SI en verdad el tiempo es la medida de la vida, cuando aquel se desaprovecha, la existencia misma se desperdicia miserablemente, ya sea porque no supimos, no quisimos o nos impidieron extraerle todo su potencial rendimiento e imprimirle, además, valores añadidos. Tal vez apuntamos hacia una de esas reflexiones sustanciales que solemos dejar pendientes, paradójicamente «por falta de tiempo», lo que suena más a pretexto que a hacernos la pregunta, a fondo, de si fuimos suficientemente educados para ocuparlo de manera enriquecedora y tomarle el gusto, como también si respetamos el sagrado tiempo de los demás.
Mucha más tela de la que este columnista apenas esboza se podría cortar, tan solo si dirigimos una mirada de compasión inquieta hacia esos grupos de jóvenes sin oficio ni beneficio, inconscientes de sí mismos, que en cualquier esquina malgastan las horas y los días inmersos en estrechos ámbitos de pobres motivaciones, de las que se cuentan una y otra vez entre sí, y actúan encerrados en un círculo vicioso, permeables a las tentaciones que creen fáciles, mientras el implacable tiempo escurridizo, en un abrir y cerrar de ojos, se escapa dejando sus marcas en los cuerpos y las mentes, y ya tarde en los ocasos producirá seres humanos que constatarán con dolor que sus vidas transcurrieron despojadas de sentido.
Sin embargo, la sociedad les brinda múltiples espacios para insertarse con otros horizontes y, aun con insatisfacciones sobre su cuantía y variedad, pueden resultar atrayentes si se saben promover mediante seductoras acciones conjuntas que movilicen voluntades dormidas.
En lo más personal el que más y el que menos en algún momento ha desoído olímpicamente ese añejo y sabio consejo de «no dejar para mañana lo que puedas hacer hoy», inducidos unos por la falsa creencia de que quedan por delante infinitos almanaques, sin notar cuán vertiginosamente caen sus hojas; por pura pereza otros, que nunca llegan a escribir la anunciada gran novela, o a reparar el salidero que la esposa le pidió, y al final termina anegando la habitación. O mucho peor: privarse de la oportunidad de saber.
De perder el tiempo nos quejamos a diario, pero casi nunca del que hacemos perder, cuando en el trabajo disfrutamos hablando sobre la fiesta y en esta última sobre el trabajo, o cuando se sabotea la faena, con cualquier cuento o invento para después intentar redimirnos en un sempiterno finalismo chapucero. Y qué decir del público expuesto a innecesarias esperas prolongadas por desatención y desorganización.
Pero, sin la menor duda, las palmas se las lleva la burocracia, infernal maquinaria institucionalizada que para justificar las plantillas infladas ha inventado un tiempo que ocupar en dilatados y engorrosos trámites para hacer sufrir —sospecho que con cierta delectación morbosa— al ciudadano común, al trabajador; que dilapida jornadas que podrían ser productivas y fecundas, hasta semanas, meses y años en laberintos sin salida.
Quiero abrigar la certeza de que con los necesarios ajustes de plantillas por delante y las medidas de actualización de la economía, el tiempo reconquiste todo su valor, tan indispensable para que la trama de la sociedad fluya mejor y el país avance como todos aspiramos.
Quién sabe si algún día la ONU se decida a incluir entre los derechos humanos el respeto al tiempo de las personas.