Se habla a menudo de San Isidro con demasiada ligereza. Para muchos ese barrio situado al sudoeste de La Habana Vieja, con alrededor de 12 000 habitantes en 0,3 kilómetros cuadrados, no es más que la famosa zona de tolerancia de los años iniciales del siglo XX, feudo de Alberto Yarini, un hombre convertido en leyenda. San Isidro, sin embargo, es mucho más que eso.
Allí se estableció el Gobierno de la Isla y el consejo de defensa de la ciudad en los días del sitio de La Habana por los ingleses, y su territorio da asiento a la iglesia habanera más antigua, la del Espíritu Santo, y a La Merced, que se tiene como el templo católico más hermoso y elegante de la urbe, donde la nobleza de la Isla, primero, y luego la burguesía hasta bien entrada la República, celebraban sus bodas más suntuosas.
Es una zona con largas tradiciones culturales y en ella se localizan la iglesia y la Alameda de Paula, el primer paseo con que contó La Habana. Como si esto fuese poco, en esta barriada humilde, nació José Martí.
San Isidro es un santo católico canonizado en 1622; el primer laico casado llevado a los altares. Era labrador y se le invoca lo mismo para pedirle la lluvia o el sol, dinero en caso de necesidades apremiantes, y el alejamiento de malos vecinos.
Diego Avelino de Compostela, obispo de Cuba, construyó en la zona una ermita que puso bajo la advocación de San Isidro, ermita demolida luego para construir la iglesia y hospicio del mismo nombre, que ya tampoco existen. De ese santo, patrono de los huertos, toma su nombre esta zona, que en 1771, tras la división político-administrativa de la ciudad acometida por el gobernador Antonio María de Bucarelly, era ya uno de lo ocho barrios habaneros, cuatro barrios en cada uno de los dos cuarteles creados. Siguió siéndolo hasta después del triunfo de la Revolución y en 1976 pasó a ser uno de los consejos populares con que cuenta el municipio de La Habana Vieja.
Se extiende entre la calle Egido hasta la Avenida del Puerto, y entre la calle Acosta y la de Desamparados. Su eje es la calle que toma el nombre de la barriada, una de las más emblemáticas y concurridas del municipio, apenas unos 600 metros de vía con sus edificaciones coloniales y neoclásicas.
En el siglo XVIII, afirma Dulcila Cañizares (2000) San Isidro era una soleada y tranquila colección de huertas, refrescadas por terrales y brisas marinas: la de María Campos, en San Isidro y Habana; la de Francisco de Sotolongo, con frente hacia la calle Jesús María, cercano a la de Compostela, y la de Fierro, conocida también, entre otros nombres perdidos y encontrados, como hacienda Campechuela, por aquellos indios de Campeche que vinieron y construyeron sus bohíos y conucos cerca del litoral habanero, en un sitio llamado entonces el lugar Campeche o Campechuelo, y, más tarde, cuartel de Campeche.
Pasaron los años y las Murallas que ceñían La Habana se hicieron inoperantes y comenzaron a demolerse en 1863, con lo que desaparecía aquella división de las dos Habana; la de intramuros y la de extramuros. A fines del siglo XIX en calles cercanas a los muelles —Habana, Cuba, Sol, Compostela, Desamparados, Luz, Samaritana…— aparecieron, precisa Dulcila Cañizares, lugares non sanctos, lupanares en los que las prostitutas se regían por un Reglamento especial de higiene púbica que las obligaba a portar una cartilla, especie de carné de salud, que las declaraba aptas, luego de estrictos e irrecusables exámenes médicos periódicos, para ejercer su oficio.
Es bajo el Gobierno interventor norteamericano que comienza a instituirse San Isidro como zona de tolerancia. Elaboran las autoridades interventoras el nuevo Reglamento especial para el régimen de la prostitución en La Habana y un nuevo Servicio de Higiene, y obedeciendo preceptos y acatando órdenes, expresa Dulcila Cañizares, se establecen las prostitutas en las calles del antiguo cuartel de Campeche.
Llegan desde todas partes de la ciudad. La gran mayoría, de las calles Tejadillo, San Juan de Dios, Aguacate, Empedrado, Morro, Bomba, después Progreso. Desde Teniente Rey y Obrapía; isleñas casi todas que llegaron engañadas, con la ilusión de una vida mejor y la posibilidad de ayudar a la familia lejana. Llegaron también negras y mulatas, y desde las calles Amistad, Rayo y San Miguel, mujeres más refinadas. Vienen asimismo del interior de la Isla y de más allá de los mares.
Mujeres que, escribe Dulcila Cañizares, llevaban en sus ropas el olor a humedad de los cuartuchos donde vivieron y ejercieron su duro menester, o el pegajoso olor a monte y yerba, o el olor distinto de otras tierras… olores que irán perdiendo su idiosincrasia, que se transformarán o se esfumarán para darle paso a emanaciones, perfumes, fetideces, aromas, vahos, después que albañiles, carpinteros, pintores destruyan, desmantelen y desarmen el viejo cuartel de Campeche para levantar y armar la zona de tolerancia de San Isidro.
Ese era el reino de Alberto Yarini. Controlaba una buena cantidad de prostitutas que trabajaban para él en diversas accesorias. Por sus calles se regodeaba con aires de caballero intachable. Regalaba monedas a los chiquillos y sabía premiar con una palmada en el hombro a los que lo adulaban. Se encaprichó con «la pequeña Berta», la mujer más bella que se vio jamás en San Isidro, y se la birló al francés Letot, que la tenía en su serrallo.
Y Letot, que solía repetir que él vivía de las mujeres y no moría por ellas, le pasó la cuenta. Un enfrentamiento en que los dos perdieron la vida y que dio origen en el barrio, entre chulos cubanos y franceses, a la llamada guerra de las portañuelas. Moría Yarini, con 28 años de edad, el 22 de noviembre de 1910.
Se desataron entonces las ambiciones. Fueron varios los que se creyeron con derecho a ocupar el reinado del chulo difunto. Ninguno dio la talla y las cosas cambiaban en el barrio hasta que el 23 de octubre de 1913, en virtud del Decreto 964, se extinguía, al menos de manera oficial, la zona de tolerancia de San Isidro. Emigran las muchachas. Algunas se establecen en los alrededores de la Universidad, otras en el barrio de Atarés, mientras que el barrio de Colón se yergue como la nueva zona de tolerancia por excelencia, y la calle San José, desde Escobar hasta Galiano, se llena de prostíbulos.
En medio de la 2da. Guerra Mundial surge la nueva zona de La Victoria, que tendrá como eje la calle Pajarito (Retiro) y se extenderá detrás del mercado de Carlos III. Diría José Luciano Franco a Dulcila Cañizares: «Realmente, Yarini es la culminación de una época que se inicia con la Colonia. Fue una figura, sí, y a su alrededor existía un universo de corrupción de la sociedad: de nuestra sociedad de entonces».
Durante las décadas iniciales del siglo XX se transforma la arquitectura del barrio. Casas unifamiliares, de una sola planta, mampostería y techo de tejas, son sustituidas por edificios de apartamentos y comercio en el primer piso. Otro cambio ocurre en la década de 1950 con la construcción de inmuebles dedicados a oficinas, parqueos y almacenes que responden a las necesidades de los muelles cercanos, los después llamados La Coubre y Juan Manuel Márquez, así como el de los almacenes de San José, espacio ocupado hoy por artesanos, artistas y otros trabajadores por cuenta propia que venden sus producciones.
Causó arrebato hacia 1840 el llamado baile de la Ley Brava, descrito por Cirilo Villaverde en su Cecilia Valdés, mientras que la Feria de la Merced atraía hacia San Isidro a bailadores y curiosos de toda la ciudad. Ensayaba allí la comparsa de Los Dandy, muy gustada en el carnaval habanero y que hoy rescata la agrupación infantil Los Dandysitos. Siguen vivos en el barrio el baile y la música, y su mejor ejemplo es la rumba de cajón, asociada a ritos africanos. Glorias de nuestra música como el cantante Miguelito Valdés (Mr. Babalú) y Siro Rodríguez, integrante del cubanísimo Trío Matamoros, forman parte de la memoria musical del barrio, al igual que el trompetista Félix Chapottín.
Una gastronomía popular se mantiene viva en la zona como en los tiempos en que, como ganga diaria, los timbiriches ofertaban la «cajita premiada» con huevo y bacalao. Y albañiles y estibadores de los muelles cercanos reforzaban el almuerzo con esa especie de tamal que es el ekó y saciaban la sed con un vaso de cheketé, refresco de maíz fermentado y naranja agria.
La ceiba es, en las religiones afrocubanas, un árbol sagrado. Da albergue a todos los orishas, a los santos católicos y a todos los muertos. Se halla en la calle San Isidro esquina a Habana, el parque de La Ceiba, venerado por los creyentes y que se ha convertido en un lugar de recreo y descanso, sede de proyectos comunitarios.
Desde 1994 la zona se benefició con la creación del Taller Experimental para la Revitalización Integral del Barrio, liderado por la Oficina del Historiador de la Ciudad, que incide, con sus propuestas, en la imagen del entorno y la filosofía de la comunidad. Y aporta nuevos significados a su vida cultural la galería Gorría, del actor Jorge Perugorría, en San Isidro 214.