultaron heridos por una explosión a bordo. Por último, el 15 de febrero de 1898 estallaba en el puerto habanero.
Para más señas, el día de su destrucción el Maine no debió haber estado en La Habana. Preocupado por las condiciones sanitarias de la ciudad y su puerto, y consciente de que a más tiempo de permanencia mayor era el peligro de fiebre amarilla, el Secretario de Marina norteamericano quería que la tripulación del acorazado estuviese el 17 de febrero en los carnavales de Nueva Orleans, por lo que el barco debía salir el 15 de La Habana. Por eso el Maine debía ser sustituido hasta su regreso por el torpedero Cushing. Debido a motivos inexplicables, los oficiales que transcribieron el despacho cifrado del Secretario no consignaron que el Cushing saldría de Cayo Hueso el 15. Salió en definitiva el 11. Estuvo solo un día en La Habana y el Maine no se movió de donde estaba.
Pese a su condición de acorazado de segunda, el Maine, con sus 6 682 toneladas de desplazamiento, dos hélices, 96 metros de eslora, 17 de manga y 6,6 de calado, y una velocidad de proyecto de 17 nudos, era uno de los mayores y más poderosos navíos de la armada norteamericana. Disponía de cañones de diferentes calibres y de cuatro tubos lanzatorpedos. Expresa Placer Cervera: «Era posiblemente el mayor buque de guerra que jamás hubiera entrado en la bahía habanera. Era como una fortaleza introducida en pleno corazón de la capital cubana».
Valga desmentir algunas aseveraciones en torno al Maine. Veintiséis eran sus oficiales y 328 sus alistados. Los negros no eran mayoría en su tripulación ni tampoco fueron mayoritarios entre los muertos. Murieron dos oficiales y 258 alistados; de ellos, 22 eran negros. Otros cinco alistados y un oficial —el oficial de guardia cuando la explosión— murieron con posterioridad a consecuencia de las heridas recibidas. Pero nunca se añadieron a las listas de bajas.
Se repite asimismo que la oficialidad no estaba a bordo cuando la explosión. Nada dice al respecto Placer Cervera en su libro. El capitán de navío Charles D. Sigsbee, comandante del Maine, estaba en su camarote, escribiendo, al ocurrir la tragedia. Su segundo estaba también a bordo. Sigsbee fue el último de los tripulantes que abandonó el Maine.
La presencia del Maine en La Habana fue la respuesta de Washington al llamado del cónsul norteamericano, partidario furibundo de la intervención de su país en la Isla. El 25 de enero, a media mañana, el Maine se encontraba frente al Morro. El 15 de febrero, a las 21 y 40, explotaba en el puerto. Fueron una o dos explosiones, no se sabe, y la ciudad quedó a oscuras. Se alzó una llamarada enorme. Estallaban los proyectiles de sus pañoles y pedazos de la nave caían a cientos de metros de distancia. La proa se hundió con rapidez y la popa lo hacía lentamente.
Los investigadores españoles achacaron el suceso a factores internos. Desmintieron la posibilidad de una mina; hubiera provocado una columna de agua, que no se vio, y peces muertos, que no se encontraron. Resaltaron los peligros de la combustión espontánea del carbón y no ocultaron su sorpresa de que el Maine tuviera todavía los pañoles de municiones al lado de las carboneras.
Opinaron asimismo los investigadores norteamericanos. Entendieron que la destrucción del acorazado fue el resultado de dos explosiones. Una pequeña, externa, que desencadenó otra interna, enorme.
No había más que hablar. Era la conclusión que reclamaba la extrema derecha norteamericana. La guerra estaba a la vuelta de la esquina.
Fuentes: Textos de Placer Cervera, Oscar Loyola y Federico Villoch.