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De todas formas apretó el gatillo. Tenía 26 años. Así concluyó un reportaje The New York Times sobre el suicidio entre los soldados estadounidenses que regresan de las guerras de Iraq y Afganistán, quienes fueron entrenados para matar y ahora viran el arma contra sí porque no pueden con tantos recuerdos malignos, los ataques de pánico, las terribles pesadillas, el insomnio, la depresión, las alucinaciones, los gritos internos… los cargos de conciencia.
Solo en Fort Hood, Texas, y en lo que va de año, 20 militares se han quitado la vida. Cuatro de ellos en el mes de septiembre, y la cifra va en aumento; no solo allí, se trata de todo el ejército —todas sus Fuerzas armadas— que ve repetirse un fenómeno ya vivido cuando Vietnam. No importa que desde hace casi dos años el componente del ejército inició un programa de prevención del suicidio tratando de dar atención psicológica, con una fuerza de tarea especial de 3 800 psiquiatras y terapeutas que les son insuficientes, aunque sobrepasan en dos tercios a los que tenía hace tres años. Lo admite el coronel Chris Philbrick, subdirector de esa fuerza.
Con el término Desórdenes de estrés postraumático, la Medicina se ocupa del problema que puede tener como raíz primaria afectaciones mentales previas, pero es indudable que entre los horrores que genera la guerra está el destape del suicidio, porque se presencian y ejecutan horrores, porque se tensan las relaciones con el hogar lejano…
El Departamento de Defensa reconoce que cada 36 horas un militar en activo comete suicidio en esa lucha interna entre la vida y la muerte, revelaba un diario de Tampa, citando también un estudio de la Universidad del Sur de la Florida para esta otra cifra a nivel de estado: 3 700 personas que estuvieron en el servicio armado se suicidaron entre 2004 y 2009, una proporción realmente alarmante, y que va en aumento desde que la reescalada de la guerra de Afganistán ha multiplicado los viajes bélicos de los militares.
Ahora bien, ¿desequilibra la guerra solo a los agresores ocupantes? Por supuesto que no, pero hasta ahora poco se conoce de las afectaciones a una población masacrada, pisoteada, llevada a condiciones extremas.
Pero el domingo, cuando recordaban la situación como parte del Día Mundial de la Salud Mental, Suraya Dalil, titular del Ministerio de Salud de Afganistán, informaba que «más del 60 por ciento de los afganos están sufriendo de desórdenes de estrés y problemas mentales». Dos tercios de toda la población de un país afligido por décadas de guerra, agravada por la actual, que ya entró en su décimo año e incrementada por la administración de Barack Obama.
Y esa criminal acción que iniciara Bush, el hijo, recrudeció además la extrema pobreza, el hambre y la malnutrición, la inestabilidad política, deterioró aún más la infraestructura del país —incluidos los ya insuficientes servicios médicos— y pronunció todo tipo de inequidades y de enfermedades.
Esa es la cotidianeidad para los sobrevivientes, cuando millones han muerto, sin datos exactos, porque no importan los nombres de las víctimas de este «oscuro rincón del mundo».
Por cierto, también los problemas mentales están en crecimiento en la vecina Paquistán desde que la CIA, EE.UU. y su aliada OTAN relanzaron con furia mayor los bombardeos de los drones (aviones sin piloto) sobre las pobres aldeas fronterizas en la táctica de apuntar a blancos selectivos —jefes talibanes y de Al Qaeda— que siempre resultan pobladores civiles, y en número mayor mujeres y niños.
Mientras tanto, aquellos de los que sí se conocen los nombres, los Armando Aguilar Jr., Timothy Ryan Rinella, Eugene E. Giger, John Helfert, Baldemar González… aprietan otra vez el gatillo y se vuelan los malos pensamientos, recuerdos y ejecuciones.