Lecturas
En varias ocasiones he aludido en esta página a El Águila Negra, el guajiro de Tacajó que se convirtió en uno de los grandes estafadores internacionales de todos los tiempos.
Lo hice siempre de pasada porque no disponía de información suficiente. Soy, sin embargo, un escribidor afortunado. Un lector solidario, Antonio Lemus Nicolau, de Gibara, Holguín, que me ha sacado de apuros similares, pese a que no nos conocemos personalmente, me hizo llegar en fotocopias largos fragmentos de la prolija investigación que sobre el personaje acometió el periodista holguinero Ángel Quintana Bermúdez y que recogió en un libro que desconocía hasta ahora, El Águila Negra y otras historias.
Quintana Bermúdez buceó en archivos y hemerotecas en busca de datos sobre El Águila Negra y localizó y recogió el testimonio de algunos de sus familiares radicados en Cuba. En el curso de la investigación, uno de los hijos del experto timador, periodista radicado en Panamá, se puso en contacto con Quintana Bermúdez. Él también acopió información sobre su padre y había escrito «un novelón», que envió a un concurso sin resultado positivo alguno. Entonces todavía vivían, en Venezuela y México, otros hijos del estafador. Pero ya su esposa, la panameña Griselda Contrera, había muerto, en 1983, llevándose con ella, dice uno de sus vástagos, «el verdadero secreto de El Águila». Unos tres lustros antes, en 1967, en México, había muerto a los 80 años de edad, víctima de un derrame cerebral, el más increíble y sagaz de los tramposos, sin que la policía de país alguno, apunta Quintana Bermúdez, supiera dónde guardó su mal habido caudal.
Hasta donde sé, y por las fotocopias de sus materiales, lamentablemente incompletas, que me remitió Lemus Nicolau, el periodista Quintana Bermúdez no escribió una biografía. Pero en las crónicas que dedicó al personaje mucho se atisba acerca de su vida y «hazañas». De niño sufrió en carne propia los rigores de la Reconcentración ordenada por el sanguinario Valeriano Weyler y nunca pudo asistir a escuela alguna; pero cuando supo hacerlo leyó todo lo que cayó en sus manos, sobre todo en las cárceles que le tocó conocer. Salvó milagrosamente la vida cuando un torero burlado lo tiró al mar desde un trasatlántico, en una zona infestada de tiburones, y en China se libró en tablitas de la furia de un terrateniente a quien estafó de manera consuetudinaria y que después de hacer que le propinaran una paliza descomunal, lo condenó a trabajar como esclavo en sus arrozales por el resto de sus días. En 1937 estuvo a punto de estafar nada menos que al temido José Eleuterio Pedraza, jefe de la Policía cubana...
La de El Águila Negra es una vida de novela, en la que, como a un Edmundo Dantés tropical, no falta su Abate Farías. En efecto, en la cárcel de Santiago de Cuba encontró a un verdadero amigo y maestro, El Murciélago. El anciano delincuente advirtió la inteligencia y la audacia del joven imberbe y le enseñó todas las trampas posibles en los juegos de cartas y lo instruyó en el difícil arte de engañar al prójimo. Poco antes de morir, El Murciélago lo declaró su heredero y le cedió, como único legado, un grueso cinturón de cuero. Cuídalo, es de buena piel, comentó al entregárselo. La piel, por buena que fuera, no podía pesar tanto y El Águila advirtió que aquel fajín pesaba mucho. No podía ser de otro modo porque guardaba, en su doble forro, decenas y decenas de monedas de oro.
En primera claseJosé Roque Ramírez es el nombre verdadero de El Águila Negra. Nació el 16 de agosto de 1888, en la localidad holguinera de Tacajó. Trabajó la tierra sin éxito y era todavía muy joven cuando, en la ciudad de Guantánamo, se inició en la vida delincuencial: pasaba billetes falsos de 20 dólares; no existía aún la moneda cubana. Lo descubrieron, pero pudo evadir la acción policial. En Boca de Samá, donde buscó refugio, su madre lo enseñó a leer y a escribir y allí, durante tres años, se mantuvo tranquilo y olvidado hasta que quiso ir a su pueblo natal para ver cómo andaban las cosas. Le echaron el guante y, con una condena de 12 años de privación de libertad, fue a parar a la Cárcel Provincial de Oriente, sita entonces en la calle Marina número 12, en Santiago de Cuba.
Es en ese establecimiento penal donde traba relación con El Murciélago, un gaditano de nombre Leonardo Tejeda Legón, condenado a 30 años por la muerte de su amante. Simpatizan, juegan a las cartas y conversan durante horas. El muchacho es listo y Tejeda sabe tanto por viejo como por diablo. Pronto caen en boca de los otros reclusos y los comentarios crecen cuando se advierte que la vida de Roque Ramírez y del anciano mejora por día. Ya no comen del rancho aborrecible de la prisión, sino que se hacen traer la comida de fuera, disfrutan de buenos tabacos y no les faltan las bebidas alcohólicas que los custodios, condescendientes, les permiten pasar.
Y es que El Águila Negra ha empezado ya a hacer de las suyas. En cartas que salen de la prisión santiaguera da cuenta a hombres ricos de otras localidades de un cuantioso tesoro cuyo escondite guarda en secreto un oficial preso. Se necesitaba de mucho dinero para sacarlo de la cárcel, pero a cambio el oficial, tan pronto estuviera en la calle, estaba dispuesto a compartir su fortuna con los que lo ayudaran. Las cartas van escritas en el papel timbrado del doctor José Roque Ramírez, abogado con domicilio en Marina número 12, la misma dirección de la cárcel.
La venta de acciones del tesoro escondido marcha a todo tren y en el supuesto bufete llueven las cartas de respuesta y, lo que es mejor, los certificados de giros postales emitidos a nombre de Roque Ramírez hasta el día en que el juez municipal de Arroyo Blanco, extrañado de no recibir aviso por los más de 3 000 pesos que invirtió en el negocio, tomó el tren con destino a Santiago. Ya en la ciudad localizó la dirección y ahí mismo ardió Troya. Dos años más vinieron a sumarse a la condena de El Águila Negra.
No los cumpliría. Volvió a tomar papel y pluma y escribió textos conmovedores encaminados a obtener su indulto. Una de esas cartas, remitida a la esposa de un ministro del presidente Menocal, dio en el blanco. La señora abogó a su favor y le concedieron la libertad.
Las trampas que tan bien le enseñó El Murciélago le permiten salir vencedor en cuanto juego de naipes participa. En Sagua la Grande, de una sola sentada, acopia 5 000 pesos, y 6 000 en Ciego de Ávila. Pero quiere ver mundo. El puerto mexicano de Veracruz será su destino. De ahí, elegante y con buenos modales, bien vestido y con una conversación fácil y amena, emprenderá las travesías, siempre en camarotes de lujo, que lo llevarán a Barcelona, Londres, Manila, Shangai, California, Buenos Aires...
Oro puroEn Canadá le birla un cuarto de millón de dólares a una anciana a la que había jurado amor eterno. En la Guayana francesa juega a las cartas con el Gobernador General de la colonia y lo despoja de varios miles de dólares. En la Pampa argentina deslumbra a patrones y peones. Se hace llamar Belisario Roldán y es un rico magnate petrolero de Tampico. Los gana a todos con su verbo locuaz, su cordialidad, su gentileza. Se muestra como un caballero opulento y generoso que sabe hacer regalos fantásticos a los ricos y sorprender a los que lo sirven con propinas insospechadas. En Bahía Blanca, también en la Argentina, adquiere caballos de pura sangre y más de mil toros con destino a su granja experimental, en México, y se escabulle antes de pagarlos. No se marcha de la Argentina sin estafar a un importante joyero bonaerense por más de 60 000 dólares.
En la ciudad haitiana de Puerto Príncipe se presenta como un diplomático mexicano interesado en adquirir, por instrucciones de su gobierno, grandes cantidades de café. Es ahora el señor Castañón y pone en su mirilla a un caficultor francés radicado en la isla, el señor Berard, viejo, arisco, egoísta y ambicioso. Le compra todo un cargamento del grano, que no le paga, pero que llega a su destino, en Veracruz. Enseguida le ofrece 100 000 dólares por su posesión y le explica el motivo. Ha descubierto en ella un entierro de barras de oro. No accede el francés a la venta, pero está dispuesto a compartir las ganancias con el cubano. Busca Roque Ramírez un detector de metales, opera el aparato, perciben sus señales y excavan. Cincuenta lingotes salen de la tierra. Raspa Roque uno de ellos y Berard, estremecido, recoge las limallas que luego analizará un joyero. No hay duda posible: es oro puro.
Como nadie en Haití lo compraría, Castañón otorga un voto de confianza al francés y lo insta a que viaje a Nueva York, donde la Casa Morgan se perfila como un comprador seguro. Le pide un favor, que le anticipe 30 000 dólares para emprender cierto negocio no previsto en su presupuesto. Da Berard gustoso el dinero e invita al cubano a que se instale en su residencia hasta que regrese. En Nueva York el fiasco fue total. Eran de bronce los 49 lingotes que llevaba. El que sí era de oro puro había quedado en poder de El Águila Negra, que pidió conservarlo como recuerdo.
FinalEl intento de estafar al coronel Pedraza costó a El Águila Negra dos años de cárcel. En 1943 regresa a México y se instala en su lujosa residencia de Chapultepec. Lleva esa vez, producto de sus estafas, unos 270 mil dólares consigo. Dos policías cubanos, Jacinto Hernández Nodarse y Luis Torres Catá, le siguen los pasos. La justicia cubana lo reclama y a sus requerimientos la policía de México lo detiene en más de diez ocasiones. Gasta Roque Ramírez una fortuna en abogados que retardan una y otra vez la extradición hasta que, por orden del ministro de Gobernación, lo confinan en la prisión de Lecumberri. Alega Roque Ramírez su condición de ciudadano mexicano, pero son falsos los documentos con que pretende avalar su ciudadanía y Cuba demuestra que no se trata de dos sujetos con el mismo nombre, sino de un solo hombre con dos personalidades. La repatriación está cerca y El Águila Negra encarga a su esposa que contrate los servicios del pistolero Pavía Franco, que, con su banda, ultimaría a sus custodios en el camino del aeropuerto. Nada pueden hacer.
En la tarde del 5 de agosto de 1944 llega a Rancho Boyeros el avión que trae a Roque Ramírez para pasar en el castillo del Príncipe la más larga temporada penitenciaria de su vida. Batista lo indultó en 1953 y enseguida se trasladó a México con su familia.
(Fuente: textos de Ángel Quintana Bermúdez)