Lecturas
Fue intensa la vida teatral de La Habana durante las tres primeras décadas del siglo XX. Noche a noche abrían sus puertas no menos de ocho teatros para la presentación de distintos géneros teatrales. Había de todo y para todos los gustos en La Habana de entonces: comedia y drama, óperas, operetas vienesas y zarzuela española, teatro vernáculo... No era raro entonces el empeño de compañías europeas de venir a la capital cubana a «hacer la América». Si triunfaban aquí, tenían garantizado el éxito en otras latitudes americanas, si no, decía Eduardo Robreño, ya podían volverse a Europa con el rabo entre las piernas y los bolsillos vacíos.
Hasta 1936, poco más o menos, nos visitaron las más importantes compañías españolas. Si la de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, actores mimados por el público cubano, dio a conocer muchas piezas del teatro clásico y las principales obras de Jacinto Benavente; la de Margarita Xirgu puso a la consideración de los espectadores del patio obras de García Lorca y Alejandro Casona; y el francés Louis Jouvet, más acá en el tiempo, trajo un repertorio clásico y moderno a la vez. Actuaron aquí grandes figuras internacionales. Actores de la talla de Sarah Bernhardt, Eleonora Duce, Mimi Aguglia, Giovanni Graso, Pierre Magnier... Y también todas las grandes figuras del bel canto, desde Adelina Patti, considerada la mejor soprano; de todos los tiempos, hasta Lily Pons; desde Tamberlik hasta Caruso, Amatto, Tita Rufo...
La mejor temporadaPorque en aquellas décadas iniciales de la pasada centuria era la ópera el espectáculo preferido. Atraía la atención de las clases adineradas y también de cuanto esnob y diletante alentaba en esta tierra. En ese entonces la capital cubana igualaba y superaba a las más importantes urbes europeas y norteamericanas por la brillantez de los conjuntos operísticos que acogía. Siempre fue así. No se olvide que en fecha tan temprana como 1776 funcionaba ya el primer teatro de óperas con que contó La Habana. «Un teatro de óperas como no lo había en el mundo en aquella época. No lo había en los Estados Unidos aún ni en otras ciudades de América», escribe Alejo Carpentier. El estilo italiano predominó durante la Colonia, y, ya en la República, colmó la afición la escuela verista, que tenía en Puccini la figura de mayor atracción, mientras que Wagner era visto como un compositor difícil, abstruso y antimelódico.
Durante los primeros 15 años del siglo XX los más importantes espectáculos teatrales, tanto dramáticos como líricos, se presentaban en el Tacón, considerado como uno de los grandes teatros del mundo hispánico. Allí se presentó en enero de 1904 la famosa soprano Luisa Tetrazzini. El Tacón fue demolido, se construyó el Centro Gallego, y en el espacio que ocupó el famoso coliseo se erigió el Teatro Nacional, llamado después, sucesivamente, Estrada Palma y García Lorca, y hoy Gran Teatro de La Habana. Se inauguró el 22 de abril de 1915 con un elenco operístico difícil de superar en aquella época y que llevó a escena Aída, Los payasos, Rigoletto, Otelo, Carmen, Madame Butterfly y El barbero de Sevilla, entre otras obras, en lo que se considera una de las mejores temporadas que hayan tenido lugar en la Isla en su género. Actuaron Lucrecia Bori, Juanita Capella, María Gay, José Palet, Guido Ciccolini y Giuseppe de Luca, entre otras celebridades, y dirigieron la orquesta los maestros Tulio Serafín, Carlos Paoloantonio, Lorenzo Malaioli y Arturo Bovi, que se quedó a vivir en La Habana, junto con su esposa, y abrió aquí un conservatorio.
Otros famosos llegarían a la escena cubana hasta 1920. Vino Caruso, que aunque estaba ya en decadencia, convencía y conmovía todavía al público. Vinieron la Besanzoni, la Barrientos, la Storchio; José Mardones, Tito Schipa, Lazzari... En 1926 debutó en el Nacional el tenor Beniamino Gigli, entonces en la plenitud de su fama.
Seguía predominando lo italiano, con Puccini al frente. Las óperas se repetían temporada tras temporada y solo muy de tarde en tarde se daba entrada a lo nuevo. Llega así el año de 1930. Arriba a Cuba la Ópera Privé, de París, pero no hay franceses en esa compañía. La conforman artistas rusos que vagan por el mundo. Con obras de la escuela nacionalista eslava, el elenco trae un soplo de aire fresco a la escena cubana. Es así que pueden apreciarse aquí, por primera vez, El príncipe Igor, de Borodin; El zar Saltán y La doncella de nieve, de Rimsky-Korsakov, y La feria de Sorotchinsky, de Musorgski.
La emperatriz de la operetaLa zarzuela que, al igual que la ópera, disfrutó de gran boga en la Isla, llegó por primera vez a los escenarios habaneros el 4 de enero de 1853. Aquella zarzuela se tituló El duende, y su autor fue Rafael Hernando. Pero la primera obra de ese género que se escribió en Cuba se tituló Todos locos o ninguno, del maestro José Freixas. Fue un fracaso. Hubo que sacarla del cartel a la segunda puesta. Si el teatro Tacón fue la catedral de la ópera, la zarzuela encontró su casa en el teatro Albisu, en la calle San Rafael; ocupaba parte de la manzana que fue después del Centro Asturiano y donde se hallan hoy las salas europeas del Museo Nacional.
Tuvo también sus adictos la opereta vienesa. El auge del género, se dice, coincidió con la visita de la mexicana Esperanza Iris, la llamada emperatriz de la opereta. Se presentaba dos veces al año, en temporadas que se prolongaban durante tres o cuatro meses cada una, en el teatro Payret. Su enorme personalidad y extraordinario carisma suplían con creces sus escasas condiciones vocales. Nadie como ella. La viuda alegre, La duquesa del Bal-Ta-Ba-Rin, El conde de Luxemburgo y La princesa del dólar estaban en su repertorio. Eran famosas sus despedidas del público habanero. En cada temporada, su empresario, Ramiro de la Presa, la hacía decir adiós varias veces, en espectáculos organizados con ese fin, y al concluir cada uno, recordaba Robreño, «había desmayos de admiradores y gritos de no te vayas, Esperanza», lo que enardecía a la artista e inflamaba el ánimo del empresario, que era también su marido. Ramiro de la Presa murió en Bolivia, arrastrado por un tren. Esperanza Iris, en los años 50 y prácticamente retirada de la escena, todavía venía a Cuba y era objeto de demostraciones cariñosas por parte del público, tanto en La Habana como en otras ciudades.
El Alhambra, desaparecido en 1935, fue la meca del teatro bufo, con sus personajes del gallego, la mulata y el negrito. Ese negrito pedante y refistolero apareció en la escena cubana en 1868, en la obra Los negros catedráticos, que su autor, Francisco Fernández, estrenó en esa fecha en el teatro Villanueva. Ya en la República lo interpretaron magistralmente Sergio Acebal y Arquímedes Pous, hasta que lo monopolizó Alberto Garrido. El teatro Martí presentaba espectáculos musicales, y acogió al vernáculo hasta que cerró sus puertas.
Autores destacados del Alhambra fueron Federico Villoch y Gustavo Robreño, mientras que en lo musical hacía la zafra el maestro Jorge Anckermann, y el actor Regino López acaparaba los aplausos del público. Él, que no bebía, hacía un estupendo papel de borracho con su personaje Cañita, y entre los vapores del alcohol espetaba verdades como puños sobre la realidad nacional. Ese mundo está muy bien recreado en la película La bella del Alhambra, del director Enrique Pineda Barnet. Se basa en la novela Canción de Rachel, de Miguel Barnet, y quedará como el gran musical del cine cubano. El escritor Agustín Rodríguez llenaría una larga y fecunda etapa en el Martí.
Y con Agustín Rodríguez vuelve a empatarse esta historia con la zarzuela. Junto con Pepito Sánchez Arcilla, Agustín es el autor del libreto de Cecilia Valdés que, basada en la novela homónima de Cirilo Villaverde y con música del maestro Gonzalo Roig, es la cumbre de su género en Cuba.
Algunos compositores cubanos incursionaron en la ópera. Mauri escribió La esclava; Fuentes, Seila. Hubert de Blanck, Patria. Fecundos en el género fueron Gaspar Villate y Eduardo Sánchez de Fuentes. Son de la autoría de este último El caminante, Doreya, La dolorosa, El náufrago y Kabelia.
Canta la TebaldiA Caruso, que hizo diez presentaciones en La Habana, se le pagaron 10 000 dólares por función. Las butacas en el teatro Nacional se vendieron a 25 pesos para verlo y escucharlo cantar. Eso ocurrió en 1920. A partir de 1930, la ópera empieza a languidecer como espectáculo y las funciones, siempre con cantantes nacionales, van haciéndose cada vez más esporádicas. Se dice que no pudo resistir, y tampoco la resistieron los otros géneros teatrales, la competencia con el cine. Se dice también que fue una consecuencia de la crisis económica que se abatió sobre el país tras el fin de la llamada Danza de los Millones y la llegada de las Vacas Flacas. La libra de azúcar, principal rubro cubano exportable, descendió de 22,5 centavos en mayo de 1920, a 3,75 en diciembre. Quebraron muchos de los bancos cubanos y españoles, los capitales se esfumaron y las propiedades cambiaron de dueño. Algunos autores son de otra opinión y dicen que el cine no le hizo a la ópera una competencia imbatible, sino que los espectáculos operísticos no supieron adaptarse a los nuevos tiempos y variar con los gustos del público.
Lo cierto es que no fue hasta 1941 cuando Pro Arte Musical inició sus temporadas anuales de óperas con hitos memorables como el estreno de Tristán e Isolda, de Wagner, el 13 de noviembre de 1948, en el teatro Auditorium, con Clemens Krauss en la batuta, y la soprano Kirsten Flagstad y el tenor Max Lorenz, en los protagónicos. Y la presentación, en junio del 57, de la eminente soprano Renata Tebaldi, en La Traviata, Tosca y Aída.
Pero nada era ya lo mismo. Para ese tiempo eran historia las noches fastuosas del Tacón y el Nacional. En 1957 escribía Francisco Ichaso al respecto:
«La generación nacida con el siglo recuerda con nostalgia las grandes temporadas de la ópera del Nacional, que constituyeron durante mucho tiempo el más suntuoso espectáculo de la ciudad y en las que se congregaba toda La Habana elegante luciendo las mujeres sus trajes de soirée y los hombres su rigurosa etiqueta de frac, pechera almidonada y chistera. La ópera era entonces algo más que un espectáculo artístico; era un evento social que le daba a Enrique Fontanills, árbitro de la high life, la oportunidad de hacer pequeña historia del gran mundo en sus crónicas del Diario de la Marina, con aquel estilo sencillo y cortado que le caracterizaba y en el cual el adjetivo, aplicado con cuentagotas y con ingeniosa estrategia, era la llave que abría muchas puertas».