Látigo y cascabel
Encantadores lucen los niños y niñas cuando van de la mano de sus padres hacia sus clases de ballet, folclor, pintura, canto o teatro. Por suerte, esta hermosa imagen es cada día más frecuente. No podría ser de otro modo cuando en este país la cultura ocupa un lugar tan importante.
Está demostrado que insertar a los pequeños en espacios como estos, amén de alimentarles el espíritu, de desarrollarles sus aptitudes y prepararlos para apreciar en su justa medida un hecho artístico, los enseña a poner la obra individual en función de la colectiva, a ser más solidarios, a aprovechar su tiempo libre de una manera más sana, a mantener en forma el cuerpo. Y eso es magnífico, mientras los infantes se sientan a gusto, y los padres les dejen tiempo para disfrutar de las actividades propias de su edad, en vez de imponerles maratones que derivan en jornadas de angustias en lugar de tardes de puro goce.
No es nuevo que los padres se ocupen y preocupen por asegurarles un futuro prometedor a sus vástagos. Soñar despierto con el hijo que será estrella de cine, pintor cotizado o bailarín aclamado, no tiene absolutamente nada de malo. Lo triste es que, para intentar lograrlo, se haga caso omiso a las preferencias e intereses de sus hijos. Y más triste todavía cuando lo que está detrás es el deseo de los adultos de evidenciar un determinado estatus social «superior» al de los demás, cuando queremos mirar por encima del hombro a aquellos que nos rodean.
Sí, no se extrañe. Para algunos es primordial hacer creer que la cultura les es tan necesaria como respirar (cuando lo que padecen es de una tupición crónica), que tienen un poder adquisitivo tan alto que se pueden dar el lujo de buscar un profesor particular, porque aparentemente con él la formación será más completa que en una Casa de Cultura o en los talleres que organizan las diferentes instituciones. Son los mismos que regresan de la Feria Internacional del Libro con bolsas llenas de ejemplares que después nunca leen, por ejemplo.
Marcar la diferencia es vital para las personas a las que me refiero. Y esto se hace más palpable cuando llega la función, esa que se espera con ansias para ver cuánto ha avanzado el muchacho. Por lo general, ese día hasta el perro y el gato van al teatro, y todos se visten de gala para aplaudir con orgullo al artista en miniatura, que en ese momento se siente el ombligo del mundo.
He sido testigo de muchas de estas actuaciones que se transforman en acontecimientos socioculturales. Gracias a estas presentaciones no pocos traspasan el umbral de un teatro por primera vez, para descubrir que esas cosas, aparentemente insignificantes, aportan otros colores a la ajetreada existencia. ¡Y qué bien!
Lo que inquieta es cuando, para vivir la jactancia del gran espectáculo, ciertos padres hacen exhibir al niño caros trajes y no sé cuantas cosas más. Y otros prefieren dejar de comprar algo esencial con tal de que el chiquillo no se sienta inferior. Es el instante en que lo que podría ser un acto de inmenso crecimiento humano se convierte en un retroceso como resultado de tamaño simulacro.