Látigo y cascabel
Sinceramente, temo que los lectores me tomen por monotemático, porque vuelvo una y otra vez sobre el mismo tema, como si no hubiera otros asuntos de importancia que tratar desde esta columna. Sin embargo, me arriesgo, pues no desfalleceré hasta que compruebe que por fin el reclamo de que de una vez y por todas velemos por nuestra identidad nacional, a partir de defender lo más sobresaliente de nuestra música, encuentre oídos receptivos en muchos de quienes deciden cómo promoverla y difundirla.
La mía es una preocupación que comparten muchos. Entre ellos, el escritor espirituano Marco Antonio Calderón Echemendía, quien se queda atónito cuando comprueba que una y otra vez se hace caso omiso a las regulaciones dictadas por aquellos a los que les corresponde. Por medio de su correo electrónico este intelectual denuncia que a Sancti Spíritus algunos quieren convertirla en el paraíso de la violencia de género, de la vulgaridad y del mal gusto.
La motivación para dirigirse a JR le llegó después de establecer un paralelo entre lo que recientemente ocurría en la capital, cuando actuaban artistas como Julieta Venegas, Zucchero y los músicos que integran el proyecto 40 Trova Mix, mientras en su tierra se programaban desafortunados conciertos, a pesar, incluso, de lo que el presidente del Instituto Cubano de la Música, Orlando Vistel, no hacía mucho remarcaba: «Ni la vulgaridad, ni la mediocridad podrán mellar la riqueza de la música cubana; para ello trabajamos coordinadamente desde las instituciones culturales con todos los factores que intervienen en la promoción, difusión y uso social de las producciones musicales».
No hace falta poner ejemplos para percatarnos de a qué tipo de presentaciones se refiere Marco Antonio, las cuales se realizan en nombre de «lo que pide la juventud» o ese «pueblo» que se invoca continuamente para escudarse ante una decisión infeliz. Parece la historia del nunca acabar. ¿Será que quienes desde los territorios deberían velar y ocuparse por el bienestar de todos andan como hipnotizados sin atinar siquiera a escuchar lo que expresan y promueven esas «canciones»?
Entonces es lógico que el también miembro de la Uneac se pregunte: «¿Por qué acá se permite desoír al Consejo Nacional de la Uneac, a los artistas que elevamos la voz? ¿Por qué tenemos que soportar que nuestras jóvenes ya ni siquiera sean víctimas de la dominación, si no que se entreguen a ella, convencidas que son objetos de placer? ¿Por qué a nuestros jóvenes, las instituciones los impelen en pos de la violencia?».
Lo más triste es que en algunos territorios apoyen con cantidades considerables de recursos financieros a aquellos que se creen que están «acabando» con el mundo (y en eso sí que tienen razón), mientras apenas se atienden a sus agrupaciones profesionales que defienden la música más auténtica y, que sin embargo, apenas consiguen trabajar.
Y no se trata, que conste, de crear sectarismos y cerrar puertas a determinadas expresiones musicales (abogo por la absoluta diversidad que sin dudas enriquecerá aún más nuestra cultura), sino de darle cabida solo a aquello que esté signado por la calidad y favorezca la armonía social, en lugar de jerarquizar eso que actúa cual droga que a mayor volumen, mejor aturde, excita, y hasta motiva actos de agresión y desorden.
El caso es que subestimamos el poder del arte de la música, que además de producir alegría, felicidad, placer, desarrolla y potencia capacidades y cualidades en las personas. Esa que, según los expertos, puede conllevar a una mejor educación, puede estar contribuyendo, si no ponemos coto a la vulgaridad, a formar seres humanos menos cultivados, y más violentos, e insensibles. Y la responsabilidad de tal atrocidad seguirá cayendo en quienes determinan, acríticamente, lo que la mayoría debe escuchar.