Látigo y cascabel
Cualquier recorrido en el transporte público capitalino —me refiero esencialmente a las rutas P— puede pasar con sorprendente facilidad del estado sólido de un simple viaje terrenal, al estado gaseoso de una experiencia de ingravidez casi surrealista, como un sueño —o pesadilla— y terminar en un estado líquido representado en alguna que otra lágrima que brota por la risa o que nos aguantamos por la indignación.
Porque —no me lo podrán negar— a diario vemos en los ómnibus situaciones que son como para llorar largo y tendido. El suceso que motiva este comentario, desgraciadamente, no puede incluirse en esas estampas típicamente criollas que podrían arrancarle carcajadas hasta a una estatua, sino más bien en el apartado de «mantener fuera del alcance de todos».
La escena fue la siguiente: una adolescente vestida con uniforme escolar —no estoy segura de que el vocablo uniforme sea el adecuado para describir lo que llevaba puesto— iba escuchando música con su teléfono celular, práctica que se ha hecho común en casi todos los espacios. El volumen del sonido llevaba el signo distintivo de «Esto es para todos, les guste o no», en franca competencia con el del ómnibus.
¿Qué escuchaba la muchacha junto a sus amigas? No es muy difícil de adivinar: reguetón. No tengo nada en contra de ritmo alguno, a no ser que este sea una cuchillada a los oídos o una mordida rabiosa al sentido común. Y este es el caso.
Lo malo no es que fuese reguetón, sino la letra y, más, la reacción de la joven. En una parte de la canción, en que el ritmo se hizo menos intenso y agresivo, el ¿cantante? entró en un momento «romántico» para dedicar el tema a alguien, y aunque no lo retuve íntegramente, dijo algo así: «Ejto es pa’ti, la loca que me trastoca, que me provoca... y cuando ejtás conmigo, mami, eres un animal con ropa».
Al escuchar eso sentí ganas de gritar encolerizada. ¿Qué hizo la chica? Cerró los ojos, puso una mano en su pecho y repitió junto al ¿vocalista? palabra por palabra, con un sentimiento tal, como si alguien le estuviese susurrando al oído la más hermosa declaración de amor. Me dejó muda el alma. Entonces una señora, que también quedó pasmada, me dijo: «La solución es ignorarlo, porque de lo contrario te sube la presión».
Que suba la presión entonces, porque la indiferencia no es remedio para curar fracturas y heridas en los valores, y mucho menos alivio para enmendar la miseria espiritual o la estrechez de sentimientos.
Tal vez usted, amigo lector, diga: ¡De nuevo con la misma matraca! Pero no. En este caso no funciona el refrán de «A palabras necias, oídos sordos».
Me cuesta entender que en un pueblo como el nuestro, donde la defensa de la cultura, la búsqueda constante del conocimiento y el estímulo de la educación constituyen piedras angulares, todavía se perciban rezagos tan luctuosos de medianía mental.
Y que en un país que se enorgullece, con razón, de tener en su historia nombres como los de Ana Betancourt y Vilma Espín, quienes personifican la lucha por dar a la mujer su lugar en una sociedad que aboga por la justicia y la igualdad, haya quienes ¿canten? a una fémina a la que comparan con un animal.
Y lo más lamentable es que del otro lado haya una joven que se sienta halagada con semejante barbarie. ¿Dónde queda el amor propio? ¿Son respeto y pudor palabras vacías? ¿Cómo puede alguien reproducir esquemas retrógrados que hablan de la mujer como de un ser inferior? ¿Será este hecho solo otra expresión de un fenómeno más serio que tiene sus causas al interior de la sociedad?
Me resisto a pensar que estemos viviendo una suerte de regresión. Nuestra evolución como seres sociales, como especie poseedora de la capacidad para ganar terreno a lo mal hecho, no puede convertirse en una conquista empañada por la futilidad. ¿O estamos involucionando?
Sería inadmisible quedar incólumes ante situaciones como esta. Hay fallas que se convierten en fisuras, fisuras que se transforman en estropicios, y estropicios abismales que pueden dar al traste con las bondades de un proyecto social como el nuestro, enfocado en el mejoramiento humano.