Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mejunje

Hace un par de semanas hablamos en esta página sobre el comandante Ulsiseno Franco Granero que, en tiempos del presidente Mendieta, se colaba en las reuniones del Consejo de Ministros sin que el mandatario pudiera impedírselo.

Hablaremos ahora de otro sujeto no menos singular, el cabo Jibarito. Ya nadie recuerda su nombre, pero era el operador de una de las dos ametralladoras antiaéreas emplazadas en la azotea del Palacio Presidencial durante el primer gobierno (1933-34) del doctor Grau San Martín, y un buen día se autoproclamó supervisor de los elevadores de la mansión del ejecutivo. Cargo que le permitía decidir quién utilizaba los ascensores y cuándo. Solía además Jibarito reírse de los visitantes en su cara y burlarse de ellos, por muy ministros o encumbrados que fueran. Era la época en que el Ejército, al mando del coronel Fulgencio Batista, ignoraba o escarnecía al poder civil, sin que el presidente a la postre pudiese evitarlo, aunque se empeñaba en actuar con energía a fin de poner coto a la indisciplina y la desobediencia.

Una tarde llegó un visitante a Palacio. Tenía cita con el presidente y al disponerse a tomar el ascensor, Jibarito lo detuvo en seco.

—¿Y tú quién eres?

Dijo el recién llegado su nombre. Se trataba del doctor Enrique Larrondo, subsecretario de Instrucción Pública en funciones de ministro por la renuncia del doctor Manuel Costales Latatú.

Jibarito se dobló de risa.

—¿Ministro? ¡Con esa cara! ¡Pero si eres un niño! ¡Yo tengo más tipo de ministro que tú!

Jibarito podía pasar de la burla a la violencia en un decir amén. En otra ocasión se atrevió a sugerir a Grau la sustitución de Eduardo Montolieu, ingeniero de gran prestigio, por un recomendado suyo en el cargo de director del Fondo Especial de Obras Públicas. El mandatario, por supuesto, no atendió el pedido, y el cabo, contrariado, se fue a la oficina de los ayudantes del presidente y, en medio de un escándalo vigueta, amenazó con voltear hacia abajo su antiaérea y acabar con Palacio.

Coba al cabo

Larrondo no fue el único alto cargo que sufrió vejaciones para parte de la soldadesca en aquella época en que los sargentos ascendían a coroneles y los soldados se disfrazaban de oficiales. Un mal rato pasó asimismo, durante el gobierno de Grau, una figura del Directorio Estudiantil cuyo nombre no hemos podido precisar, pero que está entre Eduardo Chibás, Rubén de León, Justo Carrillo, Valdés Miranda y Rafael García Bárcenas.

El personaje en cuestión, luego de un incidente en la vía pública con una pareja de aforados, fue detenido y conducido al cuartel que se hallaba en los bajos de la Secretaría de Agricultura, en la Avenida del Puerto; espacio donde radican hoy las oficinas centrales del grupo Gaviota.

En cuanto llegó a la instalación militar, el individuo, por supuesto, se identificó, y el teniente al mando de la guardia se deshizo en explicaciones y lo puso en libertad. Se opuso el cabo que lo había detenido. Muy alterado y violento, dijo que él no permitía que se soltara a un hombre que le había faltado.

El teniente entonces llamó aparte al detenido y tras rogarle que esperara la llegada del capitán, le dijo: «Chico, yo te iba a soltar, pero ya ves lo que ha pasado...».

Llegó al fin el capitán; dio nuevas explicaciones al detenido y conversó con el cabo. Nada. No hubo coba que valiera y el ofendido se mantuvo en sus trece. Llegó el capitán Santana, uno de los ayudantes militares del presidente de la República. Otra coba al cabo, pero el cabo siguió sin transigir.

Entonces el teniente, el capitán y el capitán ayudante se reunieron en consejo con el cabo. Sonó el teléfono y se interrumpió la reunión. Se reanudó la reunión y se acordó la liberación del detenido.

Sabiduría de Guiteras

Sergio Carbó es el hombre que, el 8 de septiembre de 1933, ascendió a coronel al sargento Batista. Hecho ese que provocó la disolución de la pentarquía, aquella Comisión Ejecutiva que se instauró tras el golpe de Estado del día 4 y que debía, según había acordado, tomar las decisiones de manera colegiada. No consultó Carbó, a cargo de las secretarías de Gobernación y Guerra y Marina, el ascenso con los otros pentarcas, aunque sí lo hizo con el Directorio Estudiantil, que estuvo de acuerdo, y ahí mismo murió el gobierno colectivo.

Carbó fue el primer consejero que tuvo el sargento-coronel. El 4 de septiembre, por la noche, Batista lo mandó a buscar a su casa, en 17 esquina a I, en el Vedado, con un estudiante.

—¡Carbó! ¡Carbó! —llamó el estudiante desde la acera. Y cuando el aludido se asomó al balcón, añadió, también a gritos:

—Dice el sargento Batista que vaya para Columbia, que ya el golpe de Estado está andando».

Carbó se horrorizó con el mensaje. Una cosa era conspirar y otra que a voz en cuello y delante de la puerta de su casa lo implicaran en la conspiración. Ripostó:

—¿Está usted loco? ¿Sabe usted lo que me está diciendo?

—Bueno, ya yo se lo dije. Haga usted lo que quiera. Si le parece, va y si no, no va —contestó el estudiante.

Por supuesto que Carbó fue y en el campamento militar, a donde llegó entre los primeros, aconsejó a Batista sobre la línea política a seguir. Era ya uno de los periodistas más populares de Cuba y le dieron un cargo de ministro en la Comisión Ejecutiva. Quedó cesante al disolverse esta y Grau, cuya designación como presidente apoyó, no lo llamó para que fuera parte de su gabinete. Batista, por su lado, se buscó a otro asesor, pero dejó a Carbó en reserva, y quiso echarle mano de nuevo cuando se empeñó en desbancar al presidente Carlos Mendieta, que él mismo había impuesto. Carbó lo sustituiría en la presidencia de la República.

Carbó, bicho como era, se percató enseguida de que no pasaría de ser un títere en manos del coronel si no buscaba el apoyo de Antonio Guiteras. Fue así que procuró una entrevista con el destacado revolucionario a fin de comprometerlo con la cartera de Gobernación (Interior) si llegaba a presidente.

Guiteras tenía la virtud de saber escuchar y con suma atención siguió las palabras de Carbó. Trató de convencerlo este de que colaborara con Batista a fin de rescatar así a la República de la senda extraviada en que se adentraba bajo el mandato de Mendieta. Todavía era posible un gobierno revolucionario y él, Carbó, venía a verlo para solicitarle esa colaboración que juzgaba imprescindible. Exaltó el patriotismo y la rectitud de intenciones de su interlocutor y precisó que al desembarazarse Batista de Mendieta, la revolución no debía desaprovechar la oportunidad de volver al poder para implantar sus postulados.

Las palabras del periodista parecían grávidas de sinceridad e incluso de emoción, y Guiteras las escuchó mirándole fijo a los ojos y en aquella extraña posición que solía adoptar con las piernas cruzadas como un Buda y los brazos descansando sobre ellas. Dijo al fin:

—Bueno, Sergio, acepto ir contigo como secretario de Gobernación. Creo que todavía puede convencerse a Batista de que abandone a los políticos viejos. Pero solo pongo una condición: deben salir del Ejército Pedraza y Powell, los asesinos de Ivo Fernández... hay que fusilarlos o juzgarlos de inmediato.

—Eso lo conseguiremos después —respondió Carbó. Acataremos ahora a Batista y haremos luego lo que nos venga en ganas.

—Te equivocas, Sergio. Si no conseguimos eso de entrada, jamás lo conseguiremos. Batista es como los dependientes de café. Extrae el jugo a la naranja y después arroja el hollejo. Eso es lo que hace ahora con los políticos viejos y lo que hará con nosotros... En esas condiciones no acepto. Seguiré conspirando y buscando dinero para la insurrección. ¡Ya yo convenceré a Batista a balazos!

Días después, a propósito de aquel encuentro, decía Guiteras a sus íntimos:

—Yo sabía que esas condiciones eran inaceptables para Sergio... Por eso se las propuse.

Sergio Carbó nunca llegó a presidente. En tiempos de Machado dirigió la revista La Semana y luego el periódico Prensa Libre. Como periodista tuvo siempre más éxitos económicos que profesionales.

Ivo

Llevaban preso a Rodolfo Rodríguez, quiso rescatarlo Ivo Fernández y en el intento los dos jóvenes estudiantes, militantes guiteristas, fueron asesinados por el teniente Powell.

Guiteras declaró entonces:

«El horrendo crimen perpetrado, de marcado sabor machadista [...] es prueba evidente de nuestras predicciones.

«Protestamos, pero no pedimos justicia, no pedimos que se castigue a los culpables, es inútil solicitar tales cosas a desgobiernos como el nuestro, carentes de autoridad y fieles servidores de los intereses imperialistas extranjeros; solo indicamos al pueblo cubano la necesidad imperiosa de recoger el reto incalificable a la sociedad de Cuba, lanzado al rostro de los revolucionarios y de todas las conciencias honradas con tan reprobable crimen...

«Sobre la tumba de Ivo y Rodolfo hay que poner el siguiente epitafio: “Valerosos mártires de la libertad asesinados por los sostenedores del imperialismo yanqui”».

El crimen ocurrió en la calle G esquina a 29, en el Vedado. Dos cuadras más abajo, en la esquina de 25, frente al edificio Chibás, habían sido asesinados, en tiempos de la dictadura de Machado, los hermanos Raimundo Solano y José Antonio Valdés Dausá. La misma esquina trágica donde, en abril de 1958, sicarios de la dictadura batistiana liquidaron al combatiente fidelista Marcelo Salado.

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