Acuse de recibo
Ruedan y ruedan, mucho más que las soluciones, las quejas sobre indisciplinas, maltratos y otros contratiempos en el ya de por sí deficitario transporte urbano de la capital. No es fortuito que en un mismo día haya recibido tres cartas al respecto.
La primera la envía Adaymi Alfonso (Calle 12 No. 478 entre Concepción y Dolores, Lawton), quien califica como «una total violación y una gran falta de respeto» lo que sucede con el servicio de ómnibus urbanos en la actualidad.
Sobre la línea P-2, que ella toma a diario para ir al trabajo, señala que debe estar en la parada antes de las seis de la mañana, pues después de esa hora es casi imposible que un ómnibus se detenga en la misma.
Reconoce que muchas veces las guaguas pasan efectivamente llenas, pero en otras tienen espacio para asimilar pasajeros, y no lo hacen. El pasado 6 de diciembre llegó a la parada a las 7 a.m. y vio pasar consecutivamente seis P-2 sin detenerse.
«¿Es que han quitado el sistema GPS, o los choferes no lo respetan? ¿Dónde están los inspectores del transporte, que se supone hagan respetar lo establecido?», pregunta Adaymi, y acto seguido cuenta que recientemente conversó con el Director de Inspección Estatal en la capital, quien le explicó que los ubican en paradas clave.
Ella sigue preguntando: «¿Dónde están el inspector de Boyeros y San Pedro y el de Calzada del Cerro y Boyeros, que trabajaban tan bien? ¿Por qué no hay en Palatino y Vía Blanca y en Calzada de Diez de Octubre y Dolores?».
Jorge Enrique Rodríguez (Edif. 40, apto. 16, entre 6ta. y 7ma., Reparto Eléctrico) escribe en nombre de muchos pasajeros que deben sufrir la «insoportable tortura auditiva» que los choferes de las rutas P-6 y P-8 han impuesto, por medio de un dispositivo agregado al sistema de frenos de los ómnibus que conducen.
El dispositivo, que prolifera en otras rutas también, emite un ruido semejante al de una mala corneta, y atormenta a todo el que viaja dentro del ómnibus, y a quien anda por la vía.
El invento, vaya a saber para satisfacer qué extravagante necesidad de escándalo, contamina sonoramente la ciudad a su paso y nada sucede. «Mi cuestionamiento —apunta Jorge Enrique— ni siquiera es para esos choferes, sino para los directivos de los centros, que permiten la violación de las normas medioambientales, por no hablar de otras. Lo cierto es que nos resulta tremendamente insoportable realizar un viaje de dos horas (ida y vuelta) abrumados y estresados por semejante violación de nuestros elementales derechos ciudadanos».
Dalila de la C. León (Cintra No. 73, entre Reyes y Empresa, Cerro) es pasajera habitual del P-2. Y se sorprende de la manera en que muchas personas montan por las puertas traseras con maletines, sacos con gallinas vivas adentro y cuanto tareco uno no imagina. Los plantan pegado a la misma puerta e impiden la bajada de quienes deben apearse.
Precisa Dalila que tales personas se molestan, y en algunos casos recurren a la violencia para que sus pertenencias no sean maltratadas. Pero no reparan en que las sitúan en medio de la puerta. ¿Esto no es indisciplina?
La otra violación —señala— la cometen quienes suben al ómnibus lo mismo comiendo que fumando, y nadie les dice nada. «¿Cómo decirles algo —cuestiona— si el primero que incumple estas normas es el chofer?».
Dalila está sumamente preocupada por el grado de indisciplina e irrespeto que se está viviendo sobre los ómnibus urbanos de la capital. Podría alguien ripostarle que la situación deficitaria, objetivamente hablando, todo lo agrava. Pero con más razón, si hay tantas carencias de transporte, entonces se impone resolver los grandes problemas subjetivos que deterioran aún más ese servicio. Solo el rigor y la organización pueden paliar tantos contratiempos. Porque, ante quejas reflejadas aquí, respuestas de directivos no han faltado. Y todo sigue igual… o peor.