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Carilda Oliver Labra: ser poeta otra vez

La poetisa cubana tras recibir el premio Rafael Alberti, contó a JR que la juventud se le acerca muy a menudo, lo cual es para ella un privilegio que le llama a la meditación.

Autor:

Mario Cremata Ferrán

Hay en esta dama una gestualidad inusitada, que va desde el resplandor que emanan sus azules ojos, el sutil estremecimiento de su cabellera frondosa color oro, hasta la voz que reaviva corazones o las manos aparentemente frágiles que provocaron una rara misiva.

Cuando lanza piropos, mirando de frente, se excusa, como si tuviera necesidad de hacerlo, explicando que puede abusar por su experiencia de vida, y más aún porque «se supone» que ella sea así. Y es que el erotismo le brota por los poros, la desborda, nos la devuelve irreverente, sensual, osada, enigmática por todos los misterios que su solo nombre encierra: Carilda Oliver Labra.

Mil veces incomprendida y atacada, pero casi siempre venerada, toda su vida puede resumirse como el fruto de una exótica región, que primero despierta la curiosidad y luego el deseo; la admiración, y rara vez el rechazo.

Ciertamente, al filo de los 87 años, su poesía es como una sacudida, tal vez porque, apenas sobreviene el desgarramiento de su fuerza interior, la poeta se desnuda.

Con el pretexto de que acaba de ser reconocida con el prestigioso premio Rafael Alberti, otorgado por la Sociedad de Beneficencia de Andalucía, España, conversamos.

—¿Cuándo la poesía deja de ser esa experiencia íntima, personal, para convertirse en amasijo cantado o elixir de cofradías silenciosas?

—Nunca. Es una misma voz pero con menos intimidad. Bueno, no sé si pueda asegurarlo, porque la poesía es siempre íntima, se escriba para sí y se deje en la gaveta, o se muestre tímidamente, como comúnmente sucede al principio.

«Aunque se escriba para los otros, ahí van nuestras entrañas, aquello que tenemos dentro, diría que de manera ancestral. Es algo que viene sin que una lo llame, sin que una lo busque, sin que una lo espere. Es así. Por lo menos yo no me enteré de que era poeta, y todavía no me he enterado (ríe). Estoy fingiendo un poco, pero no estoy segura hasta dónde podré hacerlo. Es una carga pesada, ¿sabe?, la poesía no es fácil de sobrellevar; y todo porque ella manda. Somos sus obedientes instrumentos».

—¿Piensa la Patria como el poema acabado que se guarda con celo o se divulga, o como aquel otro que se pule una y otra vez y siempre deja el sabor de quien está frente a una obra inconclusa?

—No sé si puedo decir que es un deber, porque no es un deber. La Patria es como la madre. ¿Cómo y cuándo se puede acabar con la madre? Ahí nacimos y a ella volvemos. Es la tierra y todo lo que esta encarna, es decir, el suelo sagrado en donde nacimos. No son los árboles ni el cielo, tampoco el paisaje, las costumbres o los naturales de ese lugar donde surgimos, que son nuestros vecinos. No existe poema que haya resumido lo que esta representa. La Patria es tantas cosas al unísono que ni siquiera la poesía ha podido atraparla, definir su sustancia.

«Creo que sobre todo es un sentimiento, y bien sabemos que el sentimiento es radical, es dueño. Y no es solo eso, sino también un pensamiento y una idea. Son ambas cosas: sentir y pensar».

—¿Cuánto queda en la Carilda poeta de aquella «potestad de la imagen sin metáfora» que advirtiera hace más de medio siglo Rafael Marquina?

—Él me dijo eso y luego lo escribió. Algo parecido me expresó otro español, poeta, crítico y ensayista: Ángel Lázaro. Creo que se trata de un sui géneris modo de percibir y describir la voz que llevamos dentro.

«No busco la metáfora. No sé si es ella la que me asalta de vez en cuando. Es muy peligrosa ¿no? Y para que funcione como tal tiene que no parecerlo. De lo contrario quien la emplea estará perdido.

«No sé hasta qué punto he seguido siendo hasta hoy como decía Marquina, tampoco si puedo, y ni siquiera si es así en realidad».

—¿Está consciente de que su obra es espejo y asidero no solo para las vanguardias poéticas sino para quienes privilegian la poesía?

—Tal vez suene un poco presuntuosa si te digo que sí, pero es peor no ser sincera. Definitivamente sí. Más que mis contemporáneos o que las generaciones intermedias, la juventud se me acerca muy a menudo, lo cual es para mí un privilegio que me llama a la meditación.

«Es asombrosa la cantidad de cartas que recibo, con la edad que tengo, porque me faltan tres años... En julio cumplo... ¡ay!, mejor ni hablar de números, para que los jóvenes no huyan.

«No puedo dejarme caer. No se trata de “ponerme” o creerme joven, pues bien sabemos la edad que tengo. Pero los elogios levantan la autoestima y el espíritu. Que nadie se engañe.

«¿Cómo quejarme de una juventud que me ha sido fidelísima?, si, al final, no le he dado nada, porque mi poesía no es alegre; sí creo que es vital, pero no alegre. Los poetas tenemos el deber de hacerla alegre».

—¿Por qué dice usted que no es alegre?

—Porque deberíamos vivir siempre, y en la misma carne que trajimos. Que no cambie, que no envejezca, que se parezca a esa que tú tienes ahora.

—¿Cómo definiría su poesía, si puede?

—Una vez le dije a un coterráneo: es un verso sin consonante. Fue lo que se me ocurrió en aquel momento. Ahora tendría que pensar otra cosa.

—¿Y a usted?

—A ratos me parece que soy una, y otras veces soy otra. Eso me lo reservo. Prefiero seguir guardando ese secreto. Es posible que la gente sepa mucho más de mí que lo que yo misma he conseguido saber.

—Más que leyenda o ícono de rebeldía en el imaginario insular, usted es la encarnación del ideal romántico, la musa que a veces sin pretenderlo, abraza. ¿Sabe que hay muchísimos hombres que se «desordenan» por usted?

—La gente imagina cosas. No considero que sea algo especial hacia mí. De hecho, Dulce María Loynaz me contó anécdotas muy agradables que le sucedieron. Creo que esa locura es por mi femineidad, y porque hay personas que aman la poesía. Diría que viven mucho mejor los que aman la poesía.

«Me han llegado miles de cartas de amor, algunas interesantísimas, como aquella de un joven que empezaba: “Amo sus manos artríticas...”, y acto seguido, vertía toda una confesión amorosa. Realmente no establecí diálogo epistolar con él, aunque insistió, para no “enredarme”, ¿me entiendes? Hay que cuidarse de uno mismo.

«Mi biógrafo, Urbano Martínez Carmenate, es culpable. Le entregué muchas cartas. Me “desnudé” demasiado. No debí haberlo hecho. Y no es por nada en particular, sino porque el misterio es lo que más conviene a una mujer. No nos podemos despojar de todos los resortes. En definitiva, si los perdemos, habría que inventar otros. Sin eso no se puede vivir».

—¿No le preocupa?

—No, porque son ilusiones de los jóvenes que siempre buscan el imposible. Y reconozco que ese imposible no está en el que yo no acepte. En el fondo todo es pura concordia, armonía con la poesía. Es el verso que ellos descifran y les interesa, porque hubieran querido “parirlo” o tal vez que se lo dijeran en un momento.

«Entonces se establece una empatía, una atmósfera que es más espiritual que carnal. Pero sucede que el hombre es tan, pero tan apegado a eso que pudiéramos resumir como las “realizaciones físicas”, que da la vuelta y cae en “aquello”. Él mismo se está engañando.

«A veces se acercan a una, que es un ser de carne y hueso, y tiemblo. Pero cuando son demasiado bondadosos, inmediatamente me pongo la coraza. Pudiéramos decir que es un círculo que se cierra y yo me quedo dentro, presa, pero contenta con tantas mentiras. De todas formas, ¿hay gesto más hermoso que decirle a la poetisa: todavía usted es capaz de inspirar amor?».

—¿Qué les diría a esos devotos?

—El silencio es la mejor respuesta. O al menos es la más inteligente. Es la que entreabre la puerta del «sí, ella es maravillosa». Y punto, nada más.

—¿Y a sus detractores?

—Los detractores hacen mucha falta, porque sirven para que otros me defiendan. De lo contrario no tendría qué agradecer. Además, que me aplaudan los jóvenes es bello, es de lo poco grato que me va quedando, al cabo de tantas angustias y desencantos, después de tantas ausencias..., y cuando hasta la poesía se empieza a alejar.

—¿Cómo le complacería que la recordaran admiradores y detractores?

—Es muy difícil que ambos se pongan de acuerdo. Yo me río y les confieso que siempre los he amado por igual a unos y a otros. Los momentos desagradables, naturalmente, van poniéndole un filtro a la vida. Y una se va quedando con ciertos poderes: los poderes del espíritu.

«La poesía comienza a escaparse. Voy perdiendo esa suerte de grito esperanzador que es la poesía, ese soplo fresco, no digo de juventud, porque hay una fuerte carga de vivencias, que proporciona la experiencia. A veces pienso que he dejado de quererla un poco y me preocupo, porque ella es la que nos salva.

«En definitiva, quisiera volver a vivir esta vida. No sueño con ninguna otra. No me pesa lo que he tenido y lo que me ha faltado. No me arrepiento de haber nacido, de vivir en Calzada de Tirry 81, de tener 12 gatos, de haberme caído y haberme levantado siempre. Soy profundamente humana. Sigo mi cauce.

«Quisiera que me recordasen como una mujer que quiso volver a vivir. Y ya no estoy segura si la misma vida, pero eso sí, quisiera ser poeta otra vez».

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