La crónica alude a la belleza de su rostro y a su cuerpo bien torneado. Tenía buena voz, pero lo mejor de todo era la carita de buena que ponía en el escenario, una carita, decían los que la vieron, que atizaba aún más el fuego de sus palabras y el movimiento de sus caderas hasta provocar una marejada de lujuria entre los atónitos espectadores. Se llamaba Consuelo Portela e hizo popular el nombre artístico de La Chelito, la sensación y el escándalo de La Habana en 1910.
Eran días en que la ciudad conoció de una invasión de cupletistas y bailarinas más o menos famosas. Aquí, en el teatro Molino Rojo, de Galiano y Neptuno, donde después estuvo Radio Cine y el cine Jigüe y ahora la Casa de la Música, llegó a ganar cincuenta centenes diarios —unos 250 pesos— lo que se consideró entonces un contrato jugosísimo, y al final, a la hora de despedirse, no le bastó la habitual función de beneficio, que tanto hacía ganar a los artistas, sino que se rifó ella misma, a tanto la papeleta entre los que esa noche asistieron al teatro, que era, ya lo imaginará el lector, para hombres solos. Alejo Carpentier la evocó como «una cantante española de pocos escrúpulos», pero sin duda, acota el escribidor, de gran inventiva.
Se aficionó aquí a los puros habanos y una acreditada marca llegó a elaborarlos especialmente para ella, tal como le gustaban, pequeños y finos. Fumaba en público y fascinaba a sus admiradores con la sensualidad con que sus labios acariciaban el tabaco, con un toque insinuante de la punta de la lengua.
El mantón de Manila con que salía a escena, bordado de hilos de seda y muchos flecos, insinuaba, más que ocultaba, su generosa anatomía.
No se supo nunca si fue casualidad o se trató de algo intencional. El caso es que una noche, mientras, entre ingenua y picaresca, arrobaba con sus cuplés a los espectadores, se deslizó suavemente la cinta de su corpiño dejando adivinar más que ver en su caída níveas turgencias hasta entonces ignoradas.
Precisaba Carlos Robreño en una de sus «Cositas antiguas», que la artista, sorprendida, trató de cubrir con sus finas manos la traición de la leve cinta, mientras que de la sala, repleta de espectadores, se escapaba un rugido que traspasaba los límites de lo humano.
Y desde entonces, aquel detalle que pudo haber sido casual quedó adherido al cuplé como si fuera parte de su letra y de su música, mientras toda La Habana masculina desfilaba por la taquilla del frívolo Molino Rojo ávida de entrar en el coliseo para ayudar a la bella Chelito en su búsqueda afanosa de la pulga.
Durante las tres primeras décadas del siglo XX, escribía Eduardo Robreño, fue intensa la vida teatral habanera. En ocasiones se dio el caso de que funcionaban ocho teatros noche a noche con la presentación de distintos géneros teatrales. No era raro entonces el empeño de compañías europeas de venir a La Habana a «hacer la América». Si triunfaban aquí, tenían garantizado el éxito en otras latitudes americanas, si no, ya podían volverse a Europa con el rabo entre las piernas y los bolsillos vacíos.
Estuvo aquí Pastora Imperio, «la bailarina trágica», como le llamó el escritor Alfonso Hernández Catá. Amalia Molina vino muchas veces y siempre fue admirada y querida. Consuelo Mayendía con sus grandes éxitos en La Habana llegó a disputarle el cetro de la popularidad a la mexicana Esperanza Iris, que se presentaba dos veces al año, en temporadas que se prolongaban durante tres o cuatro meses cada una, en el teatro Payret.
Su enorme personalidad y extraordinario carisma suplían con creces sus escasas condiciones vocales. Nadie como la Iris para lucirse en la opereta. La viuda alegre, La duquesa del Bal-Ta-Ba-Rin, El conde de Luxemburgo y La princesa del dólar estaban en su repertorio.
Sus despedidas del público habanero eran famosas. En cada temporada su empresario, Ramiro de la Presa, la hacía decir adiós varias veces, en espectáculos organizados con ese fin, y al concluir cada uno de ellos había desmayos de admiradores y gritos de «no te vayas, Esperanza», lo que enardecía a la artista e inflamaba el ánimo del empresario, que era también su marido.
La Mayendía vino a La Habana en 1917 como parte de una compañía de zarzuelas que se presentó en el teatro Martí. Formaban parte del elenco las tiples María y Carmen Puchol y el actor Casimiro Orta, ídolo del público madrileño.
Sucedió lo increíble e inexplicable. Aquella Mayendía fea, chiquitica, cabezona y desconocida le arrebató los aplausos a sus compañeros.
El repertorio de La Chelito no era muy extenso. Pero con malicia reservaba siempre para el final el número de la pulga.
Decía en 1953 ese cronista excepcional que fue Eladio Secades:
«La Chelito se inmortalizó buscando la pulga. Revolvía entre las puntillas de una ropa interior que excitaba los sentidos. A pesar de la pulga. Algunas bellezas fueron presas por enseñar los muslos con medias de una malla rosada y pegajosa. Y se inició un desnudo de coliseo solo para hombres. Que interesaba a los niños. Porque no habían vivido nada. Y a los viejos. Porque habían vivido mucho. Humano parangón entre lo que todavía no se había hecho y lo que ya no se podía hacer. Hubo el teatro de las cupletistas. Que cantaban un argumento de modistilla perseguida por una calle de Madrid. Al principio no quería. Pero después cedió. Llegando a la última estrofa desamparada. Y con un niño en brazos. Maldecía su mala suerte. Y acababa metiéndose con un calvo en la platea».
El número de la pulga, que ella, en pleno escenario, se buscaba por todo el cuerpo, era exitoso, tanto en La Habana como en Madrid. Al finalizar, la cupletista no se metía con el calvo de la platea, sino que, con un espejo en la mano, iluminaba al caballero escogido entre el público para que esa noche le encendiera su brevita habitual. De más está decir que era exorbitante el precio de una noche de amor con la Chelito.
La acogida que se le tributó en La Habana fue tal que, vencido el contrato con el Molino Rojo, pasó la cupletista al lujoso teatro Payret. A esas alturas, con la pulga exterminada, cantó, no para hombres solos, sino para toda la familia, cosas tan ingenuas como estas:
Del harén soy la sultana,
Del sultán la favorita.
Y no hay nada que se iguale,
Y no hay nada que se iguale
A mi cara tan bonita.
Era Consuelo Portela una mujer de armas tomar; le temían por su carácter irascible. Y era asimismo una mujer envidiada por su éxito. Se le tomó como una devoradora de hombres y en ella se inspiraron no pocos escritores. Joaquín Belda la tomó como modelo para La Coquito, e inspiró a Hoyos y Vinent en La ingenua libertina.
Envejeció, pero supo atemperarse a los tiempos. Cuando declinó su belleza y perdió cualidades vocales se convirtió en la empresaria del café-cantante Chantecler, luego teatro Muñoz Seca.
Renació del olvido y volvió a la celebridad gracias al éxito de Sarita Montiel en El último cuplé, filme que reinició el boom de las cupleteras.