Látigo y cascabel
Bajo un sol que picaba con la misma fiereza con la que castigan los inclementes jejenes durante una larga noche de playa, esperaba en Marianao el arribo de una guagua que me acercara a mi hogar cuando escuché a una señora preguntarles a quienes buscaban ansiosos alguna sombra —al parecer, en su mayoría vecinos de las cercanías— sobre la actual ubicación de la Casa de Cultura del territorio. Vestida como para una boda, posiblemente no haya podido llegar jamás a tiempo. Y es que nadie podía indicarle la posición exacta de la institución.
Entonces recordé aquellos tiempos en que las Casas de Cultura eran un verdadero palacio de las artes. Fue en la Tomasa Varona, de Las Tunas, donde aprendí a bailar los ritmos que todavía nos distinguen como cubanos en el mundo, al estilo del son, el chachachá, el mambo, el danzón... y que, sin embargo, están en franco proceso de extinción en el terreno de los gustos juveniles.
Como yo, mis compañeros de estudios de entonces lograron combinar mejor los colores, trabajaron la cerámica, escribieron mejores cuentos, encarnaron los más diversos personajes, apreciaron de un modo diferente el cine... y todos, sin excepción, nos convertimos en personas más plenas, más aptas para enfrentar la vida.
Cierto es que, en condiciones de infraestructura más complejas —castigadas seriamente durante el período especial, buena parte de estas instituciones se encuentran en una poco favorable situación constructiva y con escasos materiales para enfrentar su labor—, las Casas de la Cultura intentan recuperar su esplendor de antaño, sin embargo, en ciertos casos apenas existen para algunos.
Y ello debe invitarnos a pensar en qué habrá que hacer para tornar atractivas sus propuestas culturales en tiempos en que la economía del país exige austeridad, lo que se traduce en que la comunidad y el barrio sean los espacios donde el cubano encuentre opciones para emplear a gusto su tiempo libre y para recrearse a plenitud de una manera sana (que no quiere decir aburrida y falta de gracia).
Claro, tales instituciones tendrían, de una vez y por todas, que desperezarse, dejar de intentar sobrevivir respirando con dificultad, para llenarse de aires nuevos y andar. Ello las obliga a entender cabalmente que el arte y el disfrute cultural son capaces de multiplicar en los individuos no solo el goce espiritual, sino también las ideas, los sentimientos patrios.
Por supuesto que en los días que corren se hace mucho más arduo atraer a nuestra gente, que indiscutiblemente ha conseguido hacerse de conocimientos de alto nivel estético y artístico —aunque a veces, por su comportamiento, lo pongamos en duda. Significa entonces que habrá que buscar otros mecanismos, ampliar horarios, sistematizar espacios, informar, socializar lo que se hace y, sobre todo, aprender a escuchar.
Pensando ahora en los jóvenes que habitan en la ciudad de Santa Clara, diría que no son muy diferentes a los capitalinos. Ellos también usan los jeans a la cadera, se tatúan, llevan piercings y convierten en beepers los celulares. Sin embargo, han encontrado en un Centro Cultural El Mejunje, que no hace concesiones, un lugar donde, poniéndose en contacto con lo mejor de la cultura cubana, se sienten a gusto, como en casa. Y Silverio, su director, no ha tenido que llegar a La Luna, aunque bien se lo merece.