Látigo y cascabel
Coleccionar obras de arte, atesorarlas con la intención de disfrutarlas e incrementar el patrimonio es, desde las primeras civilizaciones, una tendencia inherente a los seres humanos. En Cuba, si bien durante varias décadas se volvió anémica esta práctica, el gusto por el coleccionismo ha ganado terreno en los últimos años.
Cada vez son más las personas que quieren tener en su casa una pieza artística valiosa, lo cual es realmente muy bueno porque así enriquecen el patrimonio cultural de la nación.
Se habla de un florecimiento del coleccionismo, que empieza a tomar otra dimensión. No existen dudas de que entre los que tienen buenos ingresos hay potencial. Pero es un poco apresurado asegurar —como hacen algunos— que en Cuba existe un mercado de arte activo, cuando lo que realmente hay son manifestaciones parciales de ese mercado.
Existe la voluntad política de socializar el conocimiento y la apreciación de las obras de artistas cubanos, sobre todo en técnicas de reproducción de originales (que son por su valor las más asequibles). Proyectos como Arte en Casa, de Artex, y Bolsillo Flaco (este último del pintor Nelson Domínguez, premio nacional de Artes Plásticas 2009), por citar algunos, contribuyen a acercar el arte al público y a estimular el coleccionismo como una manera de conservar dentro de Cuba valiosas manifestaciones del patrimonio nacional.
Válidas son estas propuestas y otras que se han implementado por el Consejo de las Artes Plásticas y que están orientadas también a elevar la percepción estética de la población. Sin embargo, la crudeza de un escenario económico que ha puesto en crisis el coleccionismo, no solo en Cuba sino también en todo el mundo, obliga a una continua búsqueda de alternativas —más allá de la reproducción de obras de arte— que permitan fomentar esta práctica tanto a nivel institucional como privado.
No podemos permitirnos que, debido a los precios elevados y la falta de conciencia sobre este tema, nuestro patrimonio vaya a parar a manos de oligarcas, magnates, financistas, actores de Hollywood, especuladores o simples coleccionistas foráneos, como está sucediendo ya en muchos lugares del mundo.
Cierto es que son pocos todavía los que pueden adquirir originales en los más variados soportes. Según cifras de los expertos, los coleccionistas privados no sobrepasan el centenar, debido a que el valor de las piezas está muy alejado de la capacidad monetaria del promedio de los cubanos. Pero hay que empujar esa puerta que se está abriendo y estimular el coleccionismo nacional auténtico.
Porque tampoco se trata de comprar por comprar. Hay que saber qué comprar y hacerlo por convicción y pasión por el arte y no como una manera de buscar aceptación en ciertos grupos sociales. Quien quiera coleccionar arte debe estar bien informado, conocer datos sobre el artista seleccionado y asesorarse con un especialista en la materia.
Irresponsable sería continuar ajenos a la necesidad —aquí hago mías las palabras del maestro López Oliva—, de «desarrollar un verdadero mercado cubano de arte para sí o para nosotros, donde no se sacrifiquen significados auténticos en pos de significantes reificados y sacralizados con el apoyo de críticas y curadurías de oculta utilidad mercantil; donde todos los genuinos creadores cubanos alcancen un destino para sus creaciones; donde los vendedores profesionales de arte respondan también a la esencia soberana de la nación y a los intereses de los artistas que sostienen la diversidad del arte de Cuba, y donde exista un abierto consumo nacional de valores que sea sustento axiológico primero de la posible universalización de obras, estilos y propuestas distintivas de nuestro ser y hacer artísticos».