Lo conocí porque él vivía, en Lawton, en la calle San Francisco esquina a Octava, y yo en Diez y San Francisco, a solo dos cuadras, y el colegio donde estudiaba estaba situado frente a su casa
Dos jóvenes —evidentemente estudiantes universitarios— me interceptan en la calle. No lo dicen de manera abierta, pero por el tono de sus palabras parecen poner en duda lo que escribí en la página del pasado domingo 22 con relación al general Enrique Loynaz del Castillo. Lo conocí porque él vivía, en Lawton, en la calle San Francisco esquina a Octava, y yo en Diez y San Francisco, a solo dos cuadras, y el colegio donde estudiaba estaba situado frente a su casa.
Yo pasaba por allí con mi madre y, siempre desde la acera, lo saludaba si lo veía en el portal, generalmente vestido de blanco. Tenía un cadillac negro, viejísimo, y un chofer de uniforme casi tan viejo como el propio General. Vivía allí con su tercera esposa y los dos hijos de ambos, aunque ahora no estoy seguro si eran tres. Él respondía siempre a mi saludo de «Adiós, General», y un día me retuvo en la puerta mientras su chofer buscaba el obsequio que quería hacerme. Un busto de José Martí, pequeño, de mesa, de los que se hicieron por millares en ocasión del centenario martiano, aunque la efemérides había quedado atrás hacía largo rato.
Por aquellos días regaló a mi escuela, enmarcado, el afiche que circuló cuando se cumplieron los cien años del natalicio del Apóstol, que lucía, en blanco y negro, su retrato y, junto con una inscripción que no recuerdo, las fechas entre las que transcurrió su vida. Por lo que representaba y por quien la había obsequiado, la pieza fue recibida con júbilo y respeto y colocada en el aula más importante de la institución, la de octavo grado… hasta que un día el afiche desapareció. Supimos después que Loynaz y el director del plantel, cuyas viviendas colindaban por los patios, habían discutido —cosas de vecinos— y el General había mandado a su viejo chofer a retirar la pieza alegando que se trataba de un préstamo y no de un regalo.
Cae Batista y huye del país. El mayor general Eulogio Cantillo Porras asume la jefatura de las Fuerzas Armadas y, faltando a la palabra dada, poco antes, a Fidel, y en connivencia con el dictador en fuga, convoca a un grupo de notables con los que pretende formar una junta cívico-militar que secundaría la gestión ejecutiva de Carlos M. Piedra y Piedra, exaltado a la presidencia de la República en virtud de su condición de magistrado más antiguo del Tribunal Supremo, quimera que se desinfla cuando a mediodía del propio 1ro. de enero la Sala de Gobierno del alto tribunal le niega esa posibilidad al retomar una sentencia de 1934 que hacía constar que una revolución es fuente de derecho y engendra un nuevo derecho.
Conformarían esa junta, entre otros, los exvicepresidentes Raúl de Cárdenas y Gustavo Cuervo Rubio, el eminente cirujano Ricardo Núñez Portuondo, expresidente del Partido Liberal y candidato a la Presidencia de la República en 1948, los exmagistrados Álvarez Tabío y Moré Benítez, expulsados del Poder Judicial por la dictadura… También el general Loynaz, a quien se ofrece la cartera de Defensa Nacional, que no acepta porque, receloso de un régimen como el que se gestaba en la Ciudad Militar de Columbia, no estaba de acuerdo con el gobierno provisional que de allí saldría, aunque no era remiso a formar parte de una comisión de conciliación nacional entre las partes en conflicto.
La junta no aunaba criterios y apenas una hora después de iniciada la reunión, Loynaz abandonó el salón de conferencias en el tercer piso del Estado Mayor. Cantillo lo acompañó hasta la puerta y lo despidió con una abrazo. Fue abordado por la prensa.
—General Loynaz —dijo el reportero del periódico Información—, la radio rebelde dice que Fidel Castro no acepta un gobierno provisional…
—¡Ah! Me alegro. Eso mismo digo yo —respondió Loynaz y salió de Columbia en su viejo automóvil.
Transcurrió un año o más. Un día advertí que la casa de San Francisco y Octava estaba sellada. Aquellos sellos que en las puertas exteriores de una morada colocaba la oficina de la Reforma Urbana cuando, por algún motivo, quedaba deshabitada. Pensé que el General y los suyos habían emigrado. Sin embargo, en febrero de 1963 la prensa daba a conocer que el general de brigada Enrique Loynaz del Castillo, autor del Himno Invasor, amigo de Martí y de Antonio y José Maceo, de cuya boda fue padrino en Costa Rica, el hombre que, también en Costa Rica, salvó la vida del general Antonio y participó en unas 60 acciones combativas por la libertad de Cuba, era inhumado con honores en la necrópolis de Colón. Era el último general del Ejército Libertador.
Muchos años después, ya en 1980, pregunté a la poetisa Dulce María Loynaz acerca de los últimos días de su padre. Respondió que falleció en su modesto retiro campestre de Mayamina, en Marianao, y precisó que nada sabía del destino de su casa ni de su extensa y valiosa biblioteca.
Loynaz se incorporó al Ejército Libertador el 24 de julio de 1895, apenas iniciada la guerra. Vino a Cuba en la expedición de los mayores generales Serafín Sánchez y Carlos Roloff, que, en espera del barco, debió pasar 56 días en un cayo desierto e inhóspito de la Florida. Bien pronto entró en combate. Como jefe del Estado Mayor de Serafín participó en las acciones de Taguasco y Los Pasitos. El 13 de septiembre del propio año representó a Camagüey en la Asamblea Constituyente de Jimaguayú, en la que, en atención a su excelente caligrafía, se le confió la tarea de transcribir la naciente Constitución al documento destinado a conservarla. De ahí volvió al Ejército y en Baraguá se incorporó a la columna invasora como ayudante de campo de Maceo, y es a pedido de este que escribió la letra del Himno Invasor, que lleva música de Dositeo Aguilera, jefe de la banda musical de la columna.
Participa en todos los combates de esta etapa y se destaca en los de Mal Tiempo, Calimete y Coliseo, en el que fue derrotado el propio Martínez Campos y que abrió a los invasores las puertas del occidente de la Isla. Vuelve con Serafín Sánchez y lo ve caer en Paso de Las Damas. Fue en vano su brava acometida para rescatar el cadáver de su jefe. Ocupa entonces de manera interina el cargo de Inspector General del Ejército que desempeñaba Serafín. Hizo al menos dos propuestas para llevar a Puerto Rico una expedición armada, pero no se le autorizó a hacerlo. Combatió a las órdenes de Serafín, Máximo Gómez, Maceo, Avelino Rosas y Mayía Rodríguez. Sustituyó al general de división Quintín Bandera en el mando de la Brigada Expedicionaria. Estuvo además en los combates de Santa Teresa, Limones, El Relámpago, Las Pozas… Concluyó la guerra como jefe del Estado Mayor del Departamento Occidental.
Ya en la República, durante la llamada guerrita de agosto de 1906 contra el presidente Estrada Palma, los sediciosos lo ascendieron a mayor general. Se opuso a Machado. Fue representante a la Cámara y embajador de Cuba en México, Portugal, Haití, Panamá, Venezuela y en la Republica Dominicana, donde nació el 5 de junio de 1871 mientras su padre representaba la República en Armas en Puerto Plata.
Era hombre de vasta y profunda cultura. Dominaba tres idiomas, además del suyo. Orador fogoso y convincente. Sus Memorias de la guerra, que gracias al empeño y la insistencia de su hija, vieron la luz al fin en 1989, revelan al escritor que pudo haber sido. Sus páginas sobre la caída en combate de Serafín Sánchez, de la que fue testigo, son sencillamente insuperables.
Cuando vio a José Martí sintió que tenía delante, dijo, la rencarnación de Jesucristo. Lo visitó en su oficina de Nueva York en compañía de Francisco Carrillo y Serafín Sánchez. Le llamó Maestro y le impresionaron su sencillez, su atrayente personalidad, lo ameno de su conversación, sus ojos tristes y acariciadores. Viendo empolvado el sobretodo de su muy joven visitante, Martí tomó un cepillo y lo sacudió con esmero y, sin que Loynaz pudiera evitarlo, se agachó y cepilló también sus zapatos En esa ocasión hacía el Apóstol tertulia con varios escritores, entre ellos la norteamericana Elena Hunt Jackson, autora de la novela Ramona, que Martí había traducido ---y mejorado---. Tomó este un ejemplar de la obra y escribió: «A Enrique Loynaz, que amará, con su alma tierna y fogosa, a mi pobre Alejandro».