Lecturas
Aamargado por su derrota electoral frente a Carlos Prío en las presidencias de 1948, Eduardo Chibás se dejó seducir por la idea de llegar al poder mediante un golpe de Estado que orquestaba un grupo de militares jóvenes, con el capitán Jorge García Tuñón al frente, en consonancia con los profesores Roberto Agramonte, Herminio Portell Vilá y Rafael García Bárcenas, de la Escuela Superior de Guerra y afines a las ideas políticas del líder ortodoxo. Pero se desentendió del asunto tras su elección al Senado en las parciales de 1950 y comprender que podía ganar la Presidencia por la vía electoral. Con su retirada, los profesores se abstuvieron de seguir patrocinando la rebelión, no así los militares, que se dieron a la tarea de buscar un líder. Fue así que se toparon con el mayor general (r) Fulgencio Batista.
¿Batista? El hombre ha cambiado, insistieron algunos de los conspiradores y comisionaron a García Tuñón, el más antibatistiano del grupo, para que lo contactara, y de la manera más amable posible rechazara cualquier tipo de connivencia.
Ocurrió lo impensable en aquella entrevista que tuvo lugar de madrugada en la casa de la suegra de Batista, en 86 y 5ta. B. El general se metió en el bolsillo al capitán; lo mareó con su retórica. Recordaba García Tuñón en la entrevista que concedió a la revista Réplica, de Miami, en marzo de 1972: «Habló tanto y tan bien, con tanta aparente sinceridad que confieso que me convenció. Llevé su mensaje a mis compañeros de armas y también se convencieron. Entonces decidimos unir nuestros esfuerzos y fue designada una comisión para entrevistarnos con Batista y acordar el modus operandi y el programa de gobierno que llevaríamos a la práctica, una vez triunfante el golpe militar».
Apunta el periodista Luis Ortega en sus memorias: «Era García Tuñón un excelente oficial, poco ducho en trajines políticos, pero de una alta moral profesional… Lamentablemente era un hombre muy influenciable y siempre dispuesto a tomar las cosas en serio.
«La entrevista de Batista con Tuñón fue desastrosa. Batista, muy hábil, lo convenció de que él era ya un hombre nuevo, renovado, y que solamente aspiraba al bien de la nación. Le describió un plan de gobierno maravilloso. Cuando Tuñón salió de la entrevista era otro hombre. Estaba entusiasmado. La descripción que le hizo a sus compañeros fue muy optimista. Batista era el hombre. Ya no le interesaba el dinero, sino la gloria. Tenía arraigo en los cuarteles. Tenía influencia en la política nacional. Tenía buenas relaciones en Estados Unidos. En conclusión, los militares golpistas decidieron escoger a Batista como el líder del movimiento de regeneración».
El programa de los militares jóvenes constaba de tres puntos fundamentales: absoluta honestidad administrativa; eliminación radical del gansterismo y respeto a la sucesión constitucional. Cómo armonizaba un golpe militar con eso de la sucesión constitucional es algo que no queda claro para el escribidor, pero para García Tuñón no había contradicción alguna. Le parecía factible que los militares sustituyeran al presidente Prío por el vicepresidente de la República y que Batista se desempeñara como primer ministro. Las elecciones generales, en su criterio, tendrían lugar el 1ro. de junio, como estaban previstas, y el Presidente electo tomaría posesión el 10 de octubre, como indicaba el cronograma electoral. En esos meses, Batista, como primer ministro efectivo y con el respaldo del Ejército, realizaría los cambios necesarios para cumplir los puntos del programa. No podría Batista ser candidato en esos comicios. «Ese era su sacrificio», puntualizaba García Tuñón. Podría aspirar más adelante».
¿Cómo se orquestó todo esto? Más de una vez el escribidor ha aludido en esta página a los dos golpes de Estado del 10 de marzo de 1952. El primero, el de un grupo de jóvenes oficiales, encabezados por el capitán Jorge García Tuñón, que derrocó al presidente Carlos Prío, y el segundo, el de Batista contra esos jóvenes militares.
Luis Ortega, que, con el golpe andando, consiguió entrar en la Ciudad Militar de Columbia, contó al historiador Newton Briones Montoto que vio allí a Batista y recordó que «estaba muy nervioso… El que estaba dando las órdenes era Jorge García Tuñón… Estaba dando órdenes por teléfono y controlando la situación». Ortega se acercó a Batista y le preguntó qué era lo que estaba pasando. Batista respondió que habían tenido que tomar el poder. Acota Ortega: «El ambiente era de temor, porque todavía el golpe no había cuajado y el mando estaba en manos de los oficiales principales. Batista estaba en un rincón y no daba órdenes, las daba García Tuñón».
Horas después, al mediodía del 10 de marzo, la situación era otra. Diría el mismo García Tuñón en la ya aludida entrevista que concedió a la revista Réplica: «Dimos el golpe por la madrugada. Batista quedó confinado en una oficina del edificio del Regimiento. El mando en Columbia lo teníamos los militares. Pero en casos como estos, por mucho que se haga, siempre hay presente alguna desorganización. Batista logró enviar a un capitán a distintas postas para que ordenara a sus jefes que permitieran la entrada de civiles al campamento. Cuando vinimos a ver miles de ellos estaban por toda la base militar dando vivas a Batista, confraternizando con los soldados y hasta bailando congas… El mando se nos fue de las manos… Batista había salido de la oficina donde lo teníamos y al frente de la muchedumbre de civiles que se había infiltrado en el campamento recorría las postas y compañías donde era aplaudido por los soldados, pues estaba dando la sensación de que el golpe era obra suya y que él era el jefe… Este fue el segundo golpe del 10 de marzo, dirigido contra los que habíamos conspirado con él».
El golpe se llevó de cuajo a los cuatros generales con que contaba entonces el Ejército cubano, entre ellos al mayor general jefe del Estado Mayor. Fueron asimismo separados de las filas siete coroneles, dos tenientes coroneles, 13 comandantes, 28 capitanes, 13 primeros tenientes, 13 segundos tenientes, nueve primeros subtenientes, dos segundos subtenientes, seis sargentos de tercera, cuatro cabos y algunos simples soldados.
De 481 oficiales registrados el 9 de marzo de 1952, un día antes del cuartelazo, la cifra se elevó a 800 en un mes. Hubo 780 ascensos: 63 oficiales y 37 suboficiales fueron ascendidos dos o más grados; 303 oficiales y 55 suboficiales ascendieron un grado, y ascendieron a oficiales 293 sargentos, 18 cabos y 11 soldados. Quince meses después la cifra se triplicaría al promulgarse, el 9 de julio de 1953, una nueva Ley Orgánica del Ejército. Serían entonces 1 297 oficiales: entre ellos cinco generales de brigada y un mayor general, y 18 coroneles.
Grandes beneficiados con los ascensos fueron los viejos cúmbilas de Batista, muchos de ellos ya en situación pasiva. Francisco Tabernilla, retirado en 1945, como general de brigada, volvió a filas como mayor general jefe del Estado Mayor, y como generales de brigada, los capitanes Luis Robaina Piedra y Martín Díaz Tamayo. De los más jóvenes, Dámaso Sogo, oficial superior de la Ciudad Militar de Columbia el 10 de marzo —el hombre que abrió las puertas del campamento a Batista— pasó de capitán a coronel, e igual grado alcanzó el primer teniente Pedro Rodríguez Ávila, que al poner los tanques en situación de combate se convirtió en el hombre más audaz del golpe.
¿Qué pasó con el capitán García Tuñón? Se le confió, con grados de coronel, la jefatura de la División de Infantería de Columbia, lo que no era poco, pero no lo que él quería. Protestaron sus adeptos y en mayo siguiente fue ascendido a general de brigada. Pero Tabernilla lo tenía entre ojos, y más desde que «Colacho» Pérez, ministro de Defensa, había dicho en una reunión en Columbia que García Tuñón debía ser el jefe del Estado Mayor. Con ayuda de Rodríguez Ávila y otros oficiales colgaron a García Tuñón el cartelito de loco y lo trasladaron para la jefatura del Regimiento 7mo. Máximo Gómez, con sede en la fortaleza de La Cabaña, donde estaba prácticamente prisionero de sus subordinados, que lo ignoraban y despachaban directamente con Tabernilla lo referente a ese mando. Quiso Tabernilla separar a García Tuñón del Ejército. Batista se opuso y lo nombró agregado militar en Chile, y más tarde embajador en un país europeo antes de que el general en desgracia pasara a la oposición.
A esas alturas, la Ciudad Militar era un hervidero de chismes e intrigas. Tabernilla desconocía la autoridad y la jerarquía del Ministro de Defensa que, equivocado, confiaba en que Batista decidiría a su favor. El brigadier general Rafael Salas Cañizares, por su parte, ignoraba a Tabernilla; había entre ellos un enfrentamiento sordo en el que Batista, astuto y matrero como era, no medió, porque le convenía.
El jefe del Estado Mayor relevó al coronel Víctor M. Dueñas de su mando en Las Villas y lo sustituyó por el coronel Pilar García, e impuso al también coronel Manuel Ugalde Carrillo en la jefatura del Servicio de Inteligencia Militar en sustitución del coronel Ramón Cruz Vidal, que, sin voz ni mando, fue situado en el Estado Mayor, donde nadie le dirigía la palabra por temor a las represalias de Tabernilla. También sin mando fue a parar al Estado Mayor el coronel Manuel Larrubia Panque, jefe de la Aviación. No lo soportó y, pistola en mano, quiso dirimir con Tabernilla la diferencia en el propio despacho del jefe del Estado Mayor. Batista no lo expulsó del Ejército; lo nombró agregado militar en Costa Rica y Panamá. Eran viejos amigos. Lo acompañó en la década del 30 en la restructuración del Ejército y fue su leal servidor cuando Batista regresó a Cuba en 1949. Y, al igual que Colacho, había tenido su papel en el golpe.
Quería Tabernilla la jefatura de la Aviación para su hijo Carlos. Solo consiguió hacerlo segundo al mando del coronel Carlos Pascual. La suerte, sin embargo, estaba de su lado. Pascual murió y Carlos Tabernilla asumió la jefatura.