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144 años para Corona

El domingo 15 de octubre Corona dio a conocer, en el solar Las Maravillas, la que sería una de sus melodías más recordadas, Longina. Una de las piezas más populares de la trova cubana

Autor:

Ciro Bianchi Ross

La cuartería habanera Las Maravillas, donde residía María Teresa Vera, se fue convirtiendo en un lugar emblemático para la trova cubana. Todos los domingos por la mañana se daban cita allí grandes de la trova: Graciano Gómez, Oscar Hernández, Manuel Corona… hasta que aquellas peñas se hicieron habituales.

En una ocasión, exactamente el 8 de octubre de 1918, llegó a aquella casa de vecindad el ya célebre periodista conservador Armando André. Lo acompañaba una negra deslumbrante por su personalidad y belleza, una mujer vistosa, distinguida, a la que era imposible dejar de mirar, siquiera de soslayo. Tanto André como su acompañante vestían con elegancia, hacían una bonita pareja.

El periodista se acercó a Manuel Corona y le pidió que compusiese una canción inspirada en su amiga. Preguntó entonces el trovador el nombre de la muchacha. Se llama Longina… Longina OʼFarrill, respondió André, y Corona le sugirió que volviese a la semana siguiente para que la escuchara.

En efecto, el domingo 15 la canción estaba lista y Corona dio a conocer, en el solar Las Maravillas, la que sería una de sus melodías más recordadas. Una de las piezas más populares de la trova cubana. Lo que quizá muchos no sepan es que se trata de una canción que se escribió por encargo.

Exclusivamente personal

El compositor y guitarrista Manuel Corona Raimundo nació en Caibarién, Las Villas, el 17 de junio de 1880, hace 144 años. Muy joven debutó en la música. Diría: «Yo componía por natural inspiración, porque me salían las canciones mientras practicaba solo con la guitarra». Una canción a la que dio el título de Mercedes le ganó popularidad en 1908, e inició con ella la larga lista de composiciones —unas 80— que dedicó a la mujer, aunque compuso también decenas de piezas en las que exaltó las virtudes de sus amigos y cantó a la niñez, sin que quedaran fuera otras de carácter patriótico y de sátira política y crítica social.

En opinión de Odilio Urfé, el período más fecundo y variado en la vida creativa de este hombre es el que corre entre 1900 y 1920. Corresponden a esa etapa la ya citada Mercedes, y también Aurora, Contrapunto, Mi pecho y mi alma y sus inmortales Longina y Santa Cecilia. Es, al mismo tiempo, una etapa signada por una amplia gama genérica, que cultivó canciones, habaneras, bambucos, romances, preludios, y también tangos y blues… y en la que hizo de la contestación —contestar canciones de otros trovadores— una especialidad que no igualó ningún otro compositor.  

Precisa Urfé: «Si su estro musical ha sido evaluado como de calidad superior por la más docta musicología cubana, el poético espera por la atención de nuestros especialistas… Corona es, entre los grandes de la trova clásica, el que más textos poéticos escribió originalmente para sus canciones».

Como guitarrista, su técnica «era del todo anárquica», expresa Vicente González Rubiera (Guyún). «Pulsaba todas las cuerdas con el dedo índice de la mano derecha, violando así lo prescrito para la disciplina de esta mano. No obstante haber violado la técnica de la mano derecha, pulsaba con precisión y seguridad sus arpegios y acordes. Asimismo, resultaba sorprendente la limpieza y volumen de sonido que brotaba de su guitarra… Su técnica guitarrística era exclusivamente personal».

Dice Radamés Giro: «Generalmente cantaba con voz prima, pero cuando hacía de segundo, empleaba correctamente la armonía, a la vez que su timbre era brillante en esa tesitura».

Ron barato y Café

Manuel Corona, el autor de Longina, falleció en La Habana, a comienzos de 1950. En una crónica que publicó por entonces en el periódico El Nacional, de Caracas, y que tituló Un año que llega y un trovador que se va, Nicolás Guillén contó los últimos días del artista. Murió en una oscura habitación del cabaré Jaruquito, en las llamadas «fritas» de Marianao, tuberculoso, en la mayor miseria. Poco antes, el trovador y el poeta se habían encontrado por casualidad en uno de los cafés situados frente a la Estación Central de Ferrocarriles. No se veían desde hacía mucho, cuando la enfermedad no había comenzado aún a devastar su cuerpo. Guillén lo encontró flaco, flaquísimo, con los ojos hundidos, el mentón en proa, la voz cavernosa. Lo invitó a una copa que el músico bebió ávidamente, con mano temblorosa.

—Un día quiero verte. Me gustaría cantarte las viejas cosas. Yo soy el autor de Santa Cecilia, de Longina… ¿No te acuerdas?

No poco de lo que escribió se perdió en el viento, entre tragos de ron barato y tazas de café. María Teresa Vera fue una de las mejores intérpretes de su música, en dúo con Rafael Zequeira, primero, y luego con Lorenzo Hierrezuelo. Dúos como los de Tata Villegas y Pancho Majagua, Floro y Miguel, Regino López y Alberto Villalón y Nano y Bienvenido León, entre otros, contribuyeron a popularizarla. La influencia del camagüeyano Patricio Ballagas es evidente en ella, sobre todo en piezas como Longina y Santa Cecilia. Por cierto, de esta última nunca se ha podido precisar si está dedicada a la patrona de la música, como dicen que dijo el autor, o, como cree el escribidor, a una «bella y feliz mujer», de la que exalta «el sensible detalle de amor provocativo de tus ebúrneos senos y tu cuerpo gentil», luego de elogiarle «tu simpático rostro de africana» y «tu talle de arabesca diosa indiana».  

A su entierro asistió solo un grupo reducido de amigos; los de siempre: Sindo Garay, Pancho Majagua, Rosendo Ruiz, Tata Villegas y Gonzalo Roig, quien despidió el duelo. Poco antes de morir expresó Corona su último deseo: café y guitarras. Por eso, cuando la comitiva fúnebre regresó del cementerio de Marianao, Sindo invitó al grupo a su casa a fin de cumplir la voluntad del difundo.

Escribió Nicolás Guillén:

«… La desaparición de este modesto músico vernáculo denuncia nuevamente esa grotesca antinomia que existe entre la vida y la muerte de nuestros artistas populares, aplastados por una sociedad ciega “que mata a un hombre del mismo modo que hiela una manzana”. Vivos, se les desconoce y hasta desprecia: muertos, se les exalta ruidosamente y, como si el tránsito fuera un nacimiento, surgen a una nueva vida: la vida que tanta falta les hizo cuando vivían en realidad. ¿Quiénes que hoy gastan millares y millares de dólares en lujos inútiles, llegaron nunca hasta la tenaz miseria del trovador para poner en ella la realidad de una dádiva decorosa, o la dádiva, aunque fuera irreal, de una promesa? ¿Cuántos de los que hoy pregonan el mérito de aquel sencillo forjador de belleza se le acercaron antaño para musitar en sus días de angustia lo que hoy gritan batiendo el parche hipócrita, junto al caído? ¿Corona? ¡Bah! Era apenas un mulato guitarrero».

La rosa negra 

Longina O’Farril contaba por aquellos días de la muerte de Corona: «Hubiera querido estar a su lado en el momento en que lanzó su último suspiro».

Longina fue niñera de Julio Antonio Mella y su hermano Cecilio; ella les enseñó las primeras palabras en español, pues la madre les habló siempre en inglés. No se sabe si Longina tuvo relaciones amorosas con Manuel Corona. Diez años después de haberle dedicado su primer canto, el trovador le dedicó otra canción: La rosa negra, pieza esta rescatada del olvido, gracias a la memoria prodigiosa del compositor santiaguero Walfrido Guevara, que la escuchó una vez y terminó cantándosela a su autor cuando ya la había olvidado.

Longina murió en La Habana. En 1988 sus restos fueron trasladados a Caibarién para que reposaran para siempre junto a los del trovador que la inmortalizó.

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