Más que en el móvil, la tableta o la cámara fotográfica, de China traje grabadas en la mente imágenes insondables, cuadros que aderezan nuestras experiencias y son como recetas, como platos de nostalgias que se eligen para degustar después, entre el sabor dulce y el picante
—¿De Cuba? ¡Ay, Dios míooo, si el mundo es un guante! No lo puedo creer— me gritó con aspaviento de solar, en medio de aquel sonido idiomático de fondo inentendible para mis oídos: «tin, chun, sin, tan, chan, jon, chen», mientras se atragantaba con una torta, seguramente picante, hecha de alguna mezcla aparentemente familia del maíz, y las gotas de sudor le corrían despavoridas por la ruta cabeza-frente-cachete-suelo.
De momento me apachurró como si fueran sus manos los hilos con que se amarra un tamal, pero un tamal bien envuelto; como si fuera yo un peluche, un oso panda más en aquel descomunal parque recreativo de cría de este tipo de especie, ubicado casi en el otro lado del planeta.
Me apretó duro, me dio un abrazo, un beso bien «sonao» y unas cuantas palmaditas en el hombro. Parecíamos dos conocidos de toda la vida que se encontraban a media mañana en pleno parque Trillo de La Habana.
Ella, una mulata cincuentona bastante alta, de unas 200 libras llevándolas bien, con una indumentaria que combinaba lo pedestre y lo regio, y con una estampita de la Virgen de la Caridad del Cobre colgada en una de las ¡cuatro! cadenas del cuello; Yo, un aprendiz de aventuras, inquieto, pero lento y medio perdido, como Martín, en aquel bosque inmenso de gente con ojos rasgados, en el que me vi a salvo cuando divisé aquel ejemplar con apariencia africana.
«¿Que de dónde soy? De Centro Habana, muchacho, de la calle Aramburu, ahí bien cerca del Ameijeiras. Yo estoy aquí porque vine a ver a mi hijo que es músico, pero soy más habanera que La Giraldilla (y echa una espontánea carcajada)», me dijo desenfadada esta singular embajadora de las simpatías y los recuerdos de Cuba en las tierras de Sichuan, China, en un domingo del pasado mes de julio, en que unos 70 jóvenes de diez países de América Latina andábamos de visita por el gigante asiático, como parte de la 5ta. edición del programa Puente al futuro, una iniciativa del presidente Xi Jinping para acercar los pueblos de este continente a su nación.
Después, cuando logré unirme nuevamente al grupo, con la ayuda orientadora de mi coterránea y haciendo uso de mi inglés machucadísimo, mis seis camaradas cubanos se reían con gracia y hasta sospechosos de aquel «hallazgo» criollo que yo había tenido.
Pero China fue de principio a fin eso para mí: un hallazgo, un permanente descubrimiento, un sobresalto cómodo para la dilatación de dos retinas que jamás se habían expuesto a tanto paisaje nuevo y seductor en tan poco tiempo. Fueron diez días en un conteo regresivo, desde que comenzamos a hacernos fotos en el aeropuerto de La Habana, hasta que volvimos a captar con nuestros celulares el ala del avión sobrevolando los campos de Artemisa y El Wajay, y sentimos entonces la alegría del aterrizaje final.
Ahora que ya han pasado algunas semanas, me agrada volver a degustar lo sucedido, con el ánimo del que agarra con palitos lo que se va a servir en una mesa giratoria repleta de vivencias, al estilo de aquellas que nos deleitaron el paladar y nos mostraron lo más auctóctono de la cocina china, con especial arreglo en el pato laqueado, los caldos de vegetales y una variedad de platos de carnes y ensaladas con exquisita presentación, sin dejar de mencionar que el arroz siempre estuvo en divorcio con la sal, y el yogur, los dulces, el bacon y las frutas fueron más de una vez nuestros sustentos favoritos. Y si no me creen, pregúntenle al amigo avileño Yudismar, que debe haberse comido él solo el equivalente a tres o cuatro melones de diez libras cada uno, con la añoranza también del congrís casero y los plátanos que se cosechan en los campos de su empresa La Cuba.
A la Muralla no se podía faltar. Y para allá nos fuimos en una tarde grisácea y encapotada, como suele estar casi siempre el cielo de Beijing, debido a los altos índices de polución que las industrias han provocado en detrimento de la salud del hombre. Nos fuimos para tener el privilegio de haber estado en el lugar, y de paso demostrarnos en qué mala forma física andábamos, cuando al llegar apenas a la primera atalaya de aquel laberíntico cordón de concreto, nos vimos casi todos con media lengua afuera. ¡Cuba, Cuba, una foto con Cuba!, nos decían colegas de otros países, y Osmel, el amigo tunero, con su tablet todoterreno, ponía el sello y la identificación más genuina de todo el septeto de la isla caribeña.
De la capital china traje grabadas como memorias que aleccionan la pulcritud de sus calles y aceras, al punto de mirar más de una vez aquel ordenado panorama con sana envidia, mientras pensaba en mi Habana prestada; lo imponente de los miles de rascacielos, expresándonos una modernidad despampanante que se divisa con fascinación, pero que huele a azufre, a contaminación desmedida.
Traje también la remembranza de una noche en fuga, en la que este guajiro montó por vez primera en metro, junto a un improvisado piquete de mexicanos, costarricenses y argentinos. Y que, por cierto, nos perdimos, a pesar de que parecían muchas las señaléticas y los anuncios lumínicos en las terminales y paredes de aquel «relámpago» subterráneo, tan concurrido como un P11 en horario pico.
Lo hice como una cortesía conmigo mismo, porque quería estar en la Plaza de Tiananmén, en las proximidades de la Ciudad Prohibida y frente al mausoleo a Mao Tse Tung. Lo hice porque el calor del verano chino es pegajoso, y uno se contagia de planes y amigos y quiere aprovecharlo todo.
De Beijing volamos a Chengdú, y allí percibimos, como a veces también nos pasa aquí, que en las provincias el trato es más esmerado y solícito que en la urbe capital. Chengdú fue una fiesta todo el tiempo; fue donde los tres grupos en que estuvimos organizados —Político, Económico y Social— alcanzaron su clímax afectivo, pues comenzaron a desdibujarse las fronteras regionales y por países, y se armó poquito a poco un mapa relajoso y divertido. Dicho en buen cubano, la gente entró «en guara», sobre todo aquella tarde-noche en que los muchachos del grupo Social dimos muerte súbita a una botella de Tequila, y convertimos nuestro ómnibus en una disco rodante.
Dentro de los intercambios en los centros por los que anduvimos —ese era uno de los objetivos del encuentro—, hubo una tarde inolvidable en Chengdú, en la que una parte de la representación de la Mayor de las Antillas, aclamada por todos, tomó el escenario del teatro de una de las instituciones visitadas, para hacer un brindis cultural de cubanía. Roberto, Ricmar, Oslién y Thais, en un formato musical libre y sin pensarlo demasiado, cantaron La Guantanamera, con los versos sencillos del Apóstol. Y para piropear a una de nuestras guías llamada Ofelia, se escuchó un fragmento del tema de Los Zafiros que reverencia ese nombre de mujer, aun cuando sabíamos que aquella china simpática sí nos había comprendido desde el principio, y aún comprende el sentimiento que de Cuba, donde ella estudiara hace ya más de una década, vive en su corazón eternamente.
Pero la mayor nota de carisma se puso en las noches, a la hora de la disco del hotel. Ahí era donde era. Ahí era la clase, la clase práctica de baile a amigos de otras regiones que querían aprender, y los cubanos, sin darnos cuenta, acabamos siendo los maestros. Podrán imaginarse el talento rítmico, la cadencia y la soltura de cadera del alumnado, que yo, que no sé más que dar la vuelta básica del casino, me reconocieron como profe destacado, como modelo a imitar en las sesiones de aprendizaje.
Shanghai fue la última estación de viaje, y no por última lució menos. Una ciudad fastuosa, con una capacidad enorme para el deslumbramiento. Allí se ha ido gestando una simbiosis entre lo moderno y lo tecnológico que, de tan impresionante y engrandecido todo, el hombre ha quedado medio apabullado. Y uno puede confirmarlo cuando mira tratando de encontrar la vida de la gente común desde un punto alto de la Perla Oriental, ese sitio-mirador al que acuden diariamente miles y miles de personas en busca de la estupefacción, y distingues entonces, muy a lo lejos, por debajo de tus pies al observar a través del suelo transparente, una realidad llena de automatismos, digitalizada, con demasiadas fosforescencias y artilugios, en la que se extraña la palabra viva o, al menos, la queja de la naturaleza.
Beijing, Chengdú, Shanghai. Unas horas en Ámsterdam y otras en París. Cerca de 70 jóvenes que estuvimos por China hace ya más de un mes, y todavía en Facebook continúa la congregación compartiendo fotos. Todavía discurren los abrazos de los amigos, y de los más amigos entre los amigos.
Ahora, mientras me acabo de servir este manjar de nostalgias con palitos, recapitulo y pienso en la sagacidad de aquella coterránea entusiasta que me tendió la mano, en las noches de baile, en el fasto, en las tradiciones, en lo aprendido. Y sigo descubriendo imágenes que reconstruyo en mi mente, imágenes únicas, mías, que no pudieron ser captadas por mi celular. Ni por el de nadie más.