A favor de esta serie se podría decir que resulta entretenida y se las apaña para que en las noches de los sábados podamos desconectar, mientras potencia el valor de la amistad y de la unión
El título, la sinopsis, los cinco minutos iniciales del capítulo piloto estrenado en abril de 2017, no dejaban dudas de que Las chicas del cable, vendida como la primera ficción española de Netflix, nos acercaría a un discurso con fuerte carga feminista, a una mayor representación en sus contenidos de las luchas de la mujer por su emancipación y por sus derechos, aunque luego, con el tiempo, lo negaran los dueños de la idea original, Ramón Campos y Gema R. Neira, y el equipo que los acompaña.
Pero, ¿qué se puede pensar escuchando al personaje principal —en ese momento nombrado Alba Romero— soltar un texto, sin que aún se nos devele su rostro, como el que a continuación sigue a medida que corren las imágenes? En 1928, las mujeres éramos algo así como adornos que se llevaban a las fiestas para presumir de ellos. Objetos sin poder de opinión o decisión. Es cierto que la vida no era fácil para nadie, pero mucho menos si eres mujer. Si eras mujer en 1928, ser libre es algo que parecía inalcanzable (entonces se ve a otra de las protagonistas, Ángeles, llevada casi a rastras por un esposo evidentemente maltratador), porque para la sociedad no éramos más que amas de casa, madres, esposas. No teníamos sueños ni ambiciones. Para buscarse un futuro muchos debían marcharse lejos (es un poema angustioso la cara de la no citadina Marga, llegando a Madrid), mientras tenían que enfrentarse a las normas de una sociedad machista y retrógrada (el coronel padre de Carlota le cuelga el teléfono mientras le dice que no irá a ninguna parte; y a la madre, que intenta intermediar: «Tú no te metas»). Al final todas: ricas, pobres, queríamos lo mismo: ser libres, y para eso estábamos dispuestas a quebrantar la ley sin importarnos las consecuencias (Jimena, una amiga de Alba, seduce al «hombre de la caja fuerte», a quien despojará de las llaves). Solo las que luchan por ello consiguen sus sueños (Alba y Jimena consiguen llevarse el botín con el que huirán hacia Argentina en busca de la libertad, se dicen entusiasmadas). Eso creíamos, lo que no sabíamos es que el destino nos tenía preparadas muchas sorpresas...
Seguiré contando un poco más, porque sé que por mucha información que adelante del episodio primero no le estropearé la sorpresa al espectador que aún no se haya asomado a esta serie original para la reconocida plataforma de streaming, que pone los sábados Cubavisión culminando la novela brasileña Mujeres ambiciosas. Pues bien: Alba y Jimena logran salir ilesas de la casona donde algo se celebra en grande, pero solo avanzarán unos pocos pasos, pues enseguida aparecerá el novio abusador de esta última con la intención firme de detenerla. Es cuando se armará un forcejeo, se escaparán los tiros, y solo quedará en pie la joven Alba, cuya intérprete, la bella Blanca Suárez, no solo será incapaz de dotar de verdad a su personaje, sino que además nos castigará narrando largos, larguísimos parlamentos con voz en off. Es justo el instante en que será detenida por la Policía, segundos después de que su compañera de andanzas le suelte medio moribunda: «Era nuestro sueño». Y ella le rectifique con lagrimones en los ojos: «Es nuestro sueño. Lo sigue siendo».
¿Por qué el título de Las chicas del cable? Un flashback nos mostrará a Alba adolescente y apresada casi inmediatamente después de colocar un pie en la capital, cuando, tras miles de complicaciones, se separa sin quererlo de su novio Francisco (Yon González), con quien se ha fugado del hogar. Es el trágico recuerdo que carga su mente cuando otra vez se halla en la cárcel y el jefe de la Policía la chantajea, asegurándole que a la acusación de doble asesinato sumará los antecedentes que tiene de hurto y estafa. Eso, si no quiere el garrote, del cual solo podrá escapar si roba para él en la primera Compañía Nacional de Telefonía que recién ha abierto, donde se buscan telefonistas y técnicos, y donde se guarda bajo seguridad «pasta» en abundancia.
Es el momento en que también por azar del librero, Alba, que suplantará facilísimo la identidad de Lidia Aguilar, hará una química tremenda con Carlota (Ana Fernández), Ángeles (Maggie Civantos) y Marga (Nadia de Santiago), sus nuevas cómplices de enredos y en los giros dramáticos más previsibles y vistos de la historia de los dramatizados, antes de saber que su objetivo de conquista se llama Carlos Cifuentes (Martiño Rivas), el hijo del dueño de la compañía que, sin embargo, pondrá como director de la empresa, en lugar de a su descendiente directo, ¡A Francisco!, convertido ahora en el yerno del magnate, porque no solo tiene que producirse el rencuentro del amor, sino que a Doña Carmen (Concha Velasco), la progenitora del desbancado infeliz, le tocará ser la madre, la peor de las villanas, ante tanta «injusticia».
¿Y qué va a pasar con la lucha por sus libertades de estas cuatro hermosuras? Ellas harán el intento, pero no contarán con tiempo suficiente, metidas como se meten en romances, envidias, adulterios, mentiras, rivalidades, muertes y más triángulos amorosos que los de todas las matemáticas. ¿Qué es lo que más les ha molestado a los españoles? Que lo que se anunció como una serie no es más que un culebrón como tantos otros, y los anacronismos e incongruencias de Las chicas del cable, como, por ejemplo, adelantar una década la primera conversación telefónica de Alfonso XIII con el presidente de Estados Unidos, y otros disloques por el estilo.
En ese mismo primer capítulo en que están asegurando que las mujeres —como en efecto ocurrió en aquella época— no contaban para nada, las descubrimos encaramadas en antiguos automóviles, borrachas y rodeadas de hombres; besuqueándose en las esquinas o «despeinándose» en bares y salones, o mejor dicho, en movidas discotecas al compás (literalmente) de house y disco. He ahí un berrinche más de los peninsulares: el abuso en el empleo de música moderna en inglés (algo, por cierto muy común en los seriados españoles, como si sus realizadores aborrecieran las melodías en su idioma natal), que en vez de funcionar como un elemento de ruptura, como ocurre en no pocas de estas producciones de época, consiguen extrañar al televidente.
A esta entrega ambientada en un período pasado, aunque el dominio de la historia no sea el fuerte de los guionistas, hay que reconocerle, sin embargo, un evidente empeño en cuidar la ambientación, así como el vestuario, el maquillaje y la peluquería, que logran mantener impecables y bonitas a las juveniles protagonistas. Sin dudas, Las chicas del cable es visualmente atractiva, lo que se debe también a la buena fotografía.
A favor de esta serie se podría decir, además, que resulta entretenida, se las apaña para que en las noches de los sábados podamos desconectar y para potenciar el valor de la amistad y de la unión, lo cual ya podría ser bastante. Pero la trama, reitero, es más de lo mismo, con diálogos que parecen discursos y actuaciones que nunca llegan a ser destacables (lo peor es la señorita Blanca Suárez). Y, aun así, es otro éxito del gigante de la distribución por streaming, que conoce a la perfección el público para el cual trabaja y está convencido de que los melodramas románticos son, definitivamente, productos muy rentables.
Tal vez Bambú Producciones (Velvet, Gran Hotel) no era tan pretenciosa como parecía, y en vez de intentar romper con los estereotipos y presentarnos mujeres capaces de inspirar a muchas otras, solo quería conquistarnos con la historia de unas atractivas muchachas que lo mismo podrían ser protagonistas de «Las chicas del camión», «Las chicas del restaurante» o «Las chicas de Oscar de León» (cuando vino a Cuba para participar en el Festival de Varadero). A fin de cuentas en esta serie, la central telefónica es únicamente un telón de fondo.
De las jóvenes que se esperaba hicieran hasta lo imposible por abrirse paso en el Madrid de los años 20 y lucharían por un mundo más justo y equitativo, muy poco nos dijeron en Las chicas del cable, la verdad.