Lecturas
Todos sus familiares y amigos abandonaron el país. Se quedó sola, aferrada a la inmensa casa, con sus recuerdos y sus perros y la compañía eventual de Mumi, la vieja cocinera. Perdió las ganas de vivir, no se relacionaba con los vecinos, leía sin parar durante la noche, deambulaba luego hasta el amanecer y dormía todo el día. Así comenzó la leyenda de la casa embrujada y el fantasma que caminaba en la penumbra. Se dice que los hijos de aquella mujer habían sido víctimas de un accidente terrible. No es cierto. Pero igual Luisa Catalina Rodríguez Faxas se quedó sin ellos. En sus años mozos, en una feria, pidió a una gitana que le leyera la mano. Palideció la adivinadora al hacerlo y no quiso revelarle los detalles de la lectura; solo le dijo que su final sería triste, muy triste. Así fue. Esta es su historia.
Luisa Catalina Rodríguez Faxas, nacida en Barcelona, España, el 25 de noviembre de 1922 y nacionalizada cubana, fue la última propietaria de la casa verde o de las tejas verdes; la también llamada casa Palmolive, no porque tuviera que ver con esa marca jabonera, sino por el color verde tierno de su fachada, que jugaba con el verde botella de la techumbre, y que, a la entrada de la Quinta Avenida de Miramar, llamó la atención a lo largo de los años por su acentuado e imparable deterioro.
Al quedarse sola y sin dinero resultaba imposible para Luisa ocuparse del mantenimiento de la casa. Las primeras tejas verdes zafadas provocaron el deterioro gradual del maderamen del techo que, al dejar pasar el agua de manera consuetudinaria, comenzó a hundirse. La humedad se ocupó de dañar considerablemente todo el interior de la morada. Las autoridades habaneras le propusieron un cambio de casa con el fin de ocuparse de la restauración. Así, Luisa revisó numerosas viviendas en Miramar y el Vedado, cerca del río, pero nunca encontró una que reuniera todas sus exigencias. En realidad, nunca quiso salir de allí.
Se decía que se negaba a hacerlo porque en un agujero abierto en el sótano, o en un espacio disimulado por una falsa pared, su familia ocultó todo un tesoro del que ella era dueña y que en cualquier momento podía recuperar. Nunca hubo tal cosa, hasta donde se sabe, y esa fortuna oculta es una de las tantas leyendas que se mueven en torno a esta mansión construida de ladrillo, concreto y tejas americanas, de tres pisos y sótano con garaje para cuatro automóviles y portal a su frente y costado. Con ventanas abuhardilladas y torrecilla en forma de cono. Una casa única en Cuba, se dice, por su estilo y que luego de una cuidadosa restauración llevada a cabo por especialistas de la Oficina del Historiador de la Ciudad, abrió sus puertas como centro promotor de la arquitectura moderna y contemporánea, el urbanismo y el diseño interior.
Se dice también que la casa fue construida por José López Rodríguez, Pote, y que en esta se suicidó ese acaudalado banquero y negociante de azúcares. Ninguna de las dos afirmaciones es cierta. La mansión se edificó en 1926, cinco años después de la muerte de Pote, que se privó de la vida colgándose del tubo de la ducha, en la residencia que se había hecho construir en el espacio donde después sus hijos construirían el edificio López Serrano.
Cuando resultó imposible seguirle adjudicando a Pote la casona de Quinta Avenida esquina a 2, la leyenda popular se la atribuyó a Carlos Miguel de Céspedes. El astuto y eficiente funcionario machadista la habría construido para su amante, Esmeralda. Así, se decía, él, que estaba casado, podía verla desde Villa Miramar, la casa donde se encuentra el restaurante 1830, del lado de acá de la desembocadura del Almendares. No cree este escribidor que la visión fuese posible a tanta distancia; además, Esmeralda tenía casa, puesta por Carlos Miguel, en Malecón. De todas formas, el rumor persistió y queda como expresión de uno de los grandes amores de la Cuba republicana. Los ojos verdes de Esmeralda convirtieron a su amante en un fanático de todo lo verde. Con tinta de ese color firmaba los documentos oficiales en sus tiempos de ministro, cuando resultaba obligatorio hacerlo con tinta negra. Y verdes serán las tejas que todavía le faltan al bellísimo templo del Corpus Christi, sobre el Gran Bulevar del Country Club Park —hoy Avenida 146 del reparto Cubanacán— donado por Carlos Miguel a la Iglesia Católica.
La casa verde, obra del arquitecto José Luis Echarte, fue en verdad mandada a construir, para vivirla con su esposa, por Armando de Armas, Cocó, un individuo que fue mayordomo de Palacio durante los dos períodos presidenciales del general Mario García Menocal. La vivienda, que sufriría no pocas transformaciones posteriores, lucía escocias y otros adornos similares de los de la mansión del Ejecutivo y se valoró entonces en cien mil pesos. La habitaron Cocó de Armas y su familia hasta 1943, cuando la adquirió, por sesenta mil pesos, la Compañía de Inversiones Jarpe S.A., que la vendió a su vez, en noviembre del mismo año, a la señorita Luisa Rodríguez Faxas, «de 20 años de edad, soltera, emancipada por concesión materna y vecina del Vedado, en la calle F número 558, altos, por cincuenta mil pesos», según consta en la escritura de compraventa.
Aunque Luisa era la propietaria formal de la casa, su madre, doña Manuela, llevaba las riendas de la familia, que vivía rodeada de toda una cohorte de sirvientes. Luisa estudió piano y desde muy joven comenzó a ofrecer conciertos en escenarios habaneros. Asistía a estos con vestidos exclusivos que lucía sin ropa interior, exigencia de su modisto, para que no se le vieran marcas en su cuerpo escultural. Pertenecía a clubes de la alta sociedad y se codeaba con las familias más pudientes de la capital. Casó con el escritor y abogado Mario Cabrera Saqui, un hombre pequeño, flaco y nada agraciado, con el que hacía una pareja bastante rara. De esa unión nacieron Mario Andrés, Ricardo y Regina. Su gran pasión eran los perros. Tuvo una pareja de pastores alemanes perfectamente entrenados, Brent y Bruma, dos bellezas; tres, contándola a ella que, al timón de su automóvil convertible, recorría la ciudad con los dos animales en el asiento trasero.
En noviembre de 1959 Luisa, Mario y los hijos viajaron a los Estados Unidos a fin de pasar las vacaciones en su casa de Miami. El mismo día de la llegada a la Florida, Mario, de 47 años de edad, murió a causa de un infarto cardiaco masivo. Luisa, desesperada, dejó a los niños al cuidado de una tía paterna y regresó a La Habana con el cadáver. Quería poner a su nombre las propiedades del esposo y volver al Norte para retornar a la Isla con los muchachos. No pudo hacerlo. La actitud de Washington hacia La Habana se hacía cada vez más enconada y se agriaron y rompieron las relaciones entre los dos países. Viajar se hizo cada vez más difícil y se dificultaron igualmente el correo y las comunicaciones telefónicas. Luisa nunca más pudo reunirse con sus hijos.
Uno de los pocos amigos que le quedaron fue su oculista, el doctor Pedro Hechavarría, con consulta privada en la calle 17 entre H y G, en el Vedado, y cuyo hermano, Luis Mariano, ya fallecido entonces, había sido muy querido por Luisa y Mario. Al verla sola y enclaustrada, el buen doctor comenzó a atenderla; le llevaba dinero y frutas, vegetales y viandas de la finca que poseía. Luisa era todavía, a finales de los años 60, una mujer hermosa y perfectamente encamable. Se enamoraron y casaron, algo imperdonable para la familia del Norte. Solamente su hija Regina le escribió alguna que otra vez y fue por ella que se enteró del nacimiento de sus nietos. Los hijos varones nunca le escribieron. A un amigo sacerdote que viajó a Panamá, Luisa le encomendó que desde allí llamara a sus hijos por teléfono y le trajera noticias. El cura cumplió el encargo y recibió una respuesta descorazonadora. Le pidieron que le dijera a su madre que nunca volviera a molestarlos. La profecía de la gitana empezaba a cumplirse. Poco después se divorciaría y volvería a quedar sola en su casa.
En los 70 reapareció en su vida Marisabel, hija de Luis Mariano, a quien ella quiso como a una verdadera sobrina. Era una joven alta y muy gorda, sumamente inteligente, culta, también amante de los libros y los perros, cardiópata, que le haría compañía durante varios años. Con las visitas de otros jóvenes amigos de Marisabel, «la tía Luisa», como le decían, pudo tener momentos más pasaderos, mejores comidas y hasta alguna fiestecita, salidas al cine, a restaurantes y a las tiendas, viajes al interior del país… Matriculó en la escuela de idiomas del Vedado, donde se graduó de ruso —dominaba el inglés perfectamente— mientras Marisabel culminó los estudios de francés.
La espaciosa cocina se convirtió en el lugar de las tertulias; allí los más asiduos aprendían muchas buenas costumbres de Luisa y ampliaban su cultura gracias a las conversaciones, las películas y los libros que compartían. Los jóvenes se adaptaron a sus horarios, pues en la casa verde amanecía al mediodía y se desayunaba alrededor de las dos o tres de la tarde. Luego las labores comenzaban, por lo general, con la recogida de escombros desprendidos de los techos, algún «plan tareco» en cualquier habitación y trabajos de siembra o de desyerbe en el patio. Luisa cultivaba violetas africanas y mostraba particular predilección por los bonsáis. El acopio de agua en muchas vasijas era vital y tomaba horas. El motor estaba siempre roto y se gastaba mucha en limpieza y lavado. Otra tarea maratónica era la compra de carne para los perros, lo que requería de colas y más colas, porque nunca era suficiente. El freezer era solo para almacenar esa carne que Luisa hervía diariamente inundando la cocina con un olor desagradable, pero que los perros adoraban. Lo más importante allí eran los perros. Lake y Lupe —otros pastores alemanes, su raza preferida— Kira, una pinscher a la que solo le faltaba hablar, Frisky —terrier—, Poly —cocker spaniel— además de satos que encontraba por ahí y recogía, y, al final de sus años, los dobermann Sherekan y Bagueera y su descendencia.
No se almorzaba; a veces se hacía un té con algo al caer la tarde. Después de la comida y el fregado, se veía la televisión hasta el final de las transmisiones, hora en que podía comenzar un campeonato de damas chinas o el aprendizaje de tejidos. Luisa era especialista en frivolité. Había meriendas de madrugada, mientras Luisa y Marisabel tejían sin parar. Algunos amigos creían ver sombras o fantasmas y ella se reía, pues decía que, en efecto, los había.
Luisa fue feliz en la compañía de «sus sobrinos». Los de Oriente pasaban en la casa verde sus vacaciones en La Habana. Unos se iban y otros nuevos se incorporaban hasta que ella comenzó a padecer de un cáncer de pulmón que le provocó la muerte el 11 de junio de 1999. Marisabel la sobrevivió solamente seis meses justos; falleció el 11 de enero del año siguiente, a la edad de 49 años a causa de un infarto. Al no tener descendencia y no contar con otro familiar que una medio hermana sin posibilidades de heredar, el inmueble quedó abandonado.
Algunos lectores, con motivo de la apertura de la edificación como centro promotor de la arquitectura moderna y contemporánea, me pidieron que escribiera sobre la casa verde. Estas son las dos o tres cosas que yo sé de ella.
(Con información de Jorge Luis Smith Miranda)