Lecturas
Pocos combates son tan contradictorios en la historia militar cubana como el de San Pedro. Los historiadores, cuando vivían aún muchos de sus protagonistas —cubanos y españoles—, trataron de reconstruirlo. No lo lograron del todo, pues las investigaciones arrojaron unas 50 versiones, algunas de estas contradictorias. Eso ha dificultado a los estudiosos establecer la exactitud de los hechos y despejar las incógnitas de una acción que, más allá de su importancia combativa, adquiere relevancia porque en ella encontró la muerte el mayor general Antonio Maceo, segundo jefe del Ejército Libertador.
Opera Maceo, victorioso, en Pinar del Río. Puede al fin, el 18 de septiembre, encontrarse con el general Rius Rivera, llegado por María la Gorda al frente de una importante expedición que suministra a los insurrectos valiosos pertrechos de guerra, e inicia, el 23, desde los Remates de Guane, su marcha hacia el este. Ocho mil soldados españoles, con el apoyo de las fortificaciones de Mantua, Los Arroyos, Dimas y la trocha de Viñales, se obstinan en mantener encajonado al glorioso mambí en el estrecho extremo occidental de la Isla.
Vano intento. El 24, ya con Panchito Gómez Toro a su lado, Maceo se enfrenta a la columna del coronel San Martín y la derrota en la zona montañosa de Montezuelo. Tres días más tarde la ofensiva española va contra el campamento insurrecto de Tumbas de Estorino; combate sangriento donde la tropa de Maceo causa al enemigo más de 800 bajas y otras 500 en los combates de Guao y Ceja del Negro. En un avance indetenible llega el Lugarteniente General a la peligrosa zona de Viñales y acampa en Galalón, mientras que el general español Echagüe sale de San Diego de los Baños para cerrarle el camino. Los cubanos le ocasionan más de 300 bajas y Echagüe se retira, derrotado. El 10 de octubre ya está Maceo en la loma del Toro. El 22 ataca Artemisa. Bombardea el poblado con un cañón neumático y, con los fusileros, mantiene asediada la plaza hasta la madrugada. Espera que el enemigo, mandado por el famoso general Arolas, salga de «las jaulas de loro de la trocha» a fin de batirlo en regla a campo descubierto y aunque el jefe español rehúsa el enfrentamiento, el asedio a Artemisa cumple el objetivo mambí de demostrar su fuerza en el este pinareño.
Ya ha salido Maceo de la angosta zona occidental de Pinar del Río abriéndose paso por entre una muralla de tropas españolas. Ha vencido en una de las más difíciles campañas de su historia militar. Sabe que si dispusiera de tres o cuatro mil hombres más dejaría expedito el camino para «el Ayacucho cubano» y España sería arrojada de la Isla. Pero ¿cómo armar y pertrechar a nuevos combatientes si la mayor parte de las veces sus hombres van al combate con solo dos balas? La Habana misma está a su alcance y ha comprendido, con dolor, que atacarla sin piezas de artillería es caer en una trampa, pues la capital es guardada por más de 60 000 soldados bien armados y municionados.
Se siente Maceo impotente a pesar de sus triunfos. Es todo preocupación y angustia, pues las noticias que recibe son dolorosas y alarmantes. El anuncio de la muerte en combate de José, su hermano más querido, le rompe el corazón, y el sufrimiento lo sobrecoge al enterarse de la situación de su esposa María, enferma y sin recursos en Costa Rica. Cartas que le remiten desde Las Villas y Camagüey le permiten colegir la grave crisis en que se halla la revolución y una orden de Máximo Gómez, General en Jefe del Ejército Libertador, conminándole a que se le reúna de inmediato, aumenta su ansiedad, ya que para hacerlo tendrá que burlar otra vez la trocha de Mariel a Majana.
A Gómez le resulta cada vez más difícil mantener la disciplina en el este de la Isla. El Gobierno del presidente Cisneros Betancourt le discute las órdenes y busca el modo de destituirlo y de suprimir el cargo de General en Jefe. Pero en el Consejo de Gobierno las opiniones están divididas y aunque se mantiene el propósito de eliminar a Gómez con el pretexto de haber abandonado a Maceo a su suerte en Pinar del Río, se quiere también la destitución de Cisneros a fin de que Maceo asuma la presidencia de la República en Armas y la jefatura del Ejército Libertador.
Aunque entristecido por la actitud del Gobierno, la amenaza de la destitución no lleva a Gómez a envainar su espada y sigue anotándose una victoria tras otra. «Dejaré el puesto y me iré a pelear a las órdenes de Maceo», dice a sus más fieles compañeros. Maceo, por otra parte, rechazará, al conocer de ellos, esos planes; es inalterable en su defensa del Gobierno legítimo y en cuanto a la destitución de Gómez, amenaza con ahorcar a quien se atreva a proceder en ese sentido.
Un incidente ahonda la crisis. El miembro del Gobierno Rafael Portuondo firma pases para que sus amigos visiten poblados en poder de los españoles. Gómez los recoge y anula porque son permisos no autorizados por el presidente de la República y el secretario del Interior. En represalia, el Consejo de Gobierno invita a Gómez a que renuncie si no se somete a las disposiciones gubernamentales. La respuesta del «Viejo» es tajante: «Marcho a depositar el mando como jefe del ejército en la autoridad del lugarteniente general, segundo al mando, mayor general Antonio Maceo, como está prevenido en la Constitución».
Emprende enseguida el camino hacia occidente en busca de Maceo, a quien ya cursó aviso de que se le reúna.
Pobre república si ha de navegar por estas aguas muertas», comenta el Titán al leer las cartas que dan cuenta de la gravedad del momento; cartas que ordena guardar, pero sin que su entrada quede asentada en el registro. Pierde el humor, que lo llevaba a bromear incluso en medio de un combate. Desaparece asimismo su sonrisa y se sume, cada vez con más frecuencia, en largas y silenciosas meditaciones. Debe cumplir una orden y, antes, reorganizar los mandos pinareños para garantizar la continuidad de las operaciones mientras dure su ausencia. En busca de un paso hacia La Habana manda de continuo a explorar la trocha o la explora él mismo. No hay modo de cruzarla. La vigilancia española es perfecta y enorme la acumulación de tropas. Escribe su biógrafo Raúl Aparicio: «La contrariedad fundamental, la obligación de abandonar Pinar del Río, y el motivo de esa obligación le retuercen el alma. No se queja, pero hay en él un desgarramiento profundo. En pocos días, lo que ha venido rechazando su optimismo, va coagulándose. No ve claro el destino de la patria. Le oprime ese pesar. Por primera vez se siente debilitado».
Intenta el 9 de noviembre pasar la trocha. Desiste al enterarse de que el capitán general Valeriano Weyler, que dictó días antes el bando de la reconcentración para los campesinos pinareños, se disponía a atacar, al frente de varias columnas, los campamentos insurrectos en las montañas. No quiere Maceo desaprovechar la oportunidad de enfrentarse al máximo jefe enemigo y ese mismo día combate en el Rosario contra el general Echagüe, que cae herido en la acción. Al día siguiente se bate en El Rubí con la tropa del general González Muñoz, sin que por eso se desentienda del Rosario, donde Weyler en persona ha asumido la conducción de sus columnas. El fuego no termina sino con la noche. El 11, Weyler y González Muñoz retroceden hacia Cabañas.
Supone Maceo que el capitán general no regresaría a las montañas y, siempre con el propósito de cruzar la trocha, parte hacia Guanajay. Tampoco por allí hay cruce posible. La decepción se hace mayor cuando se entera de que el jefe enemigo volvió a las lomas y quedó extraviado en los montes de Oleada. Lamenta su error. Dadas las circunstancias del caso, de no haber estado en Guanajay, hubiera hecho prisionero a Weyler. De todas formas, su ofensiva ha sido un fracaso. Perdió Weyler en sus andanzas 400 hombres y los mambises, 56.
El 2 de diciembre, en las cercanías del ingenio Regalado, busca en la trocha una grieta que le permita el paso. No la encuentra y se aleja hacia el norte para constatar que por Mariel tampoco parece existir posibilidad alguna. Son las diez de la noche y cabizbajo y a trote lento emprende el regreso al campamento. De pronto, se desploma del caballo. Está como muerto y los ayudantes que van en su auxilio no saben qué hacer. Pero abre los ojos. «Es solo un vahído», dice a los suyos para calmarlos. Su ayudante, el general Miró Argenter, atribuye el desmayo a una «pasión de ánimo». Sufre el General por la crisis que resiente a la Revolución y lo angustia la posibilidad de no poder limar las asperezas entre Gómez y el Gobierno antes de que ocurra el desenlace fatal.
En la mañana del 3 de diciembre despierta con la noticia de que el enemigo maniobra cerca del campamento, en dirección a la loma de la Gobernadora. Se alista para combatirlo. Panchito, el hijo de Gómez, cae herido, pero los españoles, en derrota, regresan a Cabañas. Maceo ha cumplido el objetivo de alejar de Mariel la columna enemiga ya que es por ese punto por donde cruzará la trocha cueste lo que cueste. Así lo ha decidido. Las cartas que recibe son cada vez más apremiantes. Expresa a Miró: «No hay más remedio; hay que salir de aquí inmediatamente. Lea esta carta y dígame si las cosas de Cuba pueden quedar así».
Escoge a los hombres que lo acompañarán a La Habana. No pueden ser muchos, pues cruzará la trocha por la bahía del Mariel, a bordo de un bote pequeño. Los cien negros que conforman su escolta y a los que llama «los diablos» lloran y protestan porque no quieren que parta sin ellos. No hay caso. Maceo se despide de prisa y bajo la lluvia y rumbo al mar, avanza sin volver la cabeza.
Enfrentará una nueva contrariedad. Por el punto donde está el bote, el oleaje imposibilita echarse al mar. Recomienda el práctico un nuevo paraje para el embarque y cargan el bote entre todos para trasladarlo al lugar seleccionado. Desde allí, al filo de las 12 de la noche, pasan, en cuatro viajes, al otro lado de la bahía. La lluvia no amaina y los expedicionarios van en silencio. La oscuridad es total y la pequeña embarcación lleva forrados los remos con paños para evitar su detección. «Son viajes lúgubres», escribe Raúl Aparicio.
Lo que sigue es peor. En el sitio convenido, no encuentra Maceo a los que debían esperarlo.
(Fuentes: Hombradía de Antonio Maceo, de Raúl Aparicio, y Diccionario Enciclopédico de Historia militar de Cuba; tomo II)