Acuse de recibo
Hay fiesta cuando llueve en el batey Somarriba, del municipio habanero de Güines, dice Dafné Delgado. Los pobladores salen con sus cubos a agenciarse el agua que el cielo dispone. Y los niños se empapan en el aguacero. Todos están sedientos de soluciones desde que, cinco meses atrás, se averiara la turbina eléctrica de la comunidad.
Los de Acueducto, tanto municipal como provincial, se personaron allí. También la Empresa Eléctrica. Las máximas autoridades del territorio conocen el problema. Pero nadie da pie con bola. Unos dicen que esto, otros que aquello. «Y al final, nada de nada: a nadie parece importarle la solución de nuestra situación», masculla Dafné con amargura.
El colmo es que no había llegado pipa alguna hasta el pasado 7 de octubre, cuando Dafné me escribiera una carta con ruegos, en nombre de recién nacidos, ancianos discapacitados y mucha gente con la boca reseca de tristeza. Días de no tener agua ni para cocinar. Niños que a veces no pueden ir a la escuela porque están sucios sus uniformes. El agua es como un sueño, hasta que no hay otro remedio que pagarla a los piperos.
Quizá pocos identifiquen en el mapa de Cuba ese punto perdido que es Somarriba. Quizá el drama del batey parezca pequeño ante tantos problemas del país. «Pero somos seres humanos», proclama Dafné, y mira hacia el cielo.
Cuando Rolando Guerra me escribió el 24 de septiembre desde Calle D, No. 15, reparto Buenos Aires, Camagüey, hacía más de 30 días que estaba en falta en las farmacias de esa ciudad un medicamento llamado levomepromazina, que debe tomar su hija para su tratamiento psiquiátrico, y cuyo expendio es rigurosamente controlado.
El padre sufría, por la crisis de la hija. Pero no desmayó. Se concentró en localizar telefónicamente la medicina fuera de la ciudad. Al fin del mundo iría, si fuera preciso.
Y fue en una pequeña farmacia del poblado de Sola, a 62 kilómetros de la ciudad, que una voz cálidamente desconocida disipó sus quebrantos. Luego fueron otras voces: Melba, Idania y demás empleados le confirmaron la existencia de la levomepromazina, con esa cordialidad que derrumba imposibles.
Lo calmaron desde el otro extremo de la conexión, y le orientaron en detalle los pasos a seguir. Al fin Rolando llegó a Sola y pudo fijarles rostros y gestos a tanta delicadeza. Ya su hija está controlada, y el solo quiere felicitar y agradecer a los de la farmacia de Sola.
Puede parecer insignificante esta historia, ante los problemas de la Cuba de hoy. Habrá quien diga: ese era el deber de ellos, y nada más. Pero Rolando nunca olvidará tanta calidez desplazándose por un hilo telefónico, desapareciendo 62 kilómetros.
Danet Pichardo (Edificio E-14, apto. 28, Zona 10, Alamar, Ciudad de La Habana) confiesa que descendió a lo más hondo del dolor y la depresión, cuando acudió a la Clínica de Medicina Natural y Tradicional de la zona 1 de ese reparto, más conocida por «la clínica del dolor».
Al fin había salido embarazada, una bendición por la cual tanto luchó. Pero le descubrieron un fibroma a las 12 semanas de gestación. Y abortó. Quiso abandonarlo todo y morir.
Una amiga le recomendó «la clínica del dolor» de Alamar. Y allí, con la sabiduría atesorada en la Naturaleza, le trataron la depresión y se recuperó. «Logré esperanza cuando la había perdido», dice en su carta. Y asegura que allí conoció la regeneración de muchos anhelos truncados.
Como Danet, numerosos pacientes le deben mucho a la clínica: personas afectadas por diversas patologías, que han recuperado salud, alegría y autoestima sin tratamientos invasivos ni sofisticados, sin apenas medicamentos costosos. Con pocos recursos y los enigmas de sabias técnicas, en manos de profesionales amorosos y desbordados de confianza.
La preocupación de Danet y otros de esos pacientes es que la clínica de Alamar va a ser cerrada, cuando el país busca los tratamientos más eficaces y a la vez más austeros para su permanente desvelo por la salud del pueblo. Ellos desean saber por qué y cuáles alternativas tendrán para recibir los servicios que allí se brindan.