Lecturas
El primer monumento que se erigió a la memoria de José Martí fue iniciativa de Máximo Gómez en plena guerra por la independencia. Era el 9 de agosto de 1896 y el General en Jefe del Ejército Libertador, al frente de más de 300 mambises, entre los que figuraban el mayor general Calixto García y otros altos oficiales insurrectos, volvió por segunda vez al lugar donde 15 meses antes había ocurrido la muerte del Apóstol y dejó el vestigio de la visita.
El sitio estaba perfectamente identificado. El campesino José Rosalía Pacheco, vecino de la finca Dos Ríos y que había departido con Martí poco antes de su muerte, buscó, en compañía de su hijo Antonio en el campo de batalla, el pedazo de terreno donde quedó tendido el cuerpo del Héroe y al encontrarlo, por la sangre coagulada sobre la tierra, lo marcó con un palo de corazón.
Pocos meses después, exactamente el 10 de octubre de 1895, Enrique Loynaz del Castillo visitaba la zona. Llevaba una encomienda del Marqués de Santa Lucía, Presidente de la República en Armas: determinar de la manera más exacta posible el lugar del suceso con el objeto de levantar allí algún día el monumento merecido. Tanto el Marqués como Loynaz desconocían, al parecer, el gesto de José Rosalía y sería el mismo campesino quien llevase al enviado del Gobierno al lugar identificado. «Aquí —dijo a Loynaz—, aquí mismo recogí la sangre de Martí. Vea todavía la huella del cuchillo por donde arranqué a la tierra el charco de sangre coagulada para guardarla en un pomo». El hijo de José Rosalía diría muchos años después: «Debió borbollarle mucha sangre porque había un reguero grande en la tierra».
Loynaz, emocionado, besó aquel pedazo de suelo que el campesino le mostraba, levantó un acta que daba cuenta del cumplimiento de su misión y la introdujo en una botella. La enterraría debajo de la cruz de madera que José Rosalía preparó y clavaría en el lugar.
El Cauto y el Contramaestre confluyen en Dos Ríos, a tres kilómetros al norte noroeste de Palma Soriano. En camino hacia ese sitio, aquel 9 de agosto de 1896, Máximo Gómez dispuso que cada uno de sus hombres, desde los soldados hasta los oficiales, recogiese una piedra del río. Enseguida la tropa se puso en marcha, en silencio. Solo Gómez hablaba. El lugar, al fin, apareció ante sus ojos cubierto por la hierba de guinea. Ordenó su limpieza y, una vez desbrozado, el Generalísimo primero y Calixto después dejaron caer en el punto de la tragedia las piedras que portaban. A continuación lo hicieron los jefes superiores, seguidos por sus subalternos hasta el último soldado.
Se levantó así una pirámide rústica, con la cruz de madera al frente, «de cara al sol», como Máximo Gómez recordó allí oportunamente que Martí quería morir. Evocó el Jefe del Ejército Libertador el combate de Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895, la situación comprometida, la noticia inesperada de la desaparición de Martí, la incertidumbre acerca de su muerte, la imposibilidad del rescate… Algo dejó muy claro el General en Jefe: el Delegado del Partido Revolucionario Cubano fue a la muerte «con toda la energía y el valor de un hombre de voluntad y entereza indomables». Dejó sentado un compromiso: «Todo cubano que ame a su patria y sepa respetar la memoria de Martí, debe dejar siempre que por aquí pase una piedra en este monumento».
Así se hizo hasta el final de la Guerra de Independencia, en 1898. «Muchos fueron los que pasaron por el lugar y dejaron allí su piedra como testimonio de homenaje y tributo», escriben Omar López y Aida Morales en su libro Piedras imperecederas; La ruta funeraria de José Martí (1999).
Especialistas militares coinciden en afirmar que la acción de Dos Ríos, si bien cobró significación por la muerte de Martí, no tuvo gran importancia desde el punto de vista estrictamente militar. Las circunstancias en que tuvo lugar el combate han sido objeto de variadas versiones que difieren en determinados detalles, pero en general coinciden en los aspectos esenciales y, sobre todo, en la forma en que aconteció la muerte del Apóstol.
El historiador Rolando Rodríguez que, en archivos militares madrileños, descubrió y estudió con respecto a este tema documentos que «resultan tesoros para la historia de Cuba», afirma en su libro Dos Ríos; a caballo y con el sol en la frente (2002) que desde los días del suceso «elaboradores de fantasía y ficciones de género diverso, han pretendido, contra toda evidencia histórica, retorcer hechos, aferrarse a relatos inexactos o documentos repletos de lagunas y, sin contrastación adecuada o haciéndolo de manera forzada, han presentado una versión particular y totalmente errónea de los acontecimientos».
¿Buscó Martí la muerte de manera voluntaria en Dos Ríos? ¿Fue sorprendido por el enemigo en el momento en que marchaba hacia la costa a fin de salir de la Isla? ¿Se le hicieron insostenibles las desavenencias con los jefes militares de la guerra? ¿Fue la fogosidad de su caballo Baconao lo que lo hizo meterse sin querer en las líneas españolas?
El subteniente Ángel Guerra, que acompañaba a Martí en el momento de la tragedia, contó a su esposa una versión de aquel suceso que fue repetida por su hijo. Luego de cruzar el Contramaestre, junto a Gómez, una hondonada desvió los caballos de Martí y el suyo y los obligó a moverse en una línea diagonal con respecto a las fuerzas que mandaba el General en Jefe hasta que se encontraron con la avanzada enemiga. Pero este relato, precisa Rolando Rodríguez, tiene tales imprecisiones que no permiten asumirlo al pie de la letra.
Otra versión poco fiable coloca a Martí sumado a un destacamento mambí, con el que se encuentra accidentalmente, que machetea a una avanzada española y persigue a los sobrevivientes hasta la casa de José Rosalía, donde buscan refugio. Allí, la esposa del campesino, escondida con sus hijos debajo de una cama, escucha al Apóstol conminar a Guerra a marchar adelante, solos. Fue así que tropezó con la tropa enemiga que lo aniquiló. Si tal cosa hubiera ocurrido, alguno de los componentes de ese destacamento se hubiera constituido en testimoniante de los hechos. Nadie lo hizo. Ninguno de los protagonistas principales de la acción de Dos Ríos aludió siquiera a ese pasaje.
Numerosos testimonios avalan la condición briosa e incontrolable del caballo. Padecía del mal de asustarse y desbocarse. Pero Martí, dice Rodríguez, si bien no era un jinete consumado tampoco era inexperto. Por cierto, en la acción, Baconao fue alcanzado por una bala que le penetró por el vientre y salió por una de las ancas. Sobrevivió a la herida y Gómez ordenó que lo soltaran en la finca Sabanilla con la indicación expresa, como respeto a Martí, de que nadie más lo montara.
Martí en ese momento marchaba por el centro de la provincia, lejos de la costa, de manera que no era su intención, al menos inmediata, la de salir de Cuba. Cinco días antes anotaba en su diario que meditaba sobre la conducta que debía adoptar: si permanecía en la manigua o salía al exterior, como lo querían Gómez y Maceo. Hablar de suicidio por otra parte, afirma Rodríguez, solo evidencia desconocimiento de su carácter, sin contar que de marchar al sacrificio no hubiese invitado a su joven ayudante a acompañarlo. Para un hombre de su ética hubiera sido injusto arriesgar una vida ajena en un destino que era el suyo.
«Se desconocería u olvidaría que Martí era un político depurado que sabía de litigios, ataques injustos y hasta de humillaciones, sin que lo condujeran nunca a depresiones por la sencilla razón de que no podía permitírselas», puntualiza el autor de Dos Ríos: a caballo y con el sol en la frente. Él estaba preparado para apurar acíbar, hiel. Cómo no recordar estas palabras suyas, todavía frescas cuando cayó: «No habrá dolor, humillación, mortificación, contrariedad, crueldad, que yo no acepte en servicio de mi patria». Por el contrario, a encrespadas tormentas, borrascas temibles y cielos encapotados, siempre respondió de manera altiva, firme, valerosa. De hecho, nunca se vio flaquear a su membruda voluntad y, en todo momento, se sobrepuso al peor contratiempo. Porque fue siempre un luchador que se enfrentó, sin lirismo alguno, con temple y nervio, a la adversidad y cuando se impuso la tarea de independizar a Cuba, sabía que su ruta se repletaría de más zarzas que de flores. Para aquel hombre, la meta resultaba más importante que el camino».
El 19 de mayo de 1895, al regresar al campamento de Vuelta Grande, de donde salió el 17 para hostilizar, con unos 30 hombres, el convoy que conducía el coronel Ximénez de Sandoval, Máximo Gómez encontró que el mayor general Bartolomé Masó, al frente de una partida de 300 hombres, acompaña a Martí. Revistan las tropas los tres generales y las arengan Gómez y Masó. Toca después el turno a Martí. Por Cuba estoy dispuesto a dejarme clavar en la cruz, les dice y los combatientes, quizá sin comprender del todo sus palabras, lo aclaman. ¡Viva el Presidente!, gritan.
Almuerzan. Los ordenanzas tienden las hamacas de los jefes para la siesta, y Martí, se dice aunque parece poco probable, trabaja en la redacción de lo que sería la Constitución de la República en Armas. De pronto un teniente, que penetra en el campamento a todo correr, da la noticia: se escuchan disparos en dirección a Dos Ríos. El General en Jefe ordena montar a caballo. El Delegado no permanecerá en el campamento, como aseguran algunas versiones.
Gómez quiere entablar combate en un sitio alejado de Dos Ríos, donde se le facilite maniobrar a la caballería. No lo logra y tiene que emprender la acción en ese lugar, a unos cuatro kilómetros de Vega Grande. Vadean los insurrectos el Contramaestre y ya en la sabana una avanzada española trata de detenerlos. Los mambises la aniquilan, pero la columna de Ximénez de Sandoval, formada en cuadro, rompe el fuego contra los cubanos. El General en Jefe trata de proteger al Delegado. Le ordena: «Hágase usted atrás, Martí, no es ahora este su puesto».
Detiene Martí un tanto su caballo y Gómez lo pierde de vista, concentrada su atención en el enemigo. Es probable, dice Rodríguez, que Martí merodeara por el terreno tratando de aproximarse al escenario inmediato de la lucha hasta que en compañía de De la Guardia se lanza al galope contra las líneas españolas hasta colocarse a unos 50 metros a la derecha y delante del General en Jefe, donde ambos jinetes se convierten en blanco perfecto de la avanzada contraria, oculta entre la hierba. Pasan el Delegado y su acompañante entre un dagame seco y un fustete caído y las balas se ceban en el cuerpo del Apóstol, que se desploma.
¿Está todavía vivo? ¿Es cierto que un práctico cubano, El Mulato Oliva, lo remata con su tercerola? Ya lo veremos el próximo domingo.
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