Hay hechos sorprendentes y otros simbólicos. Y los hay en los que, curiosamente, se unen sugestión y simbolismo. El que acaba de anunciarme un colega la antesala de este 1ro. de enero es uno de ellos.
Resulta que una estudiante de Periodismo fue esta semana al Museo de la Revolución, y casualmente se encontró con que el reloj de bolsillo de Carlos Manuel de Céspedes —el Padre de la Patria— funciona aún a la perfección. Está «que da la hora», como diríamos en buen criollo.
Para algunos la singular noticia no significaría nada, pero se me antoja como una cábala en un año que marca un «Rubicón» en la historia de la nación cubana.
Si los filósofos afirman que nadie se podría bañar nunca en el mismo río, porque las corrientes de siempre le obligarán al chapuzón en aguas nuevas, coincidiremos que el destino colectivo de esta isla se zambulle por inéditos y desafiantes cauces desde el 17 de noviembre del 2005, y muy especialmente desde que repiquen las campanadas del año 50 de la Revolución.
Presumo que Cuba vive la circunstancia que los teóricos del marxismo llaman una «situación revolucionaria». La diferencia es que en nuestro caso tanto la dirección política como el pueblo adquirimos conciencia de su existencia, y tenemos una postura coincidente.
Tanto es así que este viernes, en su mensaje al Parlamento, Fidel dijo a los diputados que levantaba con ellos su mano para aprobar la intervención de Raúl, en la que —como ya hizo el pasado 26 de julio en Camagüey— delineó las retadoras circunstancias que deberá vencer en lo adelante el proyecto socialista de independencia nacional y justicia social asumido por los cubanos.
Y esa concordancia entre la dirección política y el ansia transformadora del pueblo es una extraordinaria bendición.
Porque el día en que ambas fuerzas se situaran en orillas opuestas marcaría el minuto de parálisis y retroceso de nuestra historia. En ese momento estallaría en su resguardo el reloj de bolsillo del hombre de La Demajagua, y con ello se cortaría en seco el grito redentor con cuyo eco hemos navegado hasta hoy.
Mas no se trata de hacer andar empecinadamente un reloj cualquiera, pues desde Céspedes hasta este minuto los desafíos de Cuba crecieron sustancialmente.
El simbolismo está en que este país no tiene solo por delante hacer parir mejor las tierras y las fábricas, y en consecuencia cubrir mejor las mesas y las vidrieras. Se trata de demostrar que el socialismo puede ensanchar equidad y libertades.
El lance es tan grave como ser capaz de levantar un paradigma atractivo y sustentable frente a un capitalismo que ha demostrado capacidad de acomodo y superación de las crisis, además de un galopante y provocador desarrollo tecnológico, pese a su irracionalidad, desenfreno, iniquidad y amoralidad.
Para hacerlo, en el caso de Cuba debe resolverse la contradicción acumulada en estos años entre el nivel de educación, y por consiguiente de expectativas creadas, y el país real en el que la gente vive.
Ello requiere un modelo de mayor participación. Debe lograrse que los ardores creados por la anterior paradoja desemboquen en la construcción común de una dinámica económica, tecnológica, social y cultural renovadora, y no en el escapismo o la enajenación que harían precaria y dudosa la supervivencia en el mundo actual.
Definitivamente es preciso hacer sentir a todos que con sus manos y su aliento dan cuerda a ese reloj cespedista, para que siga marcando, indetenible, las horas futuras de Cuba. Su terco tic tac anuncia que seguimos en tiempos de fundación.