Lecturas
María Luisa, la esposa, atiende a Lezama con desvelo y cariño. Se comprenden. Se sienten, en una dimensión profunda, necesarios el uno al otro. Ella tiene también a toda su familia fuera de Cuba. Son pues dos soledades que se han unido para darse un poco de compañía.
El país, todo el pueblo, padece carencias a veces traumáticas. A Lezama, aunque nunca tuvo menos de cinco platos en su mesa —lo sé, me consta— le obsesiona la idea de que pueda faltarle la comida. Le angustia la posibilidad de que le falten los medicamentos antiasmáticos que familiares y amigos, entre ellos Julio Cortázar, le remiten desde el exterior. Piensa que la crisis del transporte público es más grave de lo que era en realidad y apenas sale de su casa porque teme que si lo hace no encuentre la posibilidad de regresar. Así, se condena a su sillón, «peregrino inmóvil para siempre», como expresó al escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez.
El año de 1970 había marcado la apoteosis del poeta. Se le agasajó en ocasión de su cumpleaños 60, se recogió en un volumen su Poesía completa y se dio a conocer ese espléndido libro de ensayos que es La cantidad hechizada, mientras que la Casa de las Américas publicaba una excelente recopilación de textos sobre su vida y su obra. Lezama, ninguneado por muchos durante años antes de 1959, parecía haber alcanzado su consagración definitiva solo para caer en el olvido y la relegación más completos en 1971.
Recurro a Reynaldo González: «Todo eso agravó la situación de Lezama entrampado en un cerco superior a sus fuerzas. El acoso venía desde antes, cuando al éxito internacional de Paradiso le siguieron incontables ediciones extranjeras de su poesía y su ensayística. Pero también conoció la insistencia por convertirlo en combustible de una lucha ideológica de la que a duras penas podía zafarse».
Valga aclarar que José Lezama Lima no fue nunca un enemigo de la Revolución. Saludó con júbilo su triunfo en 1959, y se mostró siempre de acuerdo con su política de amplio beneficio popular. Cuando en una conversación telefónica su hermana Eloísa le dijo que ella, al irse al exilio, siguió la suerte de medio millón de cubanos, el escritor, con orgullo y firmeza, le respondió que él, al quedarse, seguía el destino de todo un pueblo.
Disfruta con los amigos que lo frecuentan. Tiene el gusto de la conversación inteligente. Virgilio Piñera y los entonces jóvenes Antón Arrufat, Reynaldo González, Umberto Peña, Chantal y José Triana, lo visitan en la noche de los martes —o los jueves, ya no recuerdo— de cada semana en su casa de Trocadero. Animan una tertulia memorable y degustan, mientras conversan, «el mejor té de La Habana Vieja», como calificaba Lezama al que preparaba María Luisa. Asiduo también, pero en solitario, es Miguel Barnet, que colma, cuando aparece, la alegría del poeta. No faltan Cintio y Fina ni monseñor Gaztelu, amigos queridísimos. Tampoco las hermanas de Amelia Peláez, que llevan siempre una fuente de yemas dobles, tan gustadas por el poeta. A otros, como a este escribidor, abre de par en par su rica biblioteca, en la que guarda primeras ediciones de autores españoles del Siglo de Oro, que fue comprando a plazos, y un ejemplar de Episodios de la Revolución Cubana, de Manuel de la Cruz, dedicado por su autor a José Martí y que tiene anotaciones y subrayados del Apóstol.
Le llegan libros nuevos y revistas del exterior. Repasa a Proust, a Góngora, a Quevedo. Relee a Martí. Escribe aun cuando sabe que las horas muertas son muchas y no siempre pueden llenarse con poemas. Su obra no siempre le propina interpretaciones generosas, dice el ensayista Reynaldo González. Ni dentro ni fuera del país. «Dentro arrastró la inquina de rencillas literarias enquistadas y, gracias a la polarización que propiciaron los cambios, llevadas a verdadero terrorismo cultural». El desierto está creciendo, repite Lezama recordando a Zaratustra.
Una solución hubiera sido que saliera temporalmente de la Isla. Lo invitan instituciones culturales y editoriales extranjeras, y María Luisa insiste en que las acepte. Se dice que de manera continuada le negaron esa posibilidad. No estoy seguro de eso. Cuando en 1969, la UNESCO lo invitó a París, el poeta, con toda la documentación necesaria en la mano para salir de Cuba, canceló inesperadamente el viaje en el último minuto, como antes, en 1939, terminó por no aceptar la beca que por intermedio de Juan Ramón Jiménez le concedió la Universidad de Gainesville, en Florida.
Le pregunté qué lo hizo desistir del viaje a París. Me respondió: «Solo una delgada lámina de aluminio nos separa de la eternidad cuando viajamos en avión». Comentaría a Pablo Armando Fernández que le había consultado a su madre, fallecida cinco años antes, su parecer sobre la ida a París, y que ella le contestó: «Joseíto, no hagas ese viaje».
Aparte de una estancia que de niño hizo en Estados Unidos junto con su familia, Lezama solo salió de Cuba, y siempre por poco tiempo, en dos ocasiones: México, en 1949, y Jamaica, al año siguiente. San Agustín decía que quien moría fuera de la Ciudad de Dios no alcanzaba la resurrección. Para José Lezama Lima la Ciudad de Dios era La Habana.
Lezama y Virgilio Piñera se conocieron en los días de la revista Espuela de Plata. Virgilio lo atacó en su revista Poeta, y como Lezama supo que volvería a ser atacado en un número subsiguiente de dicha publicación, en una ocasión en que coincidieron en el teatro Auditórium lo invitó a resolver el diferendo a puñetazos. Intercambiaron algunos golpes en el parque de Calzada y D, pero el pintor Mariano Rodríguez, que seguía el incidente desde una esquina, al grito de «Ahí viene la Policía», logró detener la pelea y que los contendientes corrieran cada cual por su lado.
Volvieron luego a amigarse. Virgilio está entre los colaboradores de la revista Orígenes y Lezama le confía una especie de corresponsalía en Buenos Aires. Las diferencias se ahondan cuando José Rodríguez Feo se separa de Orígenes y con Virgilio a su lado comienza a editar la revista Ciclón, y luego, ya en 1959, cuando se acerca a los jóvenes de Lunes, semanario cultural del periódico Revolución. Sin embargo, tras la publicación de Paradiso, Virgilio se comunica con Lezama por teléfono. «Yo no puedo estar peleado con el autor de una novela como esa». Lezama, que siempre dejaba la puerta abierta para «la reconciliación total y dulce», frase de Pascal que gustaba repetir, respondió: «Esperaba su llamada. Venga a verme cuando usted quiera».
A partir de ahí la amistad no volvería a interrumpirse. En ocasión del cumpleaños 60 de Lezama, Virgilio escribió unas páginas sobre Lezama en las que no dio entrada, sin embargo, a detalles de la relación personal. Lezama a su vez le dedicaría un poema cuando Virgilio arribó a igual edad. Habrá otro poema. Lo escribe Virgilio el día de la muerte de Lezama en el vestíbulo de la funeraria, pues no se atrevió a entrar a la capilla mortuoria: Dice en sus primeros versos: «Por un plazo que no puedo señalar / me llevas la ventaja de tu muerte: / lo mismo que en la vida, fue tu suerte / llegar primero. Yo, en segundo lugar…».
Lezama, que siempre trabajó en la niebla y en la oscuridad y aun dentro del caos, sufre en silencio el silenciamiento y sigue escribiendo con su alegría trabajadora. Pero ya nada es lo mismo y pese a los reclamos de editores extranjeros se niega a publicar sus libros si antes no aparecen en su patria. Así lo sorprende la enfermedad y la muerte, el 9 de agosto de 1976.
Había comenzado a padecer de una incontinencia urinaria y parece que en algún momento llegó a orinar sangre. Su médico lo atiende con esmero, pero el poeta se niega a internarse en un hospital cuando lo exige el curso de su padecimiento. Vive convencido de que los Lezama mueren cuando ingresan en una casa de salud. Así sucedió con su padre, su madre, su hermana Rosita…
El viernes 6 de agosto lo visita Alba de Céspedes, la escritora italiana de hondas raíces cubanas. Lo encuentra muy desmejorado, abatido, ensimismado. Al día siguiente, de mañana, Alfredo Guevara, titular del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos, en nombre del doctor Osvaldo Dorticós, entonces Presidente de la República, se comunica por teléfono con María Luisa. Alba había comentado en altas esferas del Gobierno acerca de la enfermedad del escritor. Guevara informa a María Luisa que todo está previsto en el pabellón Borges del hospital Calixto García para recibir a Lezama; lo espera el cuerpo médico en pleno de dicho pabellón y que una ambulancia había salido ya a buscarlo. Conversaban todavía Guevara y María Luisa cuando el vehículo aparcaba frente a la casa. Pero Lezama se niega a salir de ella. Dice: «Hoy no estoy para hospitales; mi mente no está acondicionada aún para la mudanza».
El domingo 8 vuelve la ambulancia. Ya en el hospital, le diagnostican una pulmonía y se decide someterlo a un tratamiento intensivo. Lezama, muy intranquilo, estuvo consciente hasta las ocho de la noche. Después cayó en un letargo y a las dos de la mañana del lunes 9 era cadáver. Murió de un infarto cardíaco. En opinión de los médicos y de la misma María Luisa fueron fatales las 24 horas perdidas entre la mañana del sábado y la del domingo. Lezama decía que su padre había muerto de una «tonta» pulmonía. Otra «tonta» pulmonía se le atravesaba a él en el camino.
Había escrito su último poema meses antes. Hizo toda su obra para llenar una ausencia y buscar una compañía insuperable. El pabellón del vacío es el título de ese poema. Dice en sus versos finales: «Me duermo / en el tokonoma / evaporo el otro que sigue caminando».
Lezama Lima, ya centenario, sigue su camino en los jóvenes que buscan sus libros. En las imágenes bellísimas, atrevidas y perturbadoras de una película. En su obra inabarcable.