Carlos Gardel no dijo adiós. En el cementerio de la Chacarita sonríe desde lo alto de su estatua de casi dos metros mientras que cada mañana aparecen ramos de flores en su tumba y nunca faltan una flor en el ojal de la solapa de su saco ni el cigarrillo que se quema entre sus dedos
Para cada 24 de junio, aniversario de la muerte de Carlos Gardel, los cines cubanos que exhibían sobre todo películas en español, reservaban una programación especial para recordar al célebre cantante argentino fallecido en el pináculo de la fama en un accidente del aviación ocurrido en la pista del aeropuerto colombiano de Medellín. Frente a algunas salas cinematográficas se situaban telas que anunciaban de acera a acera las películas que se proyectarían en la fecha, protagonizadas siempre por el astro desaparecido, y se multiplicaban los avisos que hacían repartir casa casa a lo largo y ancho de la barriada a fin de atraer a la mayor cantidad posible de espectadores.
Cuando en La Habana se supo del accidente, en el pequeño y acogedor Teatro Encanto, de la calle Neptuno entre Industria y Consulado, en Centro Habana —teatro desaparecido alrededor de 1950— su empresario Heliodoro García recurrió a un ardid que abrió la válvula del llanto y le aseguró un lleno completo durante no pocas jornadas.
Y es que Heliodoro sabía cómo enganchar a la gente. No solo se empeñaba en contratar lo mejor —Agustín Lara, Pedro Vargas, Rita Montaner…—, sino que ponía en marcha recursos casi siempre muy simples, pero que le aseguraban el éxito. Así ocurrió cuando trajo al trío mexicano Garnica Ascencio. Como el púbico, sobre todo el femenino, se conmovía cada vez que el trío interpretaba Dónde estás, corazón, el empresario decidió obsequiar a cada espectadora un pañuelo que le permitiría llorar a moco tendido y en confianza.
Cuando se supo la noticia de la muerte de Rodolfo Valentino exhibió Los cuatro jinetes del Apocalipsis, su último éxito, y regaló retratos del ídolo. Retratos de Carlos Gardel regaló asimismo al conocerse la nueva de su muerte trágica, pero en esa ocasión fue más lejos y consiguió que la casa distribuidora, junto con la película completa, le entregase una copia extra de la parte de la cinta donde el cantante interpreta Tomo y obligo, lo que le permitía repetirlo las veces que el público pidiera, con «llantina y éxito formidables», rememoraba un asistente a una de aquellas jornadas.
Todavía en los años 60 del siglo pasado el tango estaba incluido de cajón y con espacios habituales en la programación de la radio cubana. Desde la tragedia de Medellín nunca dejó de recordarse aquí a Carlos Gardel en cada aniversario de su desaparición física. Sus películas se disfrutaban y disfrutan con placer y Hugo del Carril y Libertad Lamarque —aquella interpretación suya de Madreselva— siguen contándose entre los preferidos, pese al tiempo y la distancia. Los que andan ahora entre los 70 años y más quizá recuerden la visita a La Habana de Mercedes Simone, «la dama del tango», recibida aquí por un pueblo que coreó uno de sus temas más populares: «Cantando la encontré, / cantando la perdí, / como no sé llorar/ cantando he de morir».
En muchas localidades del país existen las peñas del tango, donde se reúnen los que gustan del género y escuchan a sus cultores cubanos. Tanto los que lo cantan como los que lo escuchan, impactados por la figura carismática de Carlos Gardel, siguen prefiriendo, en su mayoría, el tango de la vieja guardia. Recuerda el escribidor el concierto que hace años ofreció en la sala Avellaneda del Teatro Nacional la gran cantante argentina Susana Rinaldi con melodías que sin desdeñar sus orígenes no ocultaban su empuje renovador, y resultaba patético ver cómo no pocos espectadores —gente casi siempre de mediana edad hacia arriba— puestos de pie y con la mano en el corazón suplicaban a la artista que acometiera la interpretación de tangos del repertorio de todos los tiempos.
El tango es un género más que centenario. Uno de los ritmos latinoamericanos más populares y universalizados. Lejos de mantenerse congelado en sus formas archidifundidas en las décadas de 1930 y 1940, se ha enriquecido en cuanto a forma y contenido mediante el influjo de nuevas corrientes y figuras, un canto que si bien tiene su origen en el tango y la milonga, entronca con las raíces más auténticas de la canción ciudadana de Buenos Aires. El tango vive en su agonía, afirmaba el historiador y cronista Leopoldo Barrionuevo, autor del importante estudio 100 años del tango. No está agónico; vive y colea revitalizado por nuevas corrientes, refutó la compositora y cantante Eladia Blázquez, estudiosa y divulgadora de la canción popular.
Tanta teoría, ya lo supondrán los lectores, no es tema para el escribidor. Digamos mejor que Gardel —Carlitos, el Zorzal Criollo, el Morocho del Abasto— estuvo a punto de venir a Cuba en aquel para él fatídico año de 1935 para presentarse ante el público cubano. Eduardo Robreño aseguraba haber visto el contrato para sus actuaciones en el Teatro Nacional, de Prado y San Rafael suscrito entre el compositor Alfredo Le Pera, que era además representante del artista, y el ya aludido Heliodoro García que era también el empresario de ese coliseo. Por La Habana comenzaría, en el mes de marzo, una gira del artista por el continente. La situación política imperante entonces en la Isla —recuérdese la represión que siguió a la huelga de marzo— obligó a un cambio de planes. La Habana quedó entonces como la última escala de la gira, y el cambio resultó fatal para Gardel.
En La Habana lo esperaba Kid Chocolate, el estelar pugilista con quien el cantante había hecho buenas migas en París. Allí, de la mano de Gardel, visitó los más renombrados prostíbulos, gesto que el Kid tuvo oportunidad de reciprocar en los días de la estancia del argentino a Nueva York, en 1934, donde trabajó en películas de la Paramount. Fueron, las de Harlem, noches interminables de mujeres y licor. Nada de lo experimentado en esas ciudades dejó enteramente satisfecho al cubano, que ansiaba llevar a Gardel al famoso prostíbulo de Marina Cuenya, en la calle Colón número 258, en el muy habanero barrio del mismo nombre.
Muchos años después Chocolate recordaba a Gardel como un hombre sencillo, enamorado y sentimental a más no poder. Empedernido correntón y generoso. Noctámbulo incorregible, juerguista y compartidor. Así lo evocaba el campeón en sus conversaciones con Elio Menéndez, premio nacional de Periodismo.
El F-31 en que viajaba Gardel desde Bogotá con destino a Cali, aterrizó en Medellín y se abasteció de combustible, mientras que el avión Manizales, un poderoso Ford de tres motores, también con los tanques llenos y los motores encendidos, esperaba, fuera de la pista, que el F-31 dejara libre el campo para emprender vuelo hacia Bogotá.
Comenzaba el F-31 a tomar altura cuando un fuerte golpe de viento lo lanzó contra el Manizales. El horrible estruendo se vio seguido de una violenta explosión acompañada de lenguas de fuego gigantescas. Los dos aparatos tenían sus depósitos de combustible en las alas y de ellas salían verdaderos chorros de llamas que los bomberos no lograban aplacar. De las 20 personas a bordo del F-31 solo cuatro lograron salir luego de romper una de las ventanillas. Gardel, aunque lo intentó —así lo aseguró uno de los sobrevivientes— no consiguió romper la suya. Dicen que gritaba: Abran las puertas que nos quemamos vivos.
Su cadáver fue de los pocos que se pudo identificar. En la morgue llamó la atención la belleza y blancura de sus dientes. Llevaba en la pierna derecha una cadenita de oro con su nombre y alrededor del cadáver brillaban trágicamente las libras esterlinas desprendidas del cinturón que acostumbraba llevar. El pasaporte no se quemó del todo, y tanto en la camisa como en el pañuelo se veían sus iniciales. El cadáver apareció con los extremos de los dedos de las manos consumidos por las llamas, al igual que todas las partes blandas de la cara: nariz, pómulos, orejas, ojos y cuero cabelludo.
Pese a todo no tardó en circular el rumor de que Carlos Gardel estaba vivo. Cantaba con una máscara en los cafetines de los barrios marginales de Bogotá, a donde fueron a escucharlo Charlo y Libertad Lamarque, que aseguraron que era la misma voz del Zorzal criollo, pero no lograron que el individuo los recibiera y conversara con ellos. Otra leyenda lo situaba en Buenos Aires. Allí, siempre de noche, alguien lo veía comprar a un canillita, para ayudarlo, toda su carga de periódicos y luego perderse en la oscuridad sin que le dieran alcance.
Y es que Gardel no dijo adiós. En el cementerio de la Chacarita sonríe desde lo alto de su estatua de casi dos metros mientras que cada mañana aparecen ramos de flores en su tumba y nunca faltan una flor en el ojal de la solapa de su saco ni el cigarrillo que se quema entre sus dedos.