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La casa de Hemingway

Ernest Hemingway vivió en Finca Vigía —a unos 30 minutos del centro de La Habana—,  los últimos 22 años de su vida. Cuando se instaló estaba a punto de concluir Por quién doblan las campanas (1940)

Autor:

Ciro Bianchi Ross

Ernest Hemingway vivió en esta casa los últimos 22 años de su vida. Cuando se instaló en Finca Vigía —a unos 30 minutos del centro de La Habana— estaba a punto de concluir Por quién doblan las campanas (1940). Al abandonarla para siempre había recorrido como escritor el camino de la fama, y merecido el Premio Nobel en 1954. En la casa quedaron entonces su Royal portátil, las tumbas de sus perros, unos 50 gatos y los 9 000 volúmenes que atesoró a lo largo de su vida y que muchos años después harían exclamar a García Márquez: «¡Qué biblioteca más rara tenía este hombre!».

Dice también García Márquez que el escritor estuvo dentro del alma de Cuba mucho más de lo que suponían los cubanos de su tiempo; pues muy pocos escritores dejaron tantas huellas que delataran su paso por los sitios menos pensados de la Isla.

Llegó a Cuba por primera vez en abril de 1928. Lo acompañaba Paulina Pfeffer, su segunda esposa. Venían de Francia y pasarían solo dos días en La Habana en espera del buque que los trasladaría a Cayo Hueso, donde Hemingway pensaba concluir Adiós a las armas (1929), su segunda novela.

Volvió en 1932 para pescar agujas en las aguas cubanas. Regresó en 1933 y escribió la primera de sus crónicas con tema cubano. A partir de entonces no se desvincularía más de esta «isla larga, hermosa y desdichada», como llamó a Cuba en Las verdes colinas de África (1935). El viejo y el mar (1952) es, por excelencia, su novela «cubana». Parte de la trama de Islas en el golfo (1970) transcurre en Cuba. También en alguno que otro cuento y en muchísimos de sus artículos periodísticos hay alusiones a la Isla. El escenario de Tener y no tener (1937) es cubano en buena medida.

Turista reincidente

Hemingway era en la década de 1930 un turista sospechosamente reincidente, que todos los años pasaba en Cuba los meses de mayo, junio y julio, que son los de la corrida de la aguja.

No había descubierto aún el refugio maravilloso de la Vigía. Pasaba sus días cubanos en el hotel Ambos Mundos, muy cerca del puerto habanero, en una habitación sin número —actualmente marcada con el 511— del quinto piso, que se conserva tal y como la conoció el escritor. En 1958, en su célebre entrevista con George Plimpton para The Paris Rewiew recordaría: «El Ambos Mundos, en La Habana fue un buen lugar para trabajar…». Allí escribió algunos de sus mejores cuentos y comenzó Por quién doblan las campanas.

Quizá hubiera continuado aquella existencia transitoria en ese hotel, pero a su tercera esposa, la periodista y narradora Martha Gelhorn, comenzaron a incomodarle la habitación anónima y despersonalizada y la falta de privacidad ante la visita de los amigos de su marido.

Fue ella la que buscó y encontró la Vigía. Al comienzo, a Hemingway le desagradó el lugar, le pareció demasiado distante de los sitios de su preferencia, pero terminó rindiéndose ante los deseos de la esposa. Primero alquiló la finca y poco después la compró al contado por 18 500 dólares. Acababa de cobrar los derechos por los 75 000 ejemplares de Por quién doblan las campanas y había firmado un contrato ventajoso con la Paramount Pictures para su adaptación cinematográfica.

En 1949 explicó en una crónica las razones de su larga residencia cubana. Habló, por supuesto, de la corriente del golfo, «donde hay la mejor y más abundante pesca que he visto en mi vida», de las 18 clases de mango cosechadas en su propiedad, de su cría de gallos de pelea, de las lagartijas del emparrado… y apuntó como al descuido: «Uno vive en esta Isla… porque en el fresco de la mañana se trabaja mejor y con mayor comodidad que en cualquier otro sitio…».

El autor de El coronel no tiene quien le escriba, gran admirador de Hemingway, aseguraba que la Vigía fue la única residencia de veras estable que el escritor tuvo en su vida.

Además de las varias veces citada Por quién doblan…, allí escribió A través del río y entre los árboles (1950), El viejo y el mar, París era una fiesta (1964) e Islas en el golfo. También otra novela que a la postre quedó inconclusa, El jardín del Edén, y los esbozos de otra que nunca cuajó, pero de la que se desgajarían El viejo… e Islas…, además de numerosos cuentos, crónicas y artículos para publicaciones periódicas, entre ellos, su último reportaje, Un verano sangriento, acerca del mano a mano entre los toreros Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín, que presenció en España el año precedente y que, según sus biógrafos, tuvo muchas dificultades para poder concluir.

«Yo siempre tuve buena suerte escribiendo en Cuba… Me mudé de Key West para acá en 1938 y alquilé esta finca y la compré finalmente… Es un buen lugar para trabajar porque está fuera de la ciudad y enclavado en una colina… Me levanto temprano y me pongo a trabajar, y cuando termino me voy a nadar y tomo un trago y leo los periódicos… Después del trabajo uno puede irse a pescar o a practicar tiros de pichones, y por las tardes Mary (la cuarta y última esposa) y yo leemos y oímos música y nos vamos a la cama. Algunas veces vamos a la ciudad o a un concierto. Otras, a una pelea o a ver una película, y luego al Floridita. En el invierno podemos ir al Jai alai… Perdí cinco años de mi vida durante la guerra (mundial) y ahora estoy tratando de recuperarlos… Este otoño cuando salga El viejo y el mar, tú verás parte del resultado del trabajo de los últimos cinco años».

Vendrá la muerte

Ganó mucho dinero. Solo por su cuento Los asesinos, Hollywood le pagó 125 000 dólares. En 1954 sufre en África dos accidentes de aviación consecutivos. Lo dan por muerto y tiene el extraño placer de leer los obituarios que de él se escribieron. Tiene en Italia un romance con una joven condesa y la lleva a vivir a la finca, lo que casi le cuesta el divorcio.

Llegan después las enfermedades. Hipertensión arterial, diabetes, esclerosis, anemia. Ya no puede beber como antes y le prohíben comer casi todo lo que le gusta. Se muestra abatido, ausente, falto de fuerzas. Viaja a EE. UU. y recibe tratamiento en una prestigiosa institución médica de ese país. Y un día se quita la vida. Encuentra las llaves del armero, que Mary mantenía escondidas, toma una escopeta Richardson, plateada, calibre 12, de dos cañones. Se los introduce en la boca y aprieta los gatillos con el dedo gordo de pie. Es el 2 de julio de 1961. En Ketchum, Idaho, Ernest Miller Hemingway, uno de los escritores más leído del mundo, se vuela la cabeza.

El testamento

En el propio año, meses después de los funerales, Mary reúne en finca Vigía a media docena de personas. Allí están Gregorio Fuentes, el patrón del yate Pilar, «el pilar del Pilar», como le llamaba el escritor; René Villareal, su hombre de confianza, y el resto de los empleados de la finca. También un representante del Gobierno. Es Fidel Castro en persona. Se habían conocido en un torneo de la pesca de la aguja donde Fidel había resultado vencedor; lo admiraba desde sus días de estudiante.

Mary lee el testamento del marido. A Gregorio le lega el yate y a diferentes amigos y vecinos sus dos automóviles, una carabina Winchester 22, el ganado existente en el predio…

«Para el bienestar del pueblo», traspasaba la Vigía al Estado. El viejo escritor, tan remiso a recibir a escritores en su casa, quería que el inmueble sirviera de lugar de reunión a jóvenes literatos y artistas, y que además funcionase en el área un centro de estudios botánicos. Pedía, por último, a las autoridades cubanas, que gestionasen trabajo a sus exempleados en la Cervecería Modelo, del Cotorro.

Sin embargo, a sugerencia de Fidel que Mary aceptó, se introdujeron variaciones en el legado. La casa se convertiría en museo y sería atendido por los propios empleados del escritor. En 1962 quedaría inaugurada la nueva institución cultural, muy visitada desde entonces por cubanos y extranjeros.

La única casa

La casa, aun sin Hemingway, tiene un encanto singular. Está llena de vida. Más que un museo sigue siendo la casa de Hemingway, su única casa. Parece que su propietario no está muerto, sino ausente y que regresará en cualquier momento.

Dejará entonces en el armero su carabina. Mirará por encima la correspondencia y disfrutará un trago antes de situarse ante su Royal portátil para continuar la rara y ambiciosa novela que no llegó a concluir.

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