Juan Gualberto se despertó desubicado. Era su primera mañana en la nueva casa. Poco a poco fue atando cabos hasta que recordó que el día anterior había permutado su antigua casa en Lawton por un apartamento en el tercer piso de un edificio en la calle Malecón. Su viejo sueño hecho realidad: salir al balcón y llenar sus ojos con el infinito mar. Sentir el salitre penetrar sus fosas nasales y llenar los pulmones de la brisa más pura que se pueda respirar.
Buscó el reloj sobre la improvisada mesita de noche. Lo acercó a su cara, y en su rostro se reflejó una mezcla de sorpresa y angustia. «Más de las 11 de la mañana, y yo todavía acostado —pensó—. Esa permuta de ayer me ha dejado muerto… pero valió la pena». Suspiró profundo y con cierta agilidad se levantaba del lecho.
Comenzó a revisar paquetes, mirar los espacios y descubrir cosas que el antiguo propietario había dejado «olvidadas», y que para él no tenían utilidad alguna.
«Lo primero es deshacerme de todas estas cosas para saber realmente dónde puedo colocar lo mío», se dijo a sí mismo, y comenzó a abrir las ventanas en busca de luz y ventilación. Con cierta satisfacción y regocijo recordó que, en el fondo de la habitación, en la cocina, entre el lugar que ocupaba el frigidaire y un aparador, había una ventana que daba a una especie de traspatio o escampado que colindaba con un callejón poco transitado.
Tal como lo había pensado. Ese es el sitio ideal al cual podía lanzar todo lo que le estorbaba y después bajar y colocarlo en el depósito de basura más cercano. Así se ahorraría una decena de viajes, escaleras arriba y abajo, desde el tercer piso en que ahora pernoctaba.
Un par de cazuelas agujereadas, un sartén sin mango, dos aspas de ventilador de diferentes diámetros, una careta plástica de aire acondicionado BK1500, una cafetera sin tapa ni tapón, un catre sin forro, y un forro de máquina de escribir con máquina de escribir incluida. Estos y otros objetos fueron proyectados en caída libre desde la ventana de la nueva cocina de Gualberto, hasta el terrenito de atrás del edificio.
Hora y media después, el apartamento se veía mucho más despejado y Juan Gualberto, mucho más extenuado, pero satisfecho. «Me tomaré un vaso de agua, haré un cafecito y después bajaré para llevar a cabo la segunda parte del plan», comentó con gozo, y encendió su cocina de gas que recién había conectado.
Sentado en una silla, junto a la mesa, disfrutaba de la caliente y aromática bebida cuando comenzó a escuchar un creciente murmullo que venía de la calle. Se asomó en la ventana y alrededor de la montaña de objetos que había defenestrado se agrupaba una considerable cantidad de personas.
«¡Ay, mi madre! ¡La que se ha formado allá abajo por mi culpa! ¡No tenía que haberme puesto a tomar café hasta terminar de recogerlo todo!». Con marcado nerviosismo se puso un pulóver y bajó la escalera saltando escalones. Ya en la calle, dio la vuelta hacia el lugar en que ya había mucha gente. Un hombre se apartó del grupo y salió a su encuentro.
«Ese debe ser el presidente del CDR, o el de vigilancia», pensó e inmediatamente comenzó a gritar: «¡yo puedo explicarlo todo!». El hombre lo esperó, y sin dejarlo decir más le preguntó: «¿Usted es el autor? ¿Cuál es su nombre?» —y buscó en un folleto que portaba en sus manos.
—¡Me llamo Juan Gualberto Iglesias, y voy a explicarlo todo!
—No es necesario, —dijo el hombre con respeto—. Su obra habla por sí sola. Lo que pasa es que no encontramos su nombre, ni el título de su instalación en el programa.