Látigo y cascabel
Casi todo ha cambiado en la casa que me vio nacer y crecer, menos la colección de discos de vinilo que parece no cansarse de esperar porque aparezca el aparato que les devuelva la vida vocinglera que añoran. Y me harían tan feliz. En sus surcos, a veces interrumpidos por arañazos, también quedó registrada mi existencia, la de mi familia, la de mi barrio, la de mi Cuba.
No me he atrevido jamás a sacarlos de sus carátulas desechas y descoloridas, por temor a verme obligado a declarar la muerte irremediable. Sobre todo de aquellos que tal vez han sido más dichosos, al haber tenido la suerte de viajar en mis maletas a lugares impensables, porque necesitaba que de ningún modo nada de esta Isla se me olvidara. Y la música al alcance de una aguja constituía un remedio perfecto.
Eran los tiempos en que parecíamos estar más próximos al país soñado, años en que lo esencial radicaba en materializar el propósito de la Revolución de que sus hijos no dejaran de elevar su nivel espiritual, aunque tal vez ni siquiera se lograban cubrir los gastos que generaba la producción de aquellas placas hechas con formato de 33 y 45 rpm (revoluciones por minuto).
Quizá entonces (década de los 70 y 80 del pasado siglo) la música no aportara tantos ingresos como ahora uno imagina, empujado por la manera en que el tiempo ayuda a idealizar las cosas. Pero en aquella etapa era muy común que mis coterráneos, gracias a los discos de vinilo, se dieran el gusto de repetir hasta el cansancio los éxitos del patio que apuntalaba la radio, así como verdaderas obras de arte que encantaban, como muchas veces sucede hoy, por la manera casi perfecta como convivían forma y contenido.
Parecía que la producción discográfica andaba en buenos pasos, que en Cuba había un mercado seguro para el disco. Pero el período especial desafinó aquel panorama prometedor por una larga temporada, hasta que en 1997 apareció la Feria Internacional Cubadisco, anunciando nuevas luces para ese producto de fuerza mayúscula que es la música cubana, para que de una vez y por todas conquiste los espíritus y los mercados que merece.
Me encanta imaginar qué sucedería en Cuba y el mundo si ese gigantesco potencial artístico que ha logrado desarrollarse entre los cuatro costados de esta tierra, a partir de su eficiente sistema de enseñanza artística, pudiera acceder a la industria discográfica, si contáramos con una infraestructura técnica que lo permitiera.
Pero esa no es, lamentablemente, la realidad. Sin embargo, siguen apareciendo producciones discográficas que por su probada calidad consiguen la nominación a los Premios Cubadisco. A veces incluso, aunque se echen de menos algunos géneros, asombra la diversidad de la propuesta presente en el evento, expresada en la cantidad de categorías en competencia.
Es innegable que esta feria, en tanto establece indudables jerarquías, representa un importante punto de referencia, al constituir una especie de «cono» que nos señala hacia dónde corren los aires de la música, al tiempo que se pinta perfecta para convocar a artistas y ejecutivos de diferentes empresas discográficas.
Las sombras reaparecen después, cuando uno se pregunta: ¿qué ocurre luego con esas obras que definitivamente quedan amparadas por un comité de expertos, aplaudidas por su reconocido valor?
Por el momento buena parte de ellas continuará adornando vidrieras en la Isla, mientras esos discos compactos que hoy recogen tan valiosas creaciones musicales sigan tan inalcanzables al bolsillo del cubano medio. Es que nuestras casas discográficas tienen sus ojos puestos en la moneda libremente convertible, porque de lo contrario, cómo se podrían autofinanciar.
Resulta evidente que, con tan altos precios, esos materiales fonográficos nominados o premiados en esta feria (que por lo general no son del interés del cuentapropista comprador-vendedor de discos), muy pocos llegarán a manos de los melómanos criollos.
Y esa ausencia continuará hasta que no surja en el archipiélago un verdadero mercado nacional para la cultura en general, y para la discografía en particular, sostenido económicamente con el dinero de su destinatario preferencial.
Mientras los astros se alinean para regalarnos esa melodía, nos toca conseguir que cada cubano siga sintiendo un orgullo infinito por su cultura, conseguir que suceda algo importante, significativo, con la promoción y la difusión de estas obras que traen el probado aval del Cubadisco. Convertirlas en lo que son: estrellas de nuestra música, y a sus hacedores en los ídolos, en los cantantes e instrumentistas a quienes nuestros niños y jóvenes se quieran parecer.