Ofrecemos a nuestros lectores una muestra de obras del escritor, periodista y editor Yamil Díaz Gómez (Santa Clara, 1971), quien fuera homenajeado por su provincia en la reciente Feria Internacional del Libro
1
Jamás se ha visto que un cronopio tenga nombre de pila. En esto se parecen a los famas y a las esperanzas. Pero el nuestro, jadeante, soñó llamarse Julio. Paseaba en automóvil por la avenida Corrientes cuando se cruzó con un fama a quien le hubiera gustado llamarse Jorge Luis. «¿Subiría usted a mi auto?», preguntó con una enorme sonrisa. «No, gracias, caballero. Estoy fundando —míticamente, entiéndase— la ciudad de Buenos Aires y necesito caminar», respondió el otro con refinado desdén. (Aunque una vez un fama dio un aventón a un cronopio frente a la tienda La Mondiale, nunca se vio que al auto de un cronopio suba un fama). El cronopio que soñó llamarse Julio parpadeó con amargura y, mientras veía alejarse, bastón en mano, al fama a quien le hubiera gustado llamarse Jorge Luis, se preguntó en silencio: «¿Adónde irá con su ceguera?».
2
Un cronopio y un fama pelean en la final del Campeonato Interamericano de Boxeo. A inicios del asalto segundo, el cronopio cae dolorosamente fulminado. «¿A quién dedica la victoria?», pregunta la esperanza que reporta para la televisión. El nuevo campeón responde sin dudar: «Al maestro Cortázar, porque con él aprendimos que los cronopios pueden ganar por puntos; pero los famas tenemos que ganar por knock out».
3
Un cronopio de la familia Montesco conoció en un baile de disfraces a la más bella fama de la familia Capuleto. El pobre comenzó a perfumarse todos los domingos antes de ir a rondar el balcón de su amada. El resto del tiempo leía novelas de amor, folletines lacrimógenos. Pero un amigo cercano le regaló un libro donde se narraba la tragedia de un tal Romeo y de una tal Julieta. Aquella tarde nuestro protagonista lloró dos veces y lo pensó mejor. Desde entonces los cronopios siempre se casan con cronopias y los famas con famas.
Los países que nunca visitaste, las personas que nunca conociste, las muchachas que no vinieron a la cita alimentan la crónica que no escribes.
Pero nunca preguntes por qué no vino la muchacha.
Tal vez el diablo te hizo una de las suyas: primero la dejó caer entre tus cosas, te escondió una sonrisa. Y tú creíste que habían derrumbado para siempre el campanario de tu soledad. Mas el diablo es del diablo. Te la reparte en imágenes difusas: dos ojos en un ómnibus; una rabiosa cabellera sobre alguna azotea; el eco, el dulce eco, de una voz…
Siempre que falta la muchacha, se repite el ciclo de todo lo incompleto, el hueco horrible de las risas perdidas, la sensación de vida que se va.
El muro caprichoso donde debieron abrazarse las dos sombras, es la pantalla por la que ahora cruzan tantos falsos recuerdos. Detrás del muro, están las calles bulliciosas que no descubriste en tus frustradas visitas a Madrid, Vancouver, Carolina del Norte; están los versos que jamás improvisaste; la mirada piadosa de quienes casi saludaste un día lejano: un Samuel Feijóo que visitó tu grupo de teatro la única noche que no fuiste; una Dulce María Loynaz a quien no besaste en su 90 cumpleaños, por no esperar tu turno en la cola de tantos que la querían besar; un Jorge Boccanera que finalmente no llega a ese rincón de México de donde soñabas regresar con un autógrafo suyo sobre cada poema.
Pero nunca preguntes por qué no vino la muchacha. No dibujes de nuevo los pezones quién sabe si robados.
En esta hora terrible te lo preguntas todo. No hay ni un ángel de guardia. Nadie va a devolverte las canciones que te faltaron hoy.
El diablo, el señor diablo, el compañero diablo, el sinvergüenza, el cuadrado, el burócrata diablo ha escondido los naipes de tu historia.
Tú sigues calle abajo, de cuadra en cuadra, de por qué en por qué.
Los países que nunca visitaste, las personas que nunca conociste, las muchachas que no vinieron a la cita, te miran desde lejos.
Porque el diablo es el diablo. Y no podrás llevarte a casa ese recuerdo que te hará tanta falta en tu vejez. No podrás sonreír ante dos sombras que se abrazan sobre el muro. No podrás pronunciar tus tres mentiras, ni acariciar los mínimos pezones, ni mucho menos ―ni muchísimo menos― escribir esta página.
Ya no eres sucio ni torpe ni tampoco mi perro. Ahora duermes tal vez, en cualquier patio.
Siento otra vez tus pasos por el pasillo y la azotea. Recuerdo tu llegada intempestiva a casa, mis inútiles esfuerzos por echarte, el nombre que jamás te di.
Pude llamarte «Mocho», aunque no acaricié nunca el pedazo de cola que te habían dejado. Fui siempre tardo con tu almuerzo y tu agua. Pero tú, imperturbable, cuidabas mis dominios y a tu manera me advertías que el enemigo eran los demás.
Fui tu peor amigo.
Ahora lo sé porque, definitivamente, existen noches de insomnio en las que se regresa a aquellas horas en que pudo faltarnos la inocencia. Hay madrugadas que parecen hechas para pedir perdón.
Arriba las estrellas siguen todas sin nombre para mí. Jamás pude decir: «He aquí el Lucero del Alba; esta es la Estrella Polar». Tampoco dije jamás: «Este es mi perro», salvo cuando un desconocido me preguntó de pronto:
—¿Es suyo? ¿Por qué no me lo regala? Yo tengo un patio grande. Yo lo voy a cuidar.
—¿Lo quieres?... Llévatelo.
No sé si una respuesta tan cruel tendría traducción en el idioma de los perros. En cambio, leí unos signos de interrogación en tus pupilas cuando ibas ya sobre la bicicleta extraña y me miraste cariñoso aquella última vez…
Arriba las estrellas siguen todas sin nombre para mí. Abajo, en algún patio, acaso sueñes todavía. Yo no, porque me crece tu recuerdo. Y sé que he sido tu peor amigo. Y te pido perdón. Y te extraño, carajo, ahora que todos ladran, menos tú.