Por mi edad avanzada, no llegué a ser pionera, no tuve pañoleta y no aprendí a decir «Seremos como el Che». Lo vi de cerca una sola vez. Se limitó a comentar: «Aquí se trabaja».
Sin dejar de admirar la envergadura de su acción heroica y la consecuencia entre sus palabras y sus actos, me atrevo a llamarlo amigo porque su dimensión de ser humano lo convierte en alguien tan querido como si lo hubiera conocido siempre. En medio de los grandes conflictos de la contemporaneidad, lo evoco constantemente. Algunos lo calificaron de romántico por entregarse de lleno a un ideal. De ser así, buena falta nos hace una dosis de romanticismo.
Tuvo un imprescindible costado realista. Así lo demostró en su trabajo al frente del Ministerio de Industrias, según lo atestiguara Orlando Borrego, entonces vicetitular y colaborador cercano del Che. había que fundar, organizar y educar. A tenor del panorama de la época, reclutó a administradores que apenas contaban con un sexto grado. Para combatir el desempleo crónico y la dependencia del monocultivo azucarero, adquirió fábricas donde pudo, en los países socialistas, con plena conciencia del atraso técnico de algunas de aquellas instalaciones, nunca para subordinar al hombre a la máquina, sino para ponerla al servicio de un proyecto social.
Contaba el General de Ejército, Presidente Raúl Castro, que en los difíciles momentos iniciales de la lucha en la Sierra Maestra, el Che comenzó a procurarse libros, El Estado y la Revolución, de Lenin, y un manual de álgebra, entre otros. Estudiar era un disfrute y, sobre todo, una necesidad práctica para todo combatiente por la transformación de la sociedad. Así lo conculcó a cuantos estuvieron a su lado. Obra consciente de los hombres, el socialismo requería un permanente trabajo educativo a través de los libros como factor importante de un concepto humanista centrado en principios éticos irrenunciables. Cuando se imponía aplicar una sanción, la persona no quedaba abandonada a su suerte. Un puntual seguimiento aseguraba su reintegración a la tarea, limpio de cargos y de cuentas pendientes. Buscó infatigablemente su verdad y la de su tiempo. Impulsó esa urgencia íntima en quienes lo rodearon. Insistió en la superación permanente de los trabajadores. Ajeno a la retórica vacía, sus discursos y sus escritos fueron siempre un vehículo de análisis y reflexión.
Sagaz, supo medir el valor de los hombres. Recién llegado a La Cabaña, se le presentó un soldado del ejército de Batista. Por haber pertenecido a aquella tropa, solicitaba su licenciamiento. Cuenta Borrego que el Che le preguntó por la función que había desempeñado: «Mecanógrafo», contestó el militar. «Necesito uno», dijo el comandante, «quédate conmigo». Poco después, el militar insistió en marcharse para ayudar a un hermano campesino. «Muéstrame tus manos», insistió Guevara y añadió: «No podrás resistir mucho tiempo. Regresa en tres meses si quieres buscar otro empleo». Así fue y el hombre se convirtió en el fidelísimo secretario del Che.
Vencedor de sus asesinos, su mirada en la célebre foto de Korda, tampoco ha podido ser manipulada por el consumismo devorador de valores. Soñadora y pensativa, saluda más allá del horizonte visible, sigue convocando a la esperanza para quienes desentrañaban en el presente las señales del porvenir. De sólida formación humanista, herido y solitario después de la derrota de Alegría de Pío, creyó inminente su final. La memoria de un relato de Jack London vino en su ayuda. Resistió y sobrevivió.
Han transcurrido más de cuatro décadas desde su caída. Lo siento a mi lado, siempre compañero y amigo, cuando trato de entender el mundo que nos rodea, no solo porque en Bolivia hay un presidente latinoamericanista, salido de lo más profundo de nuestros pueblos originarios, sino debido a que supo percibir los peligros internos anunciadores del derrumbe del socialismo real. Vía de redistribución de la riqueza, el salario no puede convertirse en fórmula mercantilizadora del trabajo humano. Desde el Ministerio de Industrias, el Che se esforzó por sentar las bases de un creciente bienestar del pueblo. Comprendió también que había que propiciar la maduración de un ser humano diferente, protagonista y partícipe.
Dejó atrás el manualismo simplón. Entendió la complejidad de los fenómenos de la permanente interacción entre factores objetivos y subjetivos porque había vivido la doble experiencia de la evolución guatemalteca y de la evolución cubana, porque no recorrió los países socialistas de entonces como turista pacotillero, sino como observador analítico entrañablemente comprometido con similar propósito de transformación social.
De estirpe martiana, colocó los principios éticos en el centro de su proyecto humano y social. Andaba de prisa porque el tiempo le faltaba. Apretaba con fuerza las espuelas en el cuerpo macilento de Rocinante. Dictó en Argel, en una noche de intenso trabajo, El socialismo y el hombre en Cuba. Tanta fue la síntesis que no logró explicar a fondo su concepción de hombre nuevo, mal traducida por muchos revolucionarios y manipulada por sus detractores. Nada más distante del Che que una vulgar moralina de raigambre pequeño-burguesa. Demasiado ruda, la metáfora del olmo y las peras laceró a numerosos intelectuales. Habría que considerarla en el contexto de su pensamiento disperso en una documentación nacida de situaciones coyunturales. No podemos ser guardianes de un panteón. Hay que divulgar sus obras completas. En lo personal, parafraseando a Fidel en ocasión de su llegada al entonces campamento de Columbia, me apremia la necesidad de volverme y preguntar: «¿Voy bien, Guevara?».