Lecturas
Los carnavales, las parrandas de Remedios y las charangas de Bejucal son las fiestas populares más genuinas y cubanas. Todas tienen un origen remoto y todas, en su devenir, evolucionaron y se enriquecieron sin perder su esencia. En estas, el cubano se divierte y disfruta plenamente.
Aunque los carnavales se celebran a todo lo largo y ancho del país, son los de las ciudades de La Habana y Santiago de Cuba —cada uno con sus características— los más connotados. Más de espectáculo el primero, más de participación el otro, ambos festejos, con sus desfiles y paseos, las evoluciones de las comparsas, máscaras y disfraces, nacieron en los días de la esclavitud, cuando los negros recibían, el 6 de enero de cada año, el permiso de sus amos para salir a la calle y entonar sus cantos y marcar el paso de sus bailes al son de los instrumentos que la nostalgia les hizo reconstruir en estas tierras.
Fue un cura católico, sin querer, quien dio origen a las parrandas en el viejo poblado de Remedios, en la región central de la Isla. Cuentan que el sacerdote, para convocar a sus feligreses a las misas de aguinaldo —entre el 16 y el 24 de diciembre— no halló modo mejor que despertarlos, de madrugada, a fuerza del ruido infernal de latas llenas de piedras, cacharros de cocina y otros «instrumentos» nada armónicos, de manera que, imposibilitados de dormir, concurriesen a la iglesia.
En el nacimiento de las charangas de Bejucal intervinieron también los esclavos que, tras la misa del gallo, bailaban al compás del tambor alrededor del templo de esa localidad de La Habana profunda, mientras que blancos y mulatos disfrutaban del espectáculo que regalaban aquellos negros que con movimientos frenéticos invocaban a sus dioses.
No tardaron las charangas en convertirse en escenario de la aguda confrontación entre españoles y criollos, y surgieron así el bando de los malayos, que agrupaba a los primeros, y el de los musicanga, donde se concertaban negros —esclavos y no— mulatos y blancos que seguían el furioso compás de los tambores, mientras que los malayos desfilaban muy tiesos, en actitud casi marcial, al ritmo de su banda.
Así llegó el siglo XX y los grupos recibieron nuevos nombres. Musicanga pasó a ser La Ceiba de Plata, con el color azul como distintivo y el alacrán como símbolo. Malayos se llamó La Espina de Oro y se decidió por el rojo y el gallo. Hasta hoy.
En Remedios, la iniciativa del cura agradó a la muchachada y poco después cada uno de los dos barrios en que se divide la ciudad contaba con su cuadrilla de músicos infernales, quienes poco a poco cambiaron su instrumentación y perfeccionaron su ritmo hasta convertirlo en el actual repique de gangarrias, rejas, botijas, cencerros y tamboras que identifica a las parrandas remedianas.
Carmelitas y sansaríesEn cada Navidad, los moradores de un barrio acudían a despertar a los del barrio vecino... Así se arribó al año de 1871 y a partir de ahí las parrandas cobraron la estructura que en lo esencial todavía mantienen.
Es la fiesta más loca del mundo, afirma el escritor Leonardo Padura. Se prepara a lo largo de todo un año, exige esfuerzos y recursos como ninguna y dura menos de doce horas.
El baile no es lo fuerte en ella, y la sabrosa música cubana cede lugar protagónico a la polka europea. No hay mascaradas, ni disfraces ni congas detrás de las cuales la gente baile en la calle. Porque las parrandas son una celebración en la que todo Remedios se vuelca y en la que todos participan de alguna manera, primero en la construcción de las carrozas y los trabajos de plaza —verdaderas obras decorativas monumentales— y luego en la festividad misma.
Una línea trazada sobre el asfalto divide en dos el centro de la ciudad. De un lado estarán los sansaríes, que son los pobladores del barrio de San Salvador. Del otro, los carmelitas, los moradores del barrio de El Carmen.
Ambos bandos aguardan a que las campanadas de la Parroquial Mayor indiquen que son las nueve de la noche del 24 de diciembre para empezar las hostilidades, pues las parrandas remedianas son una guerra en la que cada barrio derrocha sus fuerzas en un frenesí de pirotecnia para superar al contrario en un ruidoso alarde de estallido de cohetes, voladores, cascadas de luces y fuegos de artificio.
Porque la gracia de estas fiestas, lo que las hace singulares, es la cantidad y lucimiento de los cohetes, las cascadas de luces y los voladores que cada bando gasta. Una guerra simulada en la que sansaríes y carmelitas compiten y que terminan sin vencedor ni vencido porque ya en la mañana los dos barrios se proclaman triunfadores y «corren» la victoria con sus músicas.
De la mágica cubaníaDice el escritor Omar Felipe Mauri que Bejucal ha hecho a sus charangas, y las charangas han hecho a Bejucal. No hay suceso del devenir de esa localidad que haya quedado fuera de una fiesta en la que coinciden la música, la danza, el teatro y la artesanía. Tampoco le pasan inadvertidos los acontecimientos trascendentales de la nación. Los incorpora, afirma Mauri, y quedan grabados como huellas definitorias en el desarrollo expresivo, conceptual y artístico de una celebración que sobresale por sus tambores y por personajes como Macorina, Mujiganga, el Yerbero, la Bollera y La Culona, que ponen una nota más de alegría en el duelo fraterno que en los días finales de cada año entablan La Ceiba de Plata y La Espina de Oro, el alacrán y el gallo en defensa de sus colores respectivos. Como una fiesta de mágica cubanía califica Mauri a las charangas.
Se habla incluso de un arte culinario charanguero, que se expresa en ciertos alimentos ligeros típicos, como los turrones de maní y de ajonjolí, los merenguitos, los buñuelos, el pan con lechón y los tamales, hasta llegar al mondongo con pimienta y aguardiente y los bollitos de malanga.
Es una fiesta que define la identidad colectiva, dice Aisnara Perera, y la permanencia de la tradición devino el exponente más alto de la identidad cultural de los habitantes de la zona.
Máscaras a pieEl 24 de febrero de 1895 la inauguración del carnaval de La Habana correspondiente a ese año coincidió con el inicio de la Guerra de Indepedencia. Como el horno no estaba para pastelitos, el general Emilio Calleja Isasi, gobernador de la Isla, ni lento ni perezoso, dictó un bando que ponía en vigor la ley de orden público de 1870 y se acabó la fiesta.
No volvieron los carnavales habaneros hasta 1902, en vísperas de la instauración de la República. Carlos de la Torre, a la sazón alcalde de La Habana, dispuso que en los paseos carnavalescos «tanto los jinetes como los carruajes, sin excepción alguna, irían al trote largo o andadura del país». Fue en esas fiestas cuando por primera vez desfiló un automóvil, propiedad de la familia Zaldo. No sería, sin embargo, hasta 1908 cuando se eligió aquí por primera vez a la reina del carnaval y sus seis damas. La elegida se llamaba Ramona García y era una modesta operaria de la fábrica de cigarros El Siboney.
Para los festejos de 1914, el alcalde Fernando Freyre de Andrade autorizó a que las comparsas salieran de sus barrios respectivos y dispuso asimismo que además de serpentinas y confetis, los paseantes pudieran arrojar huevos rellenos de harina de castilla.
Trágico fue el resultado de la primera medida, pues no se sabe cómo las comparsas de El Gavilán y El Alacrán, que desde tiempo atrás mantenían una rivalidad irreductible, coincidieron en Belascoaín y San Lázaro. Acometió una contra la otra y hubo muertos y heridos de parte y parte. Ahí no acabó la cosa. Los de El Gavilán lograron apoderarse del símbolo de la comparsa rival y advirtieron que lo enterrarían en los terrenos del Torreón. Lo hicieron, en efecto, pero al día siguiente los alacraneros, con su abanderado al frente, invadieron el barrio de San Lázaro y lo desenterraron, operación que cobró nuevas vidas.
A Freyre de Andrade no le quedó más alternativa que la de suspender las salidas de las comparsas —no volverían a aparecer hasta 1937—, pero a él mismo no le fue mejor en cuanto a los huevos rellenos de harina cuando en el paseo del tercer domingo se convocó al concurso de «Máscaras a pie».
Esa tarde, el alcalde concurrió al teatro Alhambra. Se representaba La casita criolla, y en esta el actor Gustavo Robreño hacía una representación perfecta del alcalde capitalino. Concluyó la puesta de la pieza, salió Freyre de Andrade a la calle y los transeúntes, creyendo que se trataba del actor que participaría en el concurso, la emprendieron con él a huevazo limpio, es decir con aquellos huevos rellenos de harina de castilla que el propio alcalde había autorizado.
Durante el siglo XIX fueron famosos los bailes de máscaras que tenían lugar en el teatro Tacón los domingos de carnaval; domingos que llevan los nombres de Piñata, la Vieja, Sardina y Figurín. Fue precisamente con uno de esos bailes que se inauguró el referido coliseo el 28 de febrero de 1838 y no sería hasta el 3 de marzo siguiente cuando se dio inicio allí a las representaciones teatrales. A fines de esa centuria y a comienzo del siglo XX fueron muy famosas las orquestas de carnaval de Raymundo Valenzuela. Era tan solicitado el artista y tenía tantos compromisos que se veía obligado a formar varias orquestas: la primera de Valenzuela, la segunda, la tercera... Todas empezaban a tocar a la hora programada y en determinado momento del baile aparecía Raymundo en compañía de su hermano Pablo para poner el broche de oro a la jornada.
A Raymundo Valenzuela y sus orquestas dedicaría José Lezama Lima su poema El coche musical.
Noche de carnavalSe dice que las saturnales romanas, con su trastrueque de amos y esclavos como inversión del mundo, son el precedente más claro y directo del carnaval, término este que se asocia con orgía, mascarada, travestismo, retorno temporal al Caos primigenio en una festividad que va en muchos sitios desde el Día de Reyes hasta el Miércoles de Ceniza.
En Cuba, el carnaval data de la Colonia. Después evolucionó. Se intentó prohibirlo ya en la República y queda para siempre cuando el retumbe de los tambores marca el ritmo y fluye la música, incontenible, para llenar la noche de alegría, de ganas de vivir y de disfrutar una libertad que es más libre porque es noche de carnaval.